El País no anda bien de chispa 
periodística. Quizá le parezca exagerada la similitud con la famosa 
información del duque de La Rochefoucauld a Luis XVI, aunque es 
pertinente. Pero podría haber hecho un juego más de casa, componiendo 
una portada con el títular: "Golpe del Parlament. El País, con la Constitución". Al fin y al cabo, es el espíritu del titular real: "Los separatistas imponen...".
Claro
 que es una revolución. Encabezada por el Parlament, cual suele suceder.
 Y con un pueblo detrás, el que lo ha elegido y le ha mandatado. Los 
parlamentos se mueven a golpe de gestos simbólicos, hoy magnificados por
 los medios. La imagen de la jornada es la aprobación de la Ley del 
referéndum, la que echa a andar el proceso para que los catalanes y 
catalanas decidan si quieren constituirse en República independiente o 
seguir como están. 
El
 referéndum no es la independencia. El referéndum es una pregunta, no es
 una respuesta. No haber entendido algo tan sencillo puede costar a los 
nacionalistas españoles quedarse sin país. Porque si imponer lo 
que en otras partes del mundo civilizado se hace negociando sin problema
 cuesta tanta tensión, tanto conflicto, tanta confrontación, la mayoría 
acabará concluyendo que, en efecto, lo mejor es romper cuanto antes 
porque esto no tiene arreglo. 
Sí, 
 es una revolución. La revolución de la República catalana. Los dos 
partidos dinásticos, cerrados en banda a la posibilidad y la excrecencia
 de Ciudadanos, también, pues el enfrentamiento con el independentismo 
venía de cuna, de cuando Rivera se fotografiaba in puribus. Pero 
¿y Podemos? Es sarcástico que quienes venían cabalgando a lomos de la 
revolución no la hayan visto pasar a su vera hasta que han comprobado 
que ellos cabalgaban en un Clavileño.
¿Por
 qué no entendió el nacionalismo español la diferencia entre referéndum e
 independencia? Aparte de por pura incapacidad o por la consabida tirria
 hispana al pragmatismo porque, en el fondo, no es democrático ni cree 
en el principio democrático sino que se aferra de modo fetichista al 
principio de legalidad. Ese enunciado que comparten PP y PSOE frente a 
Cataluña de que sin ley no hay democracia es una tontería. Sin ley no 
hay democracia. Y con ley, tampoco. Las Leyes de Nürenberg eran leyes y 
el régimen, una tiranía. Todo depende de la ley y de la democracia.
Solo
 la ignorancia de aquella diferencia y también del sentido vivo de 
democracia explica un exabrupto como el de la vicepresidenta del 
gobierno: hoy hemos vivido una patada a la democracia en el Parlament. Quiere decir puntapié seguramente. El Parlament propinando una "patada" a la democracia. ¿A qué democracia? 
"Sí",
 responden quienes de buena fe en la izquierda se oponen al 
independentismo "la democracia del PP no es democracia (forma elegante 
de sintetizar años de saqueos, estafas, ilegalidades, gürteles, Lezos, 
Bárcenas, leyes mordaza, etc) pero lo suyo no es saltarse la ley, sino 
reformarla". Quienes dicen esto saben (o debieran saber) que la minoría 
catalana jamás será mayoría en España, jamás podra reformar las leyes y 
deberá someterse siempre a la tiranía de la mayoría.
"Bueno",
 dicen otros seguramente también de buena fe, "en todo caso, no hay que 
tirar el niño con el agua sucia ni confundir el gobierno del PP 
(corrupto y profundamente antidemocrático) con el Estado. Alguna vez 
cambiará el gobierno, regirá la izquierda y el Estado español cambiará".
 
Eso
 es falso. Lo niega la experiencia histórica y lo niega la propia 
concepción de España de la izquierda que, en lo sustancial, es la de la 
derecha. Véase si no:
La
 transición fue un proceso hoy muy cuestionado pero que, en todo caso, 
traía unos compromisos implícitos de carácter incluso lógico. El más 
evidente era que el franquismo se había acabado y nadie lo resucitaría. 
