CIUDAD DEL VATICANO.- Este 19 de abril, Viernes Santo, el Papa Francisco presidió la 
celebración de la Pasión del Señor en la Basílica de San Pedro en el 
Vaticano. 
En la Basílica desprovista de ornamentos e iluminada por una luz tenue 
en consonancia con la sobriedad de la ceremonia en la que no se celebró 
la Eucaristía, el Santo Padre, vestido de púrpura en recuerdo de la 
sangre de Cristo derramada en la Cruz, se postró en el suelo delante del
 altar para orar durante unos minutos.
Tras esos minutos de silenciosa oración, acompañado de los fieles 
presentes arrodillados, el Pontífice se puso de nuevo en pie para la 
liturgia de la Palabra en la que el Evangelio que relata la Pasión de 
Cristo fue leído completamente en latín.
Además de la oración del Papa ante el altar, un momento de especial 
emotividad espiritual fue la adoración de la Cruz aclamada tres veces 
con las palabras “Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la 
salvación del mundo. ¡Venid a adorarlo!”.
Al igual que en otros años, el predicador de la Casa Pontificia, P. 
Rainiero Cantalamessa, pronunció la homilía. Esta vez su prédica llevó 
por título “Despreciado y rechazado por los hombres”.
«Despreciado y evitado de los hombres,
como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos,
ante el cual se ocultan los rostros,
despreciado y desestimado» (Is 53,3).
Son las palabras proféticas de Isaías con las que se ha iniciado la 
liturgia la palabra de hoy. El relato de la pasión que ha seguido ha 
dado un nombre y un rostro a este misterioso hombre de dolores, 
despreciado y rechazado por los hombres: el nombre y el rostro de Jesús 
de Nazaret. Hoy queremos contemplar al Crucificado precisamente en esta 
apariencia: como el prototipo y el representante de todos los 
rechazados, los desheredados y los «descartados» de la tierra, aquellos 
ante los cuales se gira el rostro hacia otra parte para no ver.
Jesús no ha empezado ahora, en la pasión, a serlo. En toda su vida, él 
formó parte de ellos. Nació en un establo porque para los suyos «no 
había puesto en la posada» (Lc 2,7). Al presentarlo en el templo, los 
padres ofrecieron «un par de tórtolas o dos pichones», la ofrenda 
prescrita por la ley para los pobres que no podían permitirse el lujo de
 ofrecer un cordero (cf. Lev 12,8). Un auténtico certificado de pobreza 
en el Israel de entonces. Durante su vida pública, no tiene «dónde 
reclinar la cabeza» (Mt 8,20): un sintecho.
Y llegamos a la pasión. En el relato de ella hay un momento en el que no
 nos detenemos a menudo, pero que es muy significativo: Jesús en el 
pretorio de Pilato (cf. Mc 15,16-20). Los soldados han observado, en la 
explanada adyacente, un arbusto de espinos; han cogido un haz y se lo 
han presionado sobre la cabeza; sobre la espalda todavía sangrante por 
la flagelación, le han colocado un manto como burla; tiene las manos 
atadas con una tosca cuerda; en una le han puesto un haz de varas y en 
la otra una caña, símbolos jocosos de su realeza. Es el prototipo de las
 personas maniatadas, solas, en manos de soldados y bandidos que 
desfogan sobre los pobres desgraciados la rabia y la crueldad que han 
acumulado en la vida. ¡Torturado!
«¡Ecce homo!», ¡He aquí el hombre!, exclama Pilato, al presentarlo poco 
después al pueblo (Jn 19,5). Palabra que, después de Cristo, puede ser 
dicha del grupo sin fin de hombres y mujeres humillados, reducidos a 
objetos, privados de toda dignidad humana. «Si esto es un hombre»: el 
escritor Primo Levi tituló así el relato de su vida en el campo de 
exterminio de Auschwitz. En la cruz, Jesús de Nazaret se convierte en el
 emblema de toda esta humanidad «humillada y ofendida». Vendrían ganas 
de exclamar: «Despreciados, rechazados, parias de toda la tierra: ¡el 
hombre más grande de toda la historia ha sido uno de vosotros! A 
cualquier pueblo, raza o religión que pertenezcáis, tenéis el derecho de
 reclamarlo como vuestro.
