En un artículo publicado el día 2 de agosto 
pasado en 
La Vanguardia, titulado ‘Los anti-vacunas y la ética’, mi 
colega y amigo, Norbert Bilbeny, planteaba claramente la cuestión de si,
 en algunas circunstancias, la vacunación puede ser un deber moral. En 
el siempre interesante blog de José Luis López Bulla, su autor se 
lamentaba de que Bilbeny no había dado una rotunda respuesta a la 
pregunta y daba algunos argumentos a favor de que, en algunas 
circunstancias, hay dicho deber moral. 
        Creo que López Bulla lleva razón, una razón que entiendo también
 comparte Bilbeny. Trataré de explicar las razones que abonan esta 
conclusión y, también, en qué medida se aplican a las circunstancias 
actuales de la pandemia de la COVID-19. 
    
        En todas las democracias constitucionales se reconoce el derecho
 de los pacientes adultos a negarse a cualquier tratamiento médico (en 
nuestro sistema jurídico en el art. 2.4 de la Ley 41/2002, de 14 de 
noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y
 obligaciones en materia de información y documentación clínica, con 
algunas excepciones a las que después me referiré). 
Y se reconoce porque
 pensamos que todas las personas adultas, con las facultades mentales 
adecuadas, tenemos un derecho moral sobre nuestro propio cuerpo, que 
funciona como un escudo frente a las intervenciones ajenas, incluidas 
las médicas, sólo nuestro consentimiento puede apartar dicho escudo. 
¿Pero es éste un derecho absoluto?
 En filosofía moral se suele asumir 
que nuestros derechos morales no son absolutos, sino prima facie o pro tanto,
 es decir, cuando entran en conflicto con otros requerimientos morales 
hay que establecer cuál es el curso de acción que se considera decisivo en dichas circunstancias, considerando todos los factores relevantes.
    
    
        
    
    
    
    
                        
        
    
        Pues bien, creo que no es difícil imaginar circunstancias en 
donde dicho derecho ha de ceder frente a otros. Consideremos la 
situación en la que se ha diseminado muy ampliamente un virus tal que 
los que lo contraen morirán en pocos días y transmitirán la enfermedad a
 todas las personas a las que tengan cerca. Pensemos también que 
disponemos de un antídoto que elimina la enfermedad para los afectados. 
Entonces, parece claro que habría razones sobradas para imponer el deber
 a dichas personas de aceptar la administración del antídoto. Si no sólo
 tuviéramos un antídoto, sino también una vacuna, que impidiera contraer
 la enfermedad, creo que en un caso tan grave como éste, también la 
vacunación podría devenir obligatoria. Por dicha razón, el art. 9.2 de 
la Ley de autonomía del paciente establece una excepción que cubre este 
tipo de casos.  
        Ahora bien, ¿es la situación de la pandemia actual similar a la 
situación miserable que he descrito? Pues, por fortuna, siendo muy 
grave, no es tan grave. El contagio sí se produce en una proporción 
geométrica, pero las consecuencias no son tan automáticas como en la 
situación hipotética. Tal vez por dicha razón, es mejor, como han hecho 
las autoridades de la mayoría de países, acudir a medidas menos 
restrictivas que la obligación de vacunarse. 
    
    
        
    
    
    
    
                        
        
    
        En primer lugar, la generación de incentivos para vacunarse que 
no conlleven el deber pero que hagan de la vacunación una opción 
sobresaliente para los que tienen dudas. Lo que en inglés se conoce como
 nudges (literalmente ‘empujones’) y que el economista y premio
 Nobel Richard H. Thaler y el jurista Cass Sunstein han desarrollado con
 maestría. 
Me consta, porque así le sucedió a una persona cercana que, 
temerosa con los posibles efectos secundarios de la vacuna no se anotó 
cuando le tocaba a su franja de edad, que esta ha sido parcialmente la 
forma de actuar de nuestras autoridades: le llamaron por teléfono de su 
centro de atención primaria y le ofrecieron vacunarse en el centro con 
la vacuna de Janssen, de una sola dosis, consiguiendo así vencer sus 
temores. 
Es una buena idea, según creo. Una forma de alcanzar 
determinados efectos públicos beneficiosos, sin violentar el 
consentimiento de sus destinatarios. Si se hace con transparencia y sin 
manipulación, es un buen instrumento para las políticas públicas. El 
ejemplo preferido en la literatura es el de una cafetería universitaria,
 en una Universidad que quiere aumentar los hábitos de alimentación 
saludable entre los estudiantes, y para hacerlo coloca los platos más 
saludables en los estantes que están a la altura de sus ojos, los menos 
saludables están en estantes menos accesibles a primera vista, pero 
accesibles en cualquier caso.   
        En segundo lugar, puede ser que estas medidas sean 
insuficientes, entonces -antes de decretar la vacunación obligatoria- es
 posible, como se ha comenzado a hacer en algunos lugares, hacer de la 
vacunación una condición necesaria para acceder a determinados sitios: 
aeropuertos, estaciones de tren o autobús, conciertos, restaurantes, 
etc. También es posible exigirlo para ejercer determinadas profesiones, 
como paradigmáticamente las profesiones sanitarias. Esta ya es una 
restricción de los derechos de los ciudadanos, pero se trata de una 
restricción menos grave que la que supone la vacunación obligatoria. 
    
    
        
    
    
    
    
                        
        
    
        Sólo si estos medios fracasasen, y la pandemia avanzase 
gravemente, entonces cabría plantearse la vacunación obligatoria. De 
hecho, en el razonamiento jurídico se suele considerar que una 
restricción de un derecho está justificada cuando el fin que se persigue
 es legítimo y la medida restrictiva es adecuada para conseguir su fin, 
necesaria -en el sentido que no hay una medida menos lesiva que permita 
alcanzarlo- y proporcional en sentido estricto, esto es, que se afecte 
al ejercicio del derecho en el menor grado posible compatible con la 
mayor satisfacción en el ejercicio del otro derecho. 
Es lo que se conoce
 como la técnica de la ponderación. De este proceso, entonces, surge una regla que establece de manera decisiva los deberes en cuestión en determinadas circunstancias.
    
    
        
    
    
    
    
                        
        
    
        Mucho más habría de decirse sobre todo ello. Pero mi propósito 
aquí es mostrar que la filosofía moral, y la teoría del razonamiento 
jurídico, contienen instrumentos finos y detallados para analizar las 
cuestiones más urgentes que nos preocupan. Es, también, subrayar el 
hecho de que la filosofía moral nos enseña que las cuestiones difíciles,
 a menudo, no tienen una respuesta de sí o no, aut-aut, sino que es preciso coser pacientemente los hilos de nuestras razones para elaborar la trama más adecuada para cada ocasión.   
(*) Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Pompeu Fabra
 
https://www.eldiario.es/opinion/tribuna-abierta/vacunas-deberes-morales_129_8201915.amp.html