MADRID.- Esta laguna costera de Murcia, separada del Mediterráneo por un fino 
cordón de tierra de 22 kilómetros de largo, se ha convertido en un 
símbolo en España de cómo el desprecio al medio ambiente se vuelve 
contra los humanos. Recorremos los enclaves del Mar Menor para conocer 
los peligros que acechan a este paraíso natural y hablamos con quienes 
luchan por defender la fauna y la flora de su entorno, propone El País Semanal de hoy.
 
Frente a edificios vacíos de la turística localidad 
de La Manga
 y las hileras de terrazas con persianas bajadas, una buceadora rastrea 
los fondos del Mar Menor. Se llama Francisca Giménez Casalduero y es 
investigadora de la Universidad de Alicante. Lleva 28 años tomando 
muestras de especímenes en este humedal. 
Es febrero de 2020 y aunque el 
agua se ve limpia y transparente, el diagnóstico de la bióloga resulta 
demoledor: “Por debajo de tres metros de profundidad, la laguna está 
absolutamente muerta, no hay nada. Y por encima quedan praderas y algo 
de vida, pero la situación es dramática”.
A pesar de su nombre, este no es ningún mar, sino una laguna costera de 
135 kilómetros cuadrados en Murcia, separada del Mediterráneo por un 
cordón de tierra de 22 kilómetros de largo que en algunos puntos no 
supera los 100 metros de ancho. 
El Mar Menor constituye un ecosistema 
único de agua salada, con cinco islas volcánicas en su interior y una 
biodiversidad singular, pero también un caso de cómo el desprecio al 
medio ambiente se vuelve contra los humanos. 
Son muchos los excesos que han ido enfermando este lugar idílico:
 primero fueron los vertidos mineros, luego el urbanismo descontrolado y
 desde hace décadas se sabe que se está produciendo un deterioro por la 
entrada de nitratos de la agricultura que está llevando el ecosistema al
 colapso. 
Aunque si hay que escoger un comienzo de la transformación 
total del paisaje, este sería justamente en los años sesenta con la 
urbanización de La Manga, el lugar donde bucea ahora la investigadora 
Giménez Casalduero.
Todo empezó cuando el abogado Tomás Maestre Aznar logró convertirse en 
dueño de la estrecha lengua de arena entre el Mar Menor y el 
Mediterráneo, entonces un paisaje yermo y salvaje, casi sin tocar. 
Antes
 estaba en manos de su propia familia y otros herederos del negocio de 
la minería, considerándose en aquella época de poco valor. Pero gracias a
 sus contactos con el franquismo, consiguió que esa tierra mínima fuese 
uno de los emplazamientos elegidos por el régimen para levantar una 
nueva industria, la del turismo. 
Así fue como el arquitecto catalán 
Antonio Bonet, que había trabajado en París con Le Corbusier, recibió el
 encargo de diseñar en aquel lugar mágico, en mitad de la nada, una zona
 turística de lujo que atrajera a visitantes extranjeros.
“La Manga de aquel primer momento era un desierto entre dos mares, 
era todo dunas, yo entonces tenía ocho o nueve años, pero pasé muchos 
veranos allí, porque papá debía visitar la obra”, cuenta Victoria Bonet,
 hija del arquitecto, que explica cómo el proyecto imaginado por su 
padre no tenía nada que ver con lo que vino después. 
En los planos, 
Antonio Bonet dibujó una sucesión de pequeños núcleos urbanos separados 
por zonas sin edificar, una mezcla de torres altas y casas más bajas 
donde quedaba espacio para las superficies verdes. Pero Maestre y los 
impulsores del turismo de masas tenían otras ideas. “No hubo manera de 
que se respetara su visión”, dice la hija del arquitecto Antonio Bonet.
