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 idea de un mundo situado bajo “vigilancia total” ha parecido durante 
mucho tiempo un delirio utópico o paranoico, fruto de la imaginación más
 o menos alucinada de los obsesos de la conspiración. Sin embargo, hay 
que reconocer la evidencia: vivimos, aquí y ahora, bajo la mirada de una
 especie de imperio de la vigilancia. Sin que lo sepamos, cada vez más 
nos observan, nos espían, nos vigilan, nos controlan, nos fichan. Cada 
día, nuevas tecnologías se refinan en el seguimiento de nuestro rastro. 
Empresas comerciales y agencias publicitarias registran nuestra vida. 
Pero, sobre todo, bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo o 
contra otras plagas (pornografía infantil, blanqueo de dinero, 
narcotráfico), los Gobiernos  –incluidos los más democráticos– se erigen
 en Gran Hermano y ya no dudan en infringir sus propias leyes 
para espiarnos mejor. En secreto, los nuevos Estados orwellianos  buscan
 establecer ficheros exhaustivos de nuestros contactos y de nuestros 
datos personales tal y como figuran en diferentes soportes electrónicos.
Tras
 la ola de ataques terroristas que ha golpeado, desde hace algunos años,
 ciudades como Nueva York, París, Boston, Ottawa, Londres o Madrid, las 
autoridades no han dudado en utilizar el gran pavor de las sociedades 
conmocionadas para intensificar la vigilancia y para reducir más la 
protección de nuestra vida privada.  
Entendámonos: el problema no es la vigilancia en general, es la vigilancia masiva clandestina.
 Es evidente que, en un Estado democrático, las autoridades cuentan con 
toda la legitimidad, basándose en la ley y con la autorización previa de
 un juez, para poner bajo vigilancia a cualquier persona que consideren 
sospechosa. Como dice Edward Snowden: “No hay ningún problema si se 
trata de poner bajo escucha a  Osama Bin Laden. Siempre que los 
investigadores tengan que disponer del permiso de un juez –un juez 
independiente, un juez auténtico, no un juez secreto–, y puedan probar 
que existe una buena razón para emitir una orden, entonces pueden llevar
 a cabo ese trabajo. El problema se plantea cuando nos controlan a 
todos, en masa, todo el tiempo y sin ninguna justificación” (1). 
Con
 ayuda de algoritmos cada vez más perfeccionados, miles de 
investigadores, de ingenieros, de matemáticos, de estadistas y de 
informáticos buscan y clasifican la información que generamos sobre 
nosotros mismos. Satélites y drones de mirada penetrante nos siguen 
desde el espacio. En las terminales de los aeropuertos, escáneres 
biométricos analizan nuestros andares, “leen” nuestro iris y nuestras 
huellas digitales. Cámaras de infrarrojos miden nuestra temperatura. Las
 pupilas silenciosas de las cámaras de vídeo nos escrutan en las aceras 
de las ciudades o en los pasillos de los hipermercados. También siguen 
nuestra pista en el trabajo, en las calles, en el autobús, en el banco, 
en el metro, en el estadio, en los aparcamientos, en los ascensores, en 
los centros comerciales, en las carreteras, en las estaciones, en los 
aeropuertos...
Cabe
 señalar que la inimaginable revolución digital que vivimos, que ya ha 
transformado tantas actividades y profesiones, también ha trastornado 
totalmente el ámbito de los servicios de información y de la vigilancia.
 En la época de Internet, la vigilancia ha pasado a ser algo 
omnipresente y perfectamente inmaterial, imperceptible, “indetectable”, 
 invisible. Además, se caracteriza técnicamente por una simplicidad 
pasmosa. Se acabaron los trabajos de albañilería para instalar cables y 
micrófonos, como en la célebre película La Conversación (2), 
donde podíamos ver cómo un grupo de “fontaneros” presentaba, en un Feria
 consagrada a las técnicas de vigilancia, ‘chivatos’ más o menos 
elaborados equipados con  cajas rebosantes de cables eléctricos que 
había que esconder en los muros o en el suelo...