Justo lo que la derecha se ha puesto siempre a hacer al llegar al poder 
y, a partir de su arrollador triunfo electoral de 2011, a marchas 
forzadas: restaurar el franquismo. De modo vergonzante porque solo los 
más tontos de ellos se siguen declarando franquistas, pero efectivo. 
Apenas llegados a La Moncloa en 2011 suprimieron de un plumazo el 
pluralismo en RTVE, devolvieron la enseñanza a la Iglesia, pretendieron 
suprimir el aborto, reformaron la justicia para encarecerla y privar de 
ella a los más necesitados, destruyeron el régimen jurídico laboral, 
desmantelaron la sanidad pública, promulgaron una ley Mordaza, saquearon
 el fondo de pensiones y se dedicaron a enriquecerse ilegalmente, ellos y
 su partido, a cuenta de los contribuyentes que, en España son las 
clases medias y bajas. 
No
 hay garantía alguna de que esto no vuelva a suceder (de hecho sigue 
sucediendo hoy día; la Ley Mordaza sigue en vigor y se sigue multando a 
la gente a capricho de los agentes de la policía), sobre todo por la 
coincidencia de fondo que hay entre la izquierda y la derecha. La 
perpetuación del franquismo en todos los órdenes se mantuvo incólume 
durante los veinte años de gobiernos socialistas (Valle de los Caídos, 
Fundación Francisco Franco, callejero, honores, símbolos) y solo en 
tiempos de Zapatero se aprobó una menguada Ley de la Memoria histórica 
que los franquistas del PP han tirado a la basura.
En
 realidad, desde que el PP llegó al poder en 2011, en el PSOE había 
clara conciencia de que estaba desmantelando los pactos implícitos de la
 transición. En alguna ocasión lo mencionó Rubalcaba. Y era obvio. Como 
obvio era que se trataba de volver al franquismo sin Franco. Basta con 
ver el panorama de los medios de comunicación. 
Pero
 no se hizo nada. En cuatro años de mayoría absoluta de un PP echado al 
monte no hubo ni una moción de censura, nada digno de considerarse 
oposición. Al contrario: refugiado el PSOE de Rubalcaba en su política 
de "pactos de Estado" (que fueron tan dañinos a la izquierda como los 
"pactos de familia" para España), se complotó una Ley de Seguridad 
Nacional que se aprobó ya en tiempos de Sánchez y que, según se dijo 
entonces, no era "contra los catalanes". Esa misma a la que hoy se 
quiere recurrir contra los catalanes.
No, el Estado español no cambiará nunca. Salvo mediante una revolución.
Mi  artículo en elMón.cat
 de hoy. Esta vez no haré un resumen de su contenido. Prefiero comentar 
unas reacciones de los últimos días. A medida que nos acercamos al punto
 de choque, voy ganándome más reciminaciones, advertencias y amenazas 
por mi relación con Cataluña. Es curioso. Hace años que vengo 
advirtiendo de que el único problema real del Estado español era el 
catalán. Nadie hacía caso y todos lo ignoraban con la típica 
inconsciencia española. Repásense las hemerotecas de hace seis, ocho, 
diez años: ni palabra de Cataluña. Quienes insistíamos en la importancia
 del asunto éramos unos pirados.- 
En la etapa intermedia, hará dos años o
 así, los analistas, políticos, responsables comenzaron a barruntar que 
algo podía estar pasando; pero nada serio, una "algarabía" decía el 
franquista arrogante y estúpido que tenemos en La Moncloa y, 
ciertamente, quienes avisábamos éramos unos pesados cuando no unos 
resentidos que lo que queríamos era que se hablara de nosotros. Hoy, 
cuando Cataluña prácticamente ya se ha marchado (y ha hecho muy bien 
porque a nadie se le puede obligar a aguantar la ignorancia, el abuso, 
el mal trato, etc) todos se rasgan las vestiduras. Los franquistas del 
gobierno, histéricos, hablan de defender la democracia. Ellos, que 
llevan seis años oprimiendo, robando, mintiendo al país entero y no solo
 a los catalanes. 