Muchos de los recuerdos de Victoria Bonet están conectados con la 
laguna. “Los veranos eran la playa y el aire libre. A veces cogíamos una
 barca destartalada y nos íbamos a alguna de las islas para sentirnos 
aventureros. Tirarte al agua y bucear era un placer de dioses: el Mar 
Menor estaba más quieto que el Mediterráneo y te permitía ver el fondo 
marino con mucha más claridad. Para mí, esa vida era el lujo, pero no 
tenía nada que ver con el dinero”. Para otros, en cambio, no era más que
 eso, dinero. Con el fin del franquismo y la crisis del petróleo de 
1973, el proyecto de La Manga empezó a hacer aguas. Para afrontar las 
deudas, Tomás Maestre comenzó a pagar con solares a proveedores, 
albañiles, fontaneros… 
Según José Luis Domínguez, autor de varios libros
 sobre la historia de este proceso urbanizador, ahí se terminó de 
descontrolar todo, edificando hasta el último metro cuadrado entre los 
dos mares. “En los años ochenta, a papá ya le dolía La Manga”, se 
lamenta la hija de Bonet. “Él veía cómo el exceso de avaricia había 
acabado con un paraíso. Le llamaban amigos para que fuera a pasar un fin
 de semana y decía que no porque no quería verlo, porque le dolía”.
El desarrollo de La Manga no solo inauguró en la zona un modelo de 
urbanismo excesivo —el número de puertos por kilómetro de costa es casi 
cinco veces superior al de las islas Baleares—, sino que también tuvo un
 impacto determinante sobre el propio interior de la laguna. 
Además de 
los vertidos de aguas fecales descargados durante años y el aumento de 
la presión turística, hubo una actuación en los años 1974-1975 que 
afectó de forma muy especial a este ecosistema: para que pudieran entrar
 barcos más grandes al puerto deportivo Tomás Maestre, se amplió el 
canal del Estacio, uno de los puntos de conexión entre el humedal y el 
Mediterráneo. 
Así fue como, junto a los yates, se abrió paso al mar, y 
la laguna cambió en su totalidad. Ocurrió por la caída de la salinidad 
del Mar Menor, que permitió que especies del Mediterráneo colonizaran el
 humedal, como el alga Caulerpa prolifera.
Casi a la vez, otra obra descomunal iba a transformar la agricultura 
en el Campo de Cartagena y marcar el futuro de este ecosistema: el 
trasvase Tajo-Segura. Lo que antes eran campos de secano comienzan a 
regarse, añadiendo fertilizantes, con un efecto a kilómetros de 
distancia. 
Como explica la bióloga Francisca Giménez Casalduero: “Igual 
que ocurre con las lechugas, los nitratos de la agricultura que llegan a
 la laguna empezaron a hacer crecer las algas y el fondo se cubrió de un
 césped de Caulerpa. Esto es un primer síntoma de 
eutrofización: el cambio de fondos de plantas fanerógamas a fondos 
dominados por este tipo de alga a causa del exceso de nutrientes. Lo que
 pasa en el Mar Menor es de libro, está muy estudiado”.
En pocos años, el paisaje submarino cambió tanto como el de fuera del
 agua. Si bien no existen muchos datos científicos de las especies del 
humedal antes de esto para poder comparar, en los años ochenta los 
pescadores ya notaban que algo iba mal, no sacaban lo mismo en sus 
redes. 
A Jesús Gómez, antiguo patrón de la cofradía de San Pedro del 
Pinatar, no le quedó otra que vender sus dos barcas de artes menores y 
comprar una embarcación de cerco para migrar durante unos años al 
Mediterráneo. “Los pescadores lo veíamos, el equilibrio del ecosistema 
estaba alterado, bajó mucho la producción, y aunque la laguna se fue 
recuperando a partir de 1995, ya había cambiado: de la docena de 
especies rentables que sacábamos quedaron solo tres o cuatro”.
Además de los pescadores, hubo otras advertencias y señales en todos 
estos años, como cuando en 1990 empezaron a proliferar las medusas. Hubo
 avisos de científicos, denuncias en Europa, protestas… 
En 1996 la 
organización ecologista ANSE recurrió incluso a un globo aerostático 
para que su mensaje en defensa del Mar Menor se viera desde el cielo. 
Pero no tuvo demasiado eco. Hasta que la laguna se volvió verde. Ocurrió
 en 2016: la alarma se disparó por un vídeo colgado por ANSE en Internet
 de 
un buceador sumergido en una espesa sopa verde en la que se había convertido el humedal. Sin embargo, lo que estaba pasando dentro del agua y no se veía era todavía peor.
“Lo que sucedió en 2016 con la sopa verde fue una crisis de 
eutrofización grave. La entrada de nitratos hace crecer de forma 
exponencial el fitoplancton hasta que la densidad de células en el agua 
es tan grande que no deja pasar la luz. Como resultado, la vegetación 
por debajo de tres metros no puede hacer fotosíntesis y muere. La 
descomposición llevada a cabo por las bacterias provoca anoxia (ausencia
 de oxígeno), lo que acaba con toda la fauna a esa profundidad”, 
especifica la bióloga Giménez Casalduero. 