Varios
 estrepitosos escándalos de esa época –el caso Watergate en Estados 
Unidos, el de los “fontaneros de Le Canard enchaîné” en Francia–, 
fracasos humillantes para las oficinas de los servicios de información, 
demostraron los límites de estos antiguos métodos mecánicos, fácilmente 
detectables y localizables.
Hoy en día, poner a alguien bajo 
escucha ha pasado a ser algo de una facilidad desconcertante. Al alcance
 del primero que llega. Una persona normal y corriente que quiera espiar
 a alguien de su entorno puede encontrar en venta libre en el comercio 
un amplio abanico de opciones: nada menos que media docena de programas 
informáticos para espiar (mSpy, GsmSpy, FlexiSpy, Spyera, EasySpy) que 
“leen” sin problemas los contenidos de los teléfonos móviles: mensajes 
de texto, correos electrónicos, cuentas en Facebook, Whatsapp, Twitter, 
etc. Con el auge del consumo en línea, la vigilancia de tipo comercial 
también se ha desarrollado enormemente, dando lugar a un gigantesco 
mercado de nuestros datos personales, que se han convertido en 
mercancías. Durante cada una de nuestras conexiones a una página web, 
las cookies guardan el conjunto de las búsquedas realizadas y permiten 
establecer nuestro perfil de consumidor. En menos de veinte milésimas de
 segundo, el editor de la página visitada vende a los posibles 
anunciantes la información que nos concierne revelada por las cookies. 
Apenas unas milésimas de segundo más tarde, la publicidad que se supone 
que causa más impacto en nosotros aparece en nuestra pantalla. Y así 
quedamos ya fichados definitivamente.
De
 alguna manera, la vigilancia se ha “privatizado” y “democratizado”. Ya 
no es un asunto reservado sólo a los servicios estatales de información.
 Pero, a la vez, la capacidad de los Estados en materia de espionaje 
masivo ha crecido de modo exponencial. Y esto también se debe a la 
estrecha complicidad entablada con las grandes empresas privadas que 
dominan las industrias de la informática y de las telecomunicaciones. 
Julian Assange lo afirma: “Las nuevas sociedades como Google, Apple, 
Amazon y, más recientemente, Facebook han tejido estrechos vínculos con 
el aparato de Estado en Washington, en particular con los responsables 
de Asuntos Exteriores” (3). Este Complejo de la seguridad y de lo 
digital –Estado + aparato militar de seguridad + industrias gigantes de 
la Web– constituye un auténtico imperio de la vigilancia cuyo objetivo, 
muy concreto y muy claro, es poner Internet, todo Internet y a todos los
 internautas bajo escucha. Para controlar la sociedad.
Para
 las generaciones de menos de cuarenta años, la Red es, simplemente, el 
ecosistema en el que han pulido su mente, su curiosidad, sus gustos y su
 personalidad. Desde su punto de vista, Internet no es sólo una 
herramienta autónoma que se utilizaría para tareas concretas. Es una 
inmensa esfera intelectual donde se aprende a explorar libremente todos 
los saberes. Y, de forma simultánea, un ágora sin límites, un foro donde
 las personas se reúnen, dialogan, intercambian y adquieren, a menudo de
 forma compartida, una cultura, conocimientos, valores.
Internet
 representa, a ojos de estas nuevas generaciones, lo que era para sus 
mayores, de forma simultánea, la escuela y la biblioteca, el arte y la 
enciclopedia, la polis y el templo, el mercado y la cooperativa, el 
estadio y el escenario, el viaje y los juegos, el circo y el burdel... 
Es tan fabuloso que “el individuo, en su placer por evolucionar en un 
universo tecnológico, no se preocupa por saber, y menos aún por 
comprender, que las máquinas gestionan su día a día. Que cada uno de sus
 actos y gestos es grabado, filtrado, analizado y, eventualmente, 
vigilado. Que, lejos de liberarlo de sus obstáculos físicos, la 
informática de la comunicación constituye sin duda la herramienta de 
vigilancia y de control más increíble que el ser humano haya podido 
crear jamás” (4).
Este
 intento de control total de Internet representa un peligro inédito para
 nuestras sociedades democráticas: “Permitir la vigilancia de Internet 
–afirma Glenn Greenwald, el periodista estadounidense que difundió las 
revelaciones de Edward Snowden– viene a ser lo mismo que someter a un 
control estatal exhaustivo prácticamente todas las formas de interacción
 humana, incluido el pensamiento propiamente dicho” (5).
Ésta
 es la gran diferencia con los sistemas de vigilancia que existían 
antes. Sabemos, desde Michel Foucault, que la vigilancia ocupa una 
posición central en la organización de las sociedades modernas. Éstas 
son “sociedades disciplinarias” donde el poder, por medio de técnicas y 
de estrategias complejas de vigilancia, busca ejercer el mayor control 
social posible (6).
Esta voluntad por parte del Estado de 
saberlo todo sobre los ciudadanos está legitimada políticamente por la 
promesa de una mayor eficacia en la administración burocrática de la 
sociedad. Así, el Estado afirma que será más competitivo y, por lo 
tanto, servirá mejor a los ciudadanos si los conoce mejor, de la forma 
más profunda posible. Sin embargo, al haber pasado a ser cada vez más 
invasiva, la intrusión del Estado ha terminado provocando, desde hace 
tiempo, un creciente rechazo entre los ciudadanos que aprecian el 
santuario de la vida privada. Desde 1835, Alexis de Tocqueville señalaba
 ya que las democracias modernas de masas producen ciudadanos privados 
cuya principal preocupación es la protección de sus derechos. Y que esto
 hace que sean particularmente quisquillosos y belicosos contra las 
pretensiones intrusivas y abusivas del Estado (7).
Esta
 tradición se prolonga en la actualidad en la persona de los “lanzadores
 de alertas”, como Julian Assange y Edward Snowden, ambos perseguidos 
ferozmente por Estados Unidos. Y, en defensa de ellos, el gran 
intelectual estadounidense Noam Chomsky afirma: “Para estos ‘lanzadores 
de alertas’, su lucha por una información libre y transparente es una 
lucha casi natural. ¿Tendrán éxito? Depende de la gente. Si Snowden, 
Assange y otros hacen lo que hacen, lo hacen en su calidad de 
ciudadanos. Están ayudando al público a descubrir lo que hacen sus 
propios Gobiernos. ¿Existe acaso una tarea más noble para un ciudadano 
libre? Y se los castiga severamente. Si Washington pudiera echarles el 
guante, sería peor aún. En Estados Unidos existe una ley de espionaje 
que data de la Primera Guerra Mundial; Obama la ha usado para evitar que
 la información difundida por Assange y Snowden llegue al público. El 
Gobierno va a intentarlo todo, incluso lo indecible, para protegerse de 
su ‘enemigo  principal’.  Y el ‘enemigo principal’ de cualquier Gobierno
 es su propia población” (8). 
En
 la era de Internet, el control del Estado alcanza dimensiones 
alucinantes, ya que, de una manera o de otra, como ya se ha dicho, 
confiamos a Internet nuestros pensamientos más personales e íntimos, 
tanto profesionales como emocionales. Así, cuando el Estado, con ayuda 
de tecnologías súper poderosas, decide pasar a escanear nuestro uso de 
Internet, no sólo rebasa sus funciones, sino que, además, profana 
nuestra intimidad, deshuesa literalmente nuestro espíritu y saquea el 
refugio de nuestra vida privada.
Sin saberlo, a ojos de los nuevos “Estados de vigilancia”, nos convertimos en clones del héroe de la película El Show de Truman
 (9), expuestos en directo a la mirada de miles de cámaras y a la 
escucha de miles de micrófonos que exponen nuestra vida privada a la 
curiosidad planetaria de los servicios de información. 
A
 este respecto, Vince Cerf, uno de los inventores de la Web, considera 
que “en la época de las tecnologías digitales modernas, la vida privada 
es una anomalía...”(10). Leonard Kleinroc, uno de los pioneros de 
Internet, es aún más pesimista: “Básicamente –considera–, nuestra vida 
privada se ha acabado y, por así decirlo, es imposible recuperarla” 
(11).
 Por una parte, muchos ciudadanos se resignan, como si 
de una especie de fatalidad de la época se tratara, al fin de nuestro 
derecho al anonimato. Por otra parte, esta preocupación de defender 
nuestra vida privada puede parecer reaccionaria o “sospechosa” porque 
sólo aquellos que tienen algo que esconder intentan esquivar el control 
público. Por lo tanto, las personas que consideran que no tienen nada 
que reprocharse ni nada que ocultar, no son hostiles a la vigilancia del
 Estado. Sobre todo si ésta, tal y como lo prometen y lo repiten las 
autoridades, está acompañada por una ganancia sustancial en materia de 
seguridad. Sin embargo, este discurso –“Dadme un poco de vuestra 
libertad, os la devuelvo centuplicada en garantía de seguridad.”– es una
 estafa. La seguridad total no existe, no puede existir. Es un engaño. 
Sin embargo, la “vigilancia total” se ha convertido en una realidad 
indiscutible. 
Contra
 la estafa de la seguridad, cantinela constante de todos los poderes, 
recordemos la lúcida advertencia lanzada por Benjamin Franklin, uno de 
los autores de la Constitución estadounidense: “Un pueblo dispuesto a 
sacrificar un poco de libertad por un poco de seguridad no merece ni lo 
primero ni lo segundo. Y acaba perdiendo las dos”.
Una
 sentencia de perfecta actualidad y que debería animarnos a defender 
nuestro derecho a la vida privada, cuya principal función no es otra que
 proteger nuestra intimidad. Jean-Jacques Rousseau, filósofo de la 
Ilustración y primer pensador que “descubrió” la intimidad, nos dio el 
ejemplo. ¿No fue él también el primero en rebelarse contra la sociedad 
de su tiempo y contra su voluntad inquisidora de querer controlar la 
conciencia de los individuos?
“El
 fin de la vida privada sería una auténtica calamidad existencial”, ha 
subrayado igualmente la filósofa contemporánea Hanna Arendt en su libro 
La condición humana (12). Con una formidable clarividencia, en su obra 
señala los peligros para la democracia de una sociedad donde la 
distinción entre la vida privada y la vida pública estaría establecida 
de forma insuficiente, lo que, según Arendt, significaría el fin del 
hombre libre. Y arrastraría a nuestras sociedades, de manera implacable,
 hacia nuevas formas de totalitarismo.
(*) Periodista y profesor de la Universidad de La Sorbona 
 
(1) Katrina van den Heuvel et Stephen F. Cohen, ? “Edward Snowden: A ‘Nation’ Interview”, The Nation, Nueva York, 28 de octubre de 2014.
(2) La Conversación (The Conversation),
 1973. Dirección: Francis F. Coppola. Intérpretes: Gene Hackman, John 
Cazale, Cindy Williams, Harrison Ford, Robert Duvall. Palma de Oro 1974 
en el Festival de Cannes.
(3) Ignacio Ramonet, “Entrevista a Julian Assange: ‘Google nos espía e informa al Gobierno de Estados Unidos’”, Le Monde diplomatique en español, diciembre de 2014.
(4)
 Jean Guisnel en su prefacio al libro de Reg Whitaker, Tous fliqués. La 
vie privée sous surveillance, Denoël, París, 2001 (en español: El fin de la privacidad. Cómo la vigilancia total se está convirtiendo en realidad, Paidós, Barcelona, 1999).
(5) Glenn Greenwald, No place to hide. Edward Snowden, the NSA, and the US Surveillance State, Metropolitan Books, Nueva York, 2014.
(6) Michel Foucault, Vigilar y castigar, Biblioteca Nueva, Madrid, 2012.
(7) Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Akal, Madrid, 2007.
(8) Ignacio Ramonet, “Entrevista con Noam Chomsky: Contra el imperio de la vigilancia”, Le Monde diplomatique en español, abril de 2015.
(9) El Show de Truman (The Truman Show) (1998). Dirección: Peter Weir. Intérpretes: Jim Carrey, Ed Harris.
(10) Marianne, París, 10 de abril de 2015.
(11) El País, Madrid, 13 de enero de 2015.
(12) Hanna Arendt, La condición humana,  Paidós, Barcelona, 2005.