Tanto lamentar que el latín haya sido 
expulsado de los planes de estudio, y resulta que el pueblo llano lo 
conjuga cada día, aunque sólo sea con un único término: Vox. La 
palabrita es perfecta, fácil de traducir, y cuenta con una equis 
enfática que permite prolongarla fonéticamente a pesar de su brevedad. 
Contiene, además, la implícita connotación de que, por fin, alguien se 
atreve al alzar la voz con lo que muchos pensaban en secreto y, de 
pronto, por una sucesión de acontecimientos acumulados, el grito deja de
 resistirse al borde de la garganta, y sale con fuerza, literalmente sin
 complejos. 
 Es como un 
puñetazo (Vox) suavizado precisamente por su sonoridad clásica, que la 
inviste de un prestigio antiguo. Escuchamos cada día en bares, calles y 
plazas la palabra Vox como si fuera una clave, una consigna secreta, y 
la emite gente con la barbilla levantada, en actitud, como a la espera 
de rechazo para replicar con una interminable retahíla cuya naturaleza 
el lector ya puede suponer. 
Quienes la proclaman son personas 
insospechadas, que hasta ahora uno percibía como escuchantes antes que 
como interpelantes. Te aparecen por cualquier esquina, cargadas de 
razones perfectamente estructuradas, por fin dotadas de una mercancía 
convalidable que saben compartida por otros muchos y, después de las 
elecciones andaluzas, avalada por un tsunami creciente de votos. Se han 
venido arriba.
Te entran en las terrazas, en las oficinas y mientras 
paseas, ofreciéndote la buena nueva de la militancia por el módico 
precio de diez euros mensuales y ni siquiera te preguntan a quién has 
votado antes, como si fichar por Vox fuera una oportunidad equivalente a
 la adquisición de un décimo de lotería. Si lo rechazas, allá tú. 
 Vox
 es una cosa seria, conviene advertirlo. Se fortalece en ideas 
compactas, cerradas, algunas de ellas reptilianas y por esto imbatibles 
en circunstancias de crisis, no tanto económica como institucional. 
Ganan la batalla cuando, aun dando un manotazo para rechazarlos, 
interiormente admitimos que en algún aspecto, en esto o en aquello, 
alguna razón les asiste. Es la vía de agua que buscan. 
Y esto es 
inevitable para sectores decepcionados de la vieja y de la nueva 
política cuando el bloque que se les opone, integrado incluso por la 
propia derecha, carece a veces de respuestas claras, transparentes y 
practicables para el desafío básico que plantean. 
 Los
 discursos políticos que aspiran a la credibilidad han de ser 
necesariamente complejos, pues complejo es el mundo que habitamos, pero 
Vox viene a poner las cosas negro sobre blanco: todo es más sencillo de 
lo que parece, y así pueden sugerir que retrocedemos en el tiempo, 
cuando todo tenía un sentido. 
Vox apela a la nostalgia de la sencillez 
de un mundo de aldea, a una especie de ley natural por la que las cosas 
debieran ser como siempre han sido, y esto en el engañoso supuesto de 
que las cosas nunca han sido antes tan complejas como ahora. 
 Vox
 cunde, sigo advirtiendo, pues no hay más que salir a la calle y 
transitar por círculos no complacientes, especialmente por aquellos a 
los que apela la izquierda como fetiche retórico, es decir, por donde 
andan los currelas. 
La izquierda se ha encerrado en una jerga 
intraducible, muy práctica para sus debates internos, pero ajena a la 
capacidad de escucha del impaciente populus, y la derecha permanece 
perpleja ante el hecho de que la cola apaciguada de una de sus 
extremidades se haya reivindicado como entidad propia. 
 El
 experimento Podemos quedó clausurado como alternativa al descontento en
 el trayecto de la Puerta del Sol a Galapagar, y ahí quedó varada la 
posibilidad de que la desafección con el sistema pudiera protagonizarla 
la izquierda en nuestros lares, sobre todo porque las referencias de 
ésta, Grecia y Venezuela, aparecían neutralizadas desde antes de que las
 esgrimieran. 
El PSOE sufrió de estupefacción cuando a su margen surgió 
Podemos, y quiso pararlo escorándose hacia la posición de éste ante la 
inquietud no sólo de sus votantes sino de sus propios militantes y, 
sobre todo, de sus cuadros desplazados por la inercia imitativa a 
Podemos. 
El efecto lo está sufriendo ahora el PP, que se ve impulsado a 
la derecha nítida para tratar de rescatar a los abducidos por el efecto 
Vox, pero con esta actitud, como antes le ocurrió al PSOE con Podemos, 
sólo consigue trasmitir su propia desnaturalización, si bien es cierto 
que a los populares parece producirles una menor convulsión el 
deslenguamiento derechista. 
Sin embargo, llegan tarde: el efecto es que 
el PP es la copia, no el original. Véase a Teodoro García hace unos días
 reivindicando la bondad de las artes de la caza en el Teatro Circo de 
Murcia cuando nadie en la Región había puesto esa cuestión sobre la 
mesa. ¡El PP asumiendo el programa de un partido minoritario como Vox en
 un epígrafe aparentemente inverosímil! 
El principio de la derrota. La 
caza, los toros y las procesiones de Semana Santa como problema 
principal del país. ¿Y dónde queda las pesca? O por recurrir a una 
frivolidad: ¿Y el paro y la precariedad laboral, por ejemplo? 
 El
 PSOE, sin embargo, está a punto de dar un capotazo. Quiere girar a su 
ser. Y para esto, pretende provocar un conflicto gráfico en Cataluña que
 le permita aplicar en algún grado el 155 de la Constitución, aun sin 
aplicarlo expresamente, para quitarse de la chepa el estigma 
electoralmente lo carcome. Quiere hacerlo, pero no por demanda del PP, 
sino por consecuencia de su propio protagonismo, cuando el Gobierno de 
España tenga que aparecer encapsulado en uno de los territorios de la 
nación que gobierna.
 Vox, 
mientras tanto, emerge entre las clases populares. Las encuestas lo 
alientan, pero el fracaso de las encuestas lo alientan aún más. Si pasan
 de uno a doce en Andalucía ¿a cuánto pasarán desde dos en Murcia? Nadie
 cree que Abascal pueda asaltar los cielos; a lo que temen realmente los
 otros partidos, a derecha o a izquierda, es a verse obligados a pactar 
con Vox. En Europa ya es moneda corriente con los equivalentes, de modo 
que ¿por qué no habría de ser igual aquí?
 La
 emergencia de Vox en el runrún de la calle es un dato al alcance de 
cualquiera que no vaya de misa a su casa y de su casa a misa. La 
responsabilidad de este fenómeno no es la gracia de Vox sino los 
partidos que le han ofrecido un generoso espacio de apelación a un 
discurso primitivo que no han sido capaces de cubrir con su jergas de 
mesa camilla. Los lamentos por el resurgir de la bicha son muy 
consoladores para las convicciones propias, pero infructuosos para que 
el latín monosilábico se siga extendiendo en la plaza pública. 
  
 El que avisa no es traidor.
(*) Columnista