La oposición, como siempre acobardada, cierra filas 
con un gobierno de corruptos y delincuentes, de franquistas, 
centralistas y clericales antes que buscar un entendimiento con los 
indepes catalanes. Y, por supuesto, a quienes defendemos los derechos de
 estos por encima de nuestra propia conveniencia, nos llaman de todo, 
desde tontos útiles a traidores y nos amenazan en las redes. Y lo menos 
que nos pasa es que perdemos un buen puñado de "amigos", de esos que lo 
son mientras coincidas con sus opiniones y solo en ese caso. Si 
discrepas, pierdes la amistad. Lo cual da una idea ajustada del peso que
 esta tenía en el alma de los tales amigos. 
Pequeño
 repaso. Por defender lo que creo justo en cada momento llevo perdiendo 
"amigos" toda mi vida. Citaré unos cuantos casos, ciñéndome solo a la 
transición o época postfranquista. En el franquismo todavía fue peor:
Cuando defendí la permanencia en la OTAN, perdí un montón de "amigos"
Cuando pedí la dimisión de Guerra por la corrupción de su hermano, perdí "amigos"
Cuando defendí al PSOE contra la pinza PP-IU y el "sindicato del crimen", perdí más "amigos".
Cuando denuncié los GAL y pedí que se procesara a los responsables seguí perdiendo "amigos"
Cuando apoyé el nacimiento de Podemos perdí montones de "amigos"
Cuando ataqué el colaboracionismo del PSOE con el PP entre 2012 y 2016 perdí más "amigos"
Cuando denuncié el narcisismo, oportunismo y neocomunismo de Podemos volví a perder "amigos"
Cuando defendí a Sánchez frente a la caudilla Diaz y sus padrinos seguí perdiendo "amigos"
Cuando me pronuncié a favor del derecho de autodeterminación de los catalanes perdí "amigos"
Cuando ataco la claudicación de Sánchez ante la derecha nacionalcatólica sigo perdiendo "amigos"
Me
 he quedado sin "amigos", pero estoy conforme conmigo mismo por seguir 
un comportamiento que solo rinde cuentas  a mi conciencia y no a 
consignas de partido, dogmas ideologicos o criterios de tribu.
Tenía que decirlo.
Aquí la versión castellana del artículo en el.Mon.cat:  
Tomando posiciones
Con
 el plazo final a la vista en la hoja del calendario, las partes del 
conflicto más grave que ha vivido el régimen político de la tercera 
restauración ultiman sus preparativos para el archicitado choque de 
trenes. La Generalitat tiene pleno del Parlament el viernes para 
presentar los proyectos de ley de desconexión a algo más de 48 horas de 
la Diada.
El
 gobierno está sobre aviso permanente para impugnar dichas normas ante 
el Tribunal Constitucional apenas se hayan aprobado. Al propio tiempo 
tiene a sus miembros profiriendo amenazas más o menos veladas en sus 
momentos libres entre comparecencias parlamentarias o procesalees, a las
 cloacas de Interior trabajando a pleno rendimiento y su frente 
mediático disparando a todo lo que se mueve.
También
 ha cumplido su amenaza de movilizar a su brazo contable, el Tribunal de
 Cuentas, para proceder confiscatoriamente contra el patrimonio personal
 de los imputados por desobediencia, Mas, Rigau, Ortega, Homs y otros 
sin imputar. Esta práctica represiva es especialmente repugnante porque 
extiende el castigo por la supuesta falta a los descendientes del autor. 
