Mis últimas indagaciones sobre la situación del 
“espíritu ferroviario” de los murcianos me ha alarmado por no 
encontrarlo, en absoluto, capaz ni decidido a afrontar los despojos y 
humillaciones que describen a las políticas de RENFE y ADIF para nuestra
 tierra. 
Afectadas ambas por el “virus del AVE”, y logrado el 
encantamiento que esta rapaz mecánica produce en tantos españoles, 
incluidos los murcianos, la mala ralea de los tecnócratas del transporte
 nos prepara estragos importantes a los que hay que hacer frente.
Al AVE hay que “dirigirse” destacando su naturaleza rapaz, 
exclusivista, cara y absurda, por lo que constituye una agresión social 
de primera magnitud. Por eso deja, a su paso, líneas de ferrocarril 
cerradas o desmanteladas, y decenas de pueblos y ciudades sin servicio, 
teniendo la gente que recurrir al automóvil y al autobús para 
trasladarse. 
Con el trazado radial y esquelético de las vías del AVE por
 la Península, este tren incrementa los tráficos interurbanos por 
carretera, así como -inevitablemente- los de larga distancia. Anula, 
así, una de las ventajas tradicionales -e imbatibles- del tren como 
alternativa a la carretera. 
Circulando a 300 km/h, y queriendo competir 
con el avión, el AVE lo rompe y envilece todo en cuanto a modo de 
transporte, desequilibra el territorio, vulnera el carácter 
eminentemente social del tren, produce impactos ambientales demoledores y
 nos regala, como resumen, un pan como unas hostias.
La Región de Murcia, de dirigencia política inepta y malvada, y de 
opinión pública endeble y secuestrada, ha caído en la trampa del AVE 
gozosa y confiadamente, sin tener más referencia “socio política” que el 
acceder a lo que otros ya tienen, quejándose como siempre de ser “la 
última”, de ir “detrás de Alicante” y de ser “menospreciada por Madrid”. 
La consecuencia de esta tontuna colectiva -desapego, pueblerinismo-, 
tan ampliamente compartida, ha sido perder el tren en la línea 
estructural Murcia-Albacete, por Cieza y Hellín, y en el histórico ramal
 a Águilas. 
En su lugar, se ha decidido “reforzar” el eje mediterráneo y
 llevar a los viajeros por un periplo geográfico absurdo, fiando el 
objetivo a la velocidad y considerando que a 300 km/h las distancias no 
cuentan ni el consumo de energético que conllevan. 
(Ese engendro 
arquitectónico anti estético, caótico y sublunar, que revela a la nueva 
estación subterránea de Murcia, se empareja perfectamente con la 
procacidad global con que la región se relaciona con el ferrocarril).
Porque cuando el criterio rector es la velocidad y no la distancia ni
 la geografía, el resultado ambiental ha de ser funesto inevitablemente.
 Y ahí está el itinerario Madrid-Murcia por Alicante, Albacete y Cuenca,
 que es una producción tecno-económica (pero de dirección política) 
digna de profesionales descerebrados de la ingeniería y pervertidos de 
la economía (y, en ambos casos, analfabetos ambientales). 
El AVE 
evidencia, además, que los tiempos no han introducido ninguna mejora en 
conocimiento o voluntad en la política de transportes, pese al esfuerzo 
singular de crítica propositiva realizado en la década de 1970 cuando, 
contra la dictadura decrépita el paradigma de la ordenación del 
territorio esgrimido por los ecologistas mantenía la esperanza de un 
futuro cercano con dirigentes políticos mejorados.
Junto a la eliminación del itinerario más directo y sensato entre 
Murcia y Madrid, la otra ofensa que los murcianos parecen dispuestos a 
encajar es la que se cierne sobre Águilas, es decir, ese ramal histórico
 de la empresa británica The Great Southern of Spain Railway Company Limited, en
 funcionamiento desde 1890 hasta que hace dos años quedara sin servicio 
junto con el tramo Murcia-Lorca-Almendricos, como efecto de las obras 
del futuro AVE desde Murcia hacia Almería. 
Estas obras y estos planes, 
vinculados con la extensión del AVE (por una línea ruinosa de necesidad 
entre Lorca y Almería) amenazan el enlace ferroviario de Águilas, pese a
 las “originarias” promesas de ADIF que, conociendo el aire economicista
 de sus rectores, no deben tenerse por serias ni sinceras.
Y en este ambiente más que sospechoso de futura agresión de ADIF al 
pueblo de Águilas y su historia, hay que contemplar la alegre actitud de
 su alcaldesa actual, que cree estar negociando con ADIF un plan que 
ninguna de las dos partes quiere revelar porque ni está claro ni se 
acomete con lealtad. 
Así, la alcaldesa socialista de Águilas espera que 
se recupere el ramal ferroviario, ahora desde Pulpí, a escasos 15 km de 
Águilas, con una nueva estación netamente separada de las -históricas, 
meritorias e incluso grandiosas- instalaciones ferroviarias de lo que 
fue cabeza técnica de la Great Southern,
 estación que, medio negociada con propietarios de la periferia 
aguileña, se ubicaría en un lugar nuevo y remoto. 
Y las vías y las 
todavía extensas propiedades de la actual ADIF pasarían a ser bocado 
apetitoso de promotores y constructores. 
Más o menos relacionados con 
esta conspiración está el relativo fomento de actos de recuerdo y 
reconocimiento del pasado ferroviario aguileño, haciendo justicia a 
aquellos ingleses y aquellas espectaculares obras de ingeniería mientras
 se prepara la ruptura y desintegración del tren respecto de ese pasado,
 que los politicastros de hoy han decidido convertirlo en un tiempo 
inútil y que hay que “superar”. 
Así que se ensalza el pasado para 
adormecer la opinión pública y cercenar el futuro.
La alcaldesa no sabe, ni tiene interés en sospechar, que lo que puede 
estar tramando ADIF es descartar ese ramal y esa conexión ferroviaria de
 Águilas con la red nacional, proponiendo una solución consistente en un
 servicio de autobuses que enlacen la futura estación de Pulpí con 
Águilas, dando por finalizada de un plumazo la historia ferroviaria de 
Águilas.
 Porque ADIF, con el estilo despótico que ha acuñado bajo el 
imperio de la alta velocidad, pretende que ciudadanos e instituciones se
 allanen ante sus proyectos de infraestructuras del AVE sin decir ni mu:
 tan necesario y estratégico para el país considera que es ese maldito 
tren. 
Y RENFE, igualmente manejada por tecnócratas desalmados, incultos y
 antisociales, se permite desarticular el territorio, en sus bases 
fundamentales y de mayor alcance social, por sus santos objetivos de 
llevar el tren loco a los cuatro sitios que considera rentables.
Los tecnócratas del ferrocarril actual parecen ignorar que ni RENFE 
ni ADIF ni el ferrocarril les pertenece, y que su función es la de 
depositarios responsables del cumplimiento de un fin eminentemente 
social. 
Y ni se plantean el inconmensurable coste global de la 
inseguridad de las carreteras (bueno, sí es mensurable: estamos hablando
 de un 2/3 por 100 del PIB), que es algo que ridiculiza los argumentos 
de la falta de rentabilidad de ciertas líneas ferroviarias, pero esta es
 una reflexión social que estos tecnócratas ni huelen. 
Y tampoco sienten
 que el sistema ferroviario pertenece a la ciudadanía, no solamente en 
cuanto pobladores de un país que necesita disponer de un sistema 
integrado, lo más denso posible, de líneas férreas y sus servicios 
correspondientes, sino porque la construcción del mismo la han 
realizado, durante casi dos siglos, las manos de la ciudadanía 
trabajadora, y porque sus miles de empleados han dedicado su vida 
laboral a facilitar el movimiento -las relaciones humanas y los afectos,
 la actividad económica y los negocios- dentro del país construyendo ese
 “espíritu ferroviario”, eminentemente descrito como actitud de entrega,
 para que todo eso funcionara, aun con dificultades técnicas y 
presupuestarias ajenas totalmente a su papel laboral y social. 
Esta 
reflexión, que no entra en la cabeza de los tecnócratas, es, sin 
embargo, el núcleo de la argumentación en favor del tren útil social y 
ambientalmente.
 Que la propiedad pública, al menos en este caso, no está
 asignada a un cuerpo de tecnócratas o políticos intermediarios entre un
 poder abstracto y una sociedad más abstracta aún, sino que es cosa que 
nos toca y pertenece a cada uno de los ciudadanos de este país, con 
nombres y apellidos.
Pero nuestros políticos dirigiendo el transporte, y esos tecnócratas 
con la misión de rentabilizarlo, se dedican a engañarse a ellos mismos, a
 maltratar nuestra inteligencia y a malgastar los recursos públicos: son
 unos auténticos traidores al pueblo y a la patria, y hay que encontrar 
la forma de, primero, castigarlos con el desprecio de la gente, segundo,
 enviarlos a un centro ad hoc de reeducación sobre costes 
comparativos del transporte (incluyendo los ambientales), a ver si se 
enteran, y, tercero, inhabilitarlos definitivamente para cualquier 
empleo o puesto públicos, por su alta peligrosidad social.
Con mi nieto Pedro, al que saludaban los maquinistas con un pitido al
 verlo tantas noches conmigo, entusiasmado, al paso del último tren, 
recorro las vías silenciosas y cubiertas de hierba y herrumbre, pero que
 lo atraen de una forma que me emociona, como conjurándolas a que 
recobren su vida y su futuro. 
El no entiende muy bien -tampoco yo- eso 
de que las obras del AVE nos tendrán sin tren durante cinco años, y me 
pregunta que por qué no hay tren. El otro día, al llegar a casa se lanzó
 sobre un folio y me dibujó el tren, el maquinista, el paso a nivel y un
 texto, “Quiero que vuelva el tren”, al que respondí, para mi caletre, 
con una enfurecida promesa. 
Cada uno a su manera, ambos nos juramentamos
 para conseguir que nos devuelvan el tren, nuestro tren, por donde 
siempre circuló, siguiendo la sabiduría de aquellos profesionales 
amantes del tren cuyo recuerdo se quiere ennoblecer, precisamente, para 
disimular la necedad de sus enemigos de ahora.
 
(*) Ingeniero, profesor, activista ambiental y escritor