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El escritor y teólogo afro-americano, Howard Thurman —aquel al que 
Martin Luther King consideraba su maestro y el inspirador de la lucha no
 violenta por los derechos civiles— escribió un libro titulado «Jesus 
and the Disinherited»[1] , Jesús y los desheredados. En él, hace ver lo 
que representó la figura de Jesús para los esclavos del Sur, de los que 
él mismo era un descendiente directo. En la privación de todo derecho y 
en la abyección más total, las palabras del Evangelio que repetía el 
ministro de culto negro, en la única reunión que se les consentía, daban
 nuevamente a los esclavos el sentido de su dignidad de hijos de Dios.
En este clima nacieron la mayoría de los cantos espirituales negros que 
todavía hoy conmueven al mundo[2] . En el momento de la subasta pública 
habían vivido el desgarro de ver a las esposas separadas de los maridos y
 a los padres respecto de los hijos, vendidos a dueños diferentes. Es 
fácil intuir con qué espíritu cantaban bajo el sol o en el interior de 
sus cabañas: «Nobody knows the trouble I have seen. Nobody knows, but 
Jesus»: Nadie sabe el dolor que he experimentado; nadie, excepto Jesús».
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Este no es el único significado de la pasión y muerte de Cristo y ni 
siquiera el más importante. El significado más profundo no es el social,
 sino el espiritual y místico. Aquella muerte redimió al mundo del 
pecado, llevó el amor de Dios al punto más lejano y más oscuro en el que
 la humanidad se había metido en su huida de él, es decir, en la muerte.
 No es, decía, el sentido más importante de la cruz, pero es el que 
todos, creyentes y no creyentes, pueden reconocer y acoger.
Todos, repito, no sólo los creyentes. Si por el hecho de su encarnación 
el Hijo de Dios se hizo hombre y se unió a toda la humanidad, por el 
modo en que se produjo su encarnación se ha hecho uno de los pobres y 
rechazados, ha abrazado su causa. Él mismo se ha encargado de 
asegurárnoslo cuando solemnemente afirmó que lo que hicimos por el 
hambriento, el desnudo, el preso, el exiliado, se lo hicimos a él y lo 
que omitimos hacérselo a ellos no se lo hicimos a Él (cf. Mt 25, 31-46).
Pero no podemos detenernos aquí. Si Jesús solo tuviera esto que decir a 
los desheredados del mundo, no sería más que uno entre ellos, un ejemplo
 de dignidad en la desventura y nada más. Más aún, sería una prueba 
ulterior a cargo de Dios que permite todo esto. Es conocida la reacción 
indignada de Iván, el hermano rebelde de los hermanos Karamazov, de 
Dostoievski, cuando el hermano menor, Aliosha, le menciona a Jesús: 
«¡Ah, se trata del Único sin pecado y de su sangre! No, no me había 
olvidado de él: y más aún, me maravillaba, mientras se discutía, cómo 
era posible que tardaras tanto en sacarlo contigo, ya que comúnmente, en
 los debates, todos los de vuestra parte le ponen a Él ante que 
cualquier otra cosa»[3] .
Efectivamente, el Evangelio no se detiene aquí; dice también otra cosa, 
¡dice que el Crucificado ha resucitado! En él se produjo un vuelco total
 de las partes: el vencido se ha convertido en vencedor, el juzgado se 
ha convertido en el juez, «la piedra descartada por los arquitectos se 
ha convertido en piedra angular» (cf. Hch 4,11). La última palabra no ha
 sido y no será nunca la de la injusticia y la opresión. Jesús no ha 
devuelto sólo una dignidad a los desheredados del mundo; ¡les ha dado 
una esperanza!
En los tres primeros siglos de la Iglesia la celebración de la Pascua no
 estaba distribuida como ahora, en varios días: Viernes Santo, Sábado 
Santo y Domingo de Pascua. Todo estaba concentrado en un solo día. En la
 Vigilia pascual se conmemoraba tanto la muerte como la resurrección. 
Más concretamente, ni la muerte ni la resurrección se conmemoraban como 
hechos distintos y separados; se conmemoraba, más bien, el tránsito de 
Cristo de una a otra, de la muerte a la vida. La palabra «Pascua» 
(pasech) significa tránsito: paso del pueblo hebreo de la esclavitud a 
la libertad, tránsito de Cristo de este mundo al Padre (cf. Jn 13,1) y 
tránsito, del pecado a la gracia, de los creyentes en él.
Es la fiesta del vuelco obrado por Dios y realizado en Cristo; es el 
comienzo y la promesa del único cambio pleno totalmente justo e 
irreversible en la suerte de la humanidad. ¡Pobres, excluidos, 
pertenecientes a distintas formas de esclavitud todavía en curso en 
nuestra sociedad: la Pascua es vuestra fiesta!
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La cruz contiene también un mensaje para aquellos que están en la otra 
orilla: para los poderosos, los fuertes, los que se sienten tranquilos 
en su papel de «vencedores». Y es un mensaje, como siempre, de amor y de
 salvación, no de odio o venganza. Les recuerda que al final están 
vinculados al mismo destino de todos; que débiles y poderosos, inermes y
 tiranos, todos están sometidos a la misma ley y a los mismos límites 
humanos. La muerte, como la espada de Damocles, pende sobre la cabeza de
 cada uno, colgada de un hilo. Pone en guardia contra el peor mal para 
el hombre que es la ilusión de la omnipotencia. No hay que ir demasiado 
para atrás en el tiempo, basta repensar la historia reciente para darnos
 cuenta de lo frecuente que es este peligro y a cuántas personas y 
pueblos lleva a la catástrofe.
La Escritura tiene palabras de sabiduría eterna dirigidas a los dominadores de la escena de este mundo:
«Aprended, gobernantes de toda la tierra...
los poderosos serán examinados con rigor» (Sab 6,1.6).
En la prosperidad el hombre no comprende,
es parecido a las bestias que mueren» (Sal 49,21).
«¿Para qué le sirve al hombre ganar el mundo entero
si luego pierde su alma o se destruye a sí mismo?» (Lc 9,25)
La Iglesia ha recibido el mandato de su fundador de ponerse de la parte 
de los pobres y los débiles, de ser la voz de quien no tiene voz y, 
gracias a Dios, es lo que hace, sobre todo en su pastor supremo.
La segunda tarea histórica que las religiones deben, juntas, asumir hoy,
 además de promover la paz, es no permanecer en silencio ante el 
espectáculo que está ante la mirada de todos. Pocos privilegiados poseen
 bienes que no podrían consumir, aunque viviesen incluso siglos enteros y
 masas aniquiladas de pobres que no tienen un trozo de pan y un sorbo de
 agua por dar a sus hijos. Ninguna religión puede permanecer 
indiferente, porque el Dios de todas las religiones no es indiferente 
ante todo esto.
Volvamos a la profecía de Isaías de la que hemos partido. Comienza con 
la descripción de la humillación del Siervo de Dios, pero se concluye 
con la descripción de su exaltación final. Es Dios que habla:
«Por los trabajos de su alma verá la luz […]
Le daré una multitud como parte,
tendrá como despojo una muchedumbre.
Porque expuso su vida a la muerte
y fue contado entre los pecadores,
él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores».
Dentro de dos días, con el anuncio de la resurrección de Cristo, la 
liturgia dará un nombre y un rostro también en este triunfador. Velemos y
 meditamos en espera.