Y aun lo es más si se tiene en cuenta que procede de un órgano al que 
el PP ha estado presentando cuentas falsas durante doce años sin 
consecuencia punitiva alguna; un órgano compuesto por gentes del PP, 
militantes y excargos políticos, o afines a él; un órgano plagado de 
enchufados de los magistrados que actúan en una especie de red de 
influencias familiares; un órgano que no ha detectado ni fiscalizado 
ninguno de los infinitos latrocinios cometidos por la trama Gürtel y las
 anejas.
La
 oposición corre en auxilio del gobierno, como siempre sucede cuando se 
trata de Cataluña, y forma con él una especie de unidad de salvación 
nacional. Ambos partidos dinásticos emplean las mismas o parecidas 
expresiones. Sánchez llama a los ciudadanos españoles a que no voten en 
el “simulacro” de referéndum y eso apenas una semana después de haber 
almorzado con Puigdemont. Un brindis por las nuevas vías de diálogo que 
abre el nuevo PSOE.
La
 “auténtica” izquierda de Podemos anda mareando la perdiz. Sin duda los 
de Podem, de Dante Fachín, apoyan el referéndum así como un “sí” 
crítico. Pero la versión castellana –o vallecana- de los morados, a 
través de su líder, Iglesias, ha convocado un acto separado de la Diada 
en colaboración con los comunes de Colau y Domènech. Un acto con un 
inconfundible aroma lerrouxista, pues se hace en nombre de la 
“soberanía” de Cataluña. “Soberanía”, obviamente, no es sinónimo de 
independencia. Es la potencia de la que deriva el acto, como diría 
Aristóteles, pero no es el acto mismo. El caso es crear confusión.
Entre
 todos estos preparativos de zafarrancho de combate, el momento 
culminante será la próxima Diada. Por lo que sabemos, seguramente habrá 
una asistencia notablemente superior a las de los años anteriores. Tal 
cosa tendrá una lectura obligada, sobre todo si, como es de esperar, el 
aumento de asistencia sigue dándose en un clima abierto, democrático y 
pacífico porque es el binomio de la movilización social y su carácter no
 violento lo que confiere su fuerza al movimiento independentista.
Los
 resultados de la Diada probablemente serán incontestables y permitirán 
prever una alta participación en el referéndum del 1º de octubre. Este 
será, seguramente, el caballo de batalla de quienes intenten cuestionar 
los resultados pasada la votación. Ello debiera ser irrelevante pues ese
 criterio solo podría emplearse razonablemente si hubiera habido un 
acuerdo previo respecto al índice de participación. 
Al no haberlo, los 
datos de participación que resulten habrán de medirse en proporción al 
tipo de consulta de que se trata. Por regla general, el rango de 
participación en las consultas referendarias es inferior al de las 
elecciones legislativas ordinarias. Y así deberá procederse en este 
caso, por lo cual, sería válida una mayoría con un índice de 
participación inferior a un 50 por ciento.
Se
 da aquí por supuesto que, con una alta movilización en la Diada, el 
referéndum se celebrará. Se hará como prueba manifiesta de una intensa 
voluntad independentista a la que ayudará mucho el recurso del Estado a 
medios inmorales y de guerra sucia. La movilización de la Diada servirá 
al Estado para comprobar cuántos recursos habrá de destinar a su 
objetivo de sofocar el referéndum. Sobre todo si quiere hacerlo de 
acuerdo con el principio de proporcionalidad reiteradamente enunciado 
por Rajoy. 
Por lo general se entiende que esta proporcionalidad trata de
 ajustar a la baja la respuesta del Estado a los efectos de no 
sobredimensionar su actuación. Pero en este caso, lo más probable es que
 el Estado haya de ajustar su respuesta al alza, al enfrentarse a un 
movimiento de masas tan amplio que requiera el despliegue de unos 
cuerpos de seguridad y mecanismos de represión que el Estado no posee.
Si,
 a pesar de todo el Estado consiguiera impedir la celebración del 
referéndum por la violencia, hay pocas dudas de que el Parlamento haría 
una declaración unilateral de independencia.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED