MADRID.- El hallazgo 
de nuevos datos (literarios, artísticos y, sobre todo, económicos) 
demuestra claramente que las corridas de toros, en el sentido moderno de
 la palabra, se celebraban ya en España, por lo menos, desde el siglo 
XVII; probablemente, bastante antes. Es decir, cien años antes de la 
tesis clásica de Cossío, que las sitúa en la segunda mitad del siglo XVIII, la época de Goya. Un reciente libro de Gonzalo Santonja, «Los toros del Siglo de Oro. Anales segovianos de la Fiesta», lo demuestra con muy sólidos documentos, publica Abc.
Lo esencial es el hallazgo de las puntualísimas cuentas que presenta al Ayuntamiento de Segovia, desde 1634 a 1679, Juan Pérez Borregón,
 «agente y contador», como encargado de organizar los festejos taurinos 
de la ciudad; es decir, un precursor de lo que hoy sería un empresario 
taurino y apoderado de toreros.
Las tesis de Santonja, planteadas ya en 
estudios anteriores, a partir de testimonios literarios y artísticos 
(capiteles, pinturas, azulejos de Talavera de la Reina, los relieves de 
la escalera de la Universidad de Salamanca…) encuentran ahora un 
fundamento sólido, muy difícil de rebatir, por el carácter objetivo de 
los datos económicos y la minuciosidad con que este profesional 
justifica sus trabajos.
Para apreciar la gran novedad que todo esto supone, conviene recordar brevemente los antecedentes del debate.
Los juegos con el toro
Son
 de sobra conocidos los juegos con los toros que tenían lugar en el 
Oriente próximo, en Grecia y otras zonas europeas. Se hacían con un 
animal, el «uro», antecedente primitivo del toro bravo, que existió en 
buena parte de Europa. Todavía Ortega y Gasset encontró en Alemania un dibujo del siglo XVII del «uro» primitivo.
¿Por qué 
no se extinguió esa especie en España, como en otras zonas europeas? 
Evidentemente, por la afición espontánea del pueblo español a jugar con 
los toros. Lo atestigua rotundamente Sebastián de Covarrubias,
 en su «Tesoro de la lengua castellana o española» (1611), el primer 
diccionario monolingüe del castellano: «Los españoles son apasionados 
por el correr de los toros».
Este hecho indiscutible ha dado lugar
 a novelerías, como el presunto origen árabe de los juegos taurinos y la
 leyenda del Cid . Así lo recoge Nicolás Fernández de Moratín (su
 condición de ilustrado no le impide ser gran aficionado, en contra de 
lo que ahora se ha argüido) , en su conocido poema «Fiesta de toros en 
Madrid»: «Sobre un caballo alazano / cubierto de galas y oro, / demanda 
licencia, urbano, / para alancear a un toro / un caballero cristiano». Y
 de ahí pasa a los grabados de Goya.
La explicación más seria la da Ángel Álvarez de Miranda,
 el primer historiador de las religiones español, en su libro básico 
«Ritos y juegos del toro»: el toro es, para el hombre primitivo, un 
depósito de energía creadora, reproductiva, que cree poder utilizar para
 sus fines. El rito sagrado se convierte luego en un juego y en un 
espectáculo profano (las corridas).
La teoría de Cossío
Explica Cossío
 que, en los Siglos de Oro, realizan juegos ecuestres con el toro los 
caballeros -obviamente, sin cobrar por ello-, que cuentan con ayudantes 
populares, a pie. La corrida moderna nace en la segunda mitad del siglo 
XVIII, con una serie de novedades: lidian a pie toreros profesionales, 
que cobran; nacen las ganaderías, las Plazas de toros y las 
«Tauromaquias».
Gonzalo 
Santonja ha rectificado ya esta teoría en varios estudios. Para los 
festejos segovianos del siglo XVII, se basa en dos libros hoy olvidados,
 las «Encenias», de Simón Díaz y Frías, y los «Milagros de Nuestra señora de la Fuencisla», de Jerónimo de Alcalá Yáñez. 
Además, lo esencial que aporta y lo que parece imposible de rebatir son las cuentas de este personaje, hasta ahora desconocido, Juan Pérez Borregón,
 que, al enumerar sus gastos, describe sus tareas. Se ocupa de preparar 
el recinto, elige los toros, contrata los toreros a pie (profesionales, 
por supuesto).
El que triunfaba -matador o ganadero- volvía al año 
siguiente. A un tal Vergara le da un sobresueldo por torear con «cuatro 
rejoncillos» («banderillas»). Alguna vez, para adornar la fiesta, 
contrata también a músicos y danzantes, se preocupa por el vestuario 
adecuado, socorre a un torero herido…
En apéndice, nos ofrece Santonja algo muy nuevo: la lista y datos básicos de casi cuarenta toreros y unos treinta ganaderos, que actuaban profesionalmente en Segovia, en esta época.
Durante
 años, por supuesto, los viejos alardes caballerescos, ya en decadencia,
 coexistieron con el nuevo espectáculo del toreo a pie. El «eslabón 
perdido» de esta evolución sería un tal Francisco de la Calle, que, en 1647, alternó con los nobles a caballo, no como auxiliar y, por supuesto, cobrando.
Santonja
 saca conclusiones evidentes: la corrida de toros a pie, con toreros 
profesionales, era ya el centro de las fiestas segovianas (y, por 
supuesto, de otras ciudades castellanas) en el siglo XVII. Los toros 
eran de pura cepa castellana. En la fiesta había ya claros antecedentes de toda la lidia moderna:
 capa y muleta, picador, banderillas y suerte de matar. En las 
festividades religiosas, organizaban estos festejos las cofradías y los 
ayuntamientos. Gracias a este oficio, gente humilde, sin letras, se 
ganaba la vida con libertad y el pueblo disfrutaba. Ya entonces, la 
fiesta de los toros era la fiesta de todos.
Algo que está desde hace siglos en la entraña del pueblo español es lo que ahora intentan suprimir algunos. Ya lo cantó Rafel Alberti, que no era precisamente de derechas: «Ese toro metido en las venas que tiene mi gente».
Suele 
admitirse que el género comienza con la que aparece en el “Diario de 
Madrid”, el jueves 20 de junio de 1793, firmada por “Un curioso”. 
Aporta
 Gonzalo Santonja un ejemplo ciento treinta años anterior: lo que 
escriben un curioso clérigo, Simón Díaz y Frías, y un notable escritor, 
Jerónimo de Alcalá Yáñez (autor de la novela picaresca “El donado 
hablador, vida y aventuras de Alonso, mozo de muchos amos”) sobre el 
festejo taurino celebrado en Segovia el 16 de septiembre de 1613, dos 
años antes de la publicación de la Segunda Parte del “Quijote”. 
Lidiaron
 “seis leones” (la consabida metáfora barroca), traídos de Zamora, 
“cuatro famosos toreadores”. Los toros “por extremo fueron muy bravos”. 
Los tres primeros fueron toreados a pie; el cuarto, a pie y por un 
picador; el quinto, por los nobles, a caballo; el último, por la noche, 
como un toro de fuego.
Alternaron toreros veteranos con un mozuelo de 
hasta dieciocho años”, que enardeció al público , plantado en los 
medios, citando de lejos, provocando la arrancada para burlar al toro, 
con el capote:
“Aguardaba en medio de la plaza con grande ánimo y 
osadía. Teniendo la mitad de la capa en la mano y la otra en el suelo, 
lo dejaba llegar tan cerca que la pisaba, y, al tiempo de hacer el golpe
 (el toro), se la echaba de suerte que no veía en quién ejecutarlo”.
Es, quizá, la primera crónica en la que se describe el lance de la verónica.
A
 estas “grandiosas fiestas acudió mucha gente de toda la comarca”: hubo 
luces, ministriles con música, repicaron las campanas y el pueblo 
disfrutó tanto que, con sus voces, “parecía hundirse la ciudad”.