Este episodio supuso un salto 
cualitativo en la crisis, pues se perdió el 85% de todo el fondo 
lagunar, que quedó como un desierto de fango. “Antes de 2016 la 
población estimada de nacras, grandes moluscos bivalvos en peligro 
crítico de extinción, era de más de un millón de ejemplares, después de 
2016 quedaron entre 3.000 y 4.000, hoy la población es menor”.
En abril de 2019, agentes de la Guardia Civil apoyados desde el aire 
por un helicóptero entraron en 67 fincas agrícolas del Campo de 
Cartagena para inspeccionarlas. La operación llevaba por nombre Chandos y
 estaba conectada con las diligencias del Juzgado de Instrucción número 2
 de Murcia por el llamado caso Topillo, un proceso judicial 
impulsado en 2017 por el fiscal superior de esa comunidad autónoma, José
 Luis Díaz Manzanera, para investigar la degradación del Mar Menor. 
En 
el registro se encontraron y precintaron 35 pozos irregulares y 38 
plantas desalobradoras no autorizadas para el tratamiento de aguas 
salobres. Lo más impactante de esta operación es que varias de estas 
instalaciones estaban escondidas en zulos construidos en el subsuelo. 
Incluso había una de estas plantas montada en el remolque de un 
vehículo, según la Guardia Civil, para trasladarla con facilidad a 
distintos pozos y luego ocultarla en almacenes o garajes. La operación 
sigue hoy abierta y hasta el momento hay cerca de 100 personas 
investigadas.
En la denuncia 
que activa el caso Topillo,
 la Fiscalía considera que el origen del problema está en una 
desmesurada e incontrolada roturación del Campo de Cartagena para 
regadíos a partir de la llegada del trasvase Tajo-Segura, a pesar de no 
disponerse de recursos hídricos suficientes. 
Esto provoca que muchos 
agricultores se pongan a extraer agua de mala calidad de pozos ilegales y
 que recurran luego a pequeñas plantas desalobradoras, “cuantificadas en
 un millar, y casi todas ilegales al carecer de licencia y sin 
declaración de impacto ambiental”. Sin embargo, lo que bombean del 
acuífero, además de salobre, también está contaminado, por lo que al 
eliminar las sales con las desalobradoras se genera un rechazo, la 
salmuera, cargado de nutrientes. Un concentrado de nitratos que luego 
tiran y que acaba en el Mar Menor.
La Confederación Hidrográfica del Segura (CHS) construyó con dinero 
público una red de conducciones para que los agricultores vertieran ahí 
la salmuera de estas desalobradoras, un salmueroducto. 
Supuestamente, esta infraestructura debía recoger los vertidos para 
tratarlos, pero casi nunca funcionó, ni fue mantenida por nadie. En 
realidad, el concentrado de nitratos terminaba en la rambla del Albujón,
 la principal entrada de agua superficial a la laguna. 
En su escrito, el
 fiscal carga contra agricultores y responsables públicos por conocer y 
consentir esta situación sin poner medidas, estando entre los acusados 
el consejero de Agricultura del Gobierno de Murcia desde 1999 hasta 
2015, Antonio Cerdá, o los expresidentes de la CHS José Salvador Fuentes
 Zorita y María Rosario Quesada. 
El salmueroducto fue destruido
 en 2017. Y el pasado octubre, la Confederación Hidrográfica informó, 
por primera vez, de la identificación de al menos 9.500 hectáreas en el 
Campo de Cartagena sin concesión de agua para regar.
“No somos criminales”, se defiende Manuel Martínez, presidente de la 
Comunidad de Regantes del Campo de Cartagena. De esta comarca murciana 
sale el 20% de los productos hortícolas que España exporta a otros 
países, una fábrica de lechugas, melones, brócolis, naranjas, pimientos… 
Por eso este representante de 9.800 propietarios agrícolas de la zona 
está especialmente molesto con un reportaje sobre la crisis del Mar 
Menor aparecido en la televisión alemana, justo cuando empieza en Berlín
 la Fruit Logistica 2020, una de las mayores ferias del sector. 
“Estamos
 cometiendo un error. A mí me enseñaron que los trapos sucios se lavan 
en casa. No es que haya que ocultar nada, pero tanta exageración está 
perjudicando nuestra imagen”.
Este agricultor creció junto al Mar Menor. Antes le gustaba practicar
 allí esquí acuático y hoy rechaza que sean los regantes los culpables 
de lo que pasa en la laguna. 
Según defiende, su agricultura tiene hoy 
más tecnología que un teléfono móvil y suministra a la planta solo el 
agua justa, dosificándola gota a gota. “Las técnicas de riego que se 
aplican en el Campo de Cartagena son de las más avanzadas del mundo. Eso
 de Israel y EE UU, cero. Vienen ellos aquí a aprender”, destaca 
Martínez, que insiste en que se está demonizando a todo el sector. 
“Que 
el Mar Menor está mal es evidente, no se puede negar. Pero que los 
agricultores seamos responsables del 85% de los vertidos como se 
asegura… Que me lo demuestren”.
Paradójicamente, uno de los mayores problemas hoy en día de esta 
tierra pobre en lluvias es el exceso de agua bajo el suelo, en el 
acuífero Cuaternario. Aunque no se puede beber, ni utilizar de forma 
directa para regar, porque es salobre. Y está contaminada. 
“No pasa solo
 aquí, son muchos los acuíferos de zonas agrícolas del país contaminados
 con nitratos”, incide José Luis García Aróstegui, científico titular 
del Instituto Geológico y Minero de España, que se dedica a investigar 
esa agua subterránea que no se ve. Como recalca, en realidad es mucho 
más lo que se filtra al Mar Menor por el subsuelo que lo que se vierte 
en superficie. “Aunque se quitara hoy mismo toda la agricultura, el agua
 contaminada del acuífero estaría saliendo durante décadas”.
En la gota fría que azotó la zona del Mar Menor en septiembre del año pasado,
 el agricultor Santiago Pérez Blaya se quedó atrapado por la lluvia en 
su casa de Los Alcázares. El agua entró casi un metro y medio en el 
interior, bloqueando las puertas. Estuvo encerrado cerca de 10 horas sin
 que los bomberos pudieran sacarle. Hasta que rompió él mismo la puerta.
 “No es que temiera por mi vida, pero lo pasé bastante mal”, reconoce, 
harto de las sucesivas inundaciones ocurridas en este municipio. 
 
“Todo 
está conectado con una ordenación del territorio desastrosa, la 
agricultura tiene culpa, pero también los campos de golf, los polígonos 
industriales, las urbanizaciones… El sellado del terreno y la 
destrucción de cauces naturales hace que el agua tome camino por en 
medio de Los Alcázares, esto es un infierno”. 
Con 80 hectáreas de tierra
 en las que cultiva lechugas y patatas, Pérez Blaya es también 
presidente de la asociación de pequeños y medianos agricultores Proagua.
 Según asegura, las grandes compañías de agricultura intensiva están 
fagocitando a todos los demás. “Te van arruinando, pues los márgenes son
 cada vez más pequeños”. 
Sobre el Mar Menor, lo tiene claro: “Aquí todos
 hemos tenido culpa, pero ha habido unos señores con una ambición de 
dinero desmesurada que los políticos han consentido”.
Tras un respiro desde la crisis de la sopa verde, el humedal volvió a
 empeorar en 2019. Y entonces llegó esa misma tormenta, la DANA, que 
inundó Los Alcázares. 
Como explica Ángel Pérez Ruzafa, catedrático de 
Ecología en la Universidad de Murcia, la entrada masiva de agua dulce 
creó una capa superficial sobre la laguna que cortó la difusión de 
oxígeno en el interior. 
El resultado fue dantesco: el 12 octubre, la 
playa de Villananitos, en Lo Pagán, se llenó de peces muertos. El Mar 
Menor vomitó una masa de cadáveres plateados, entre los que se agitaban y
 boqueaban chirretes, lubinas, quisquillas, anguilas, cangrejos… 
Uno de 
los que se encontraban ese día en la playa era Jesús Gómez, el antiguo 
patrón de la cofradía de pescadores: “Yo no soy una persona floja, pero 
me entraron ganas de llorar”. 
No fue el único al que la imagen de los 
peces muertos le revolvió el alma. A los pocos días tuvo lugar en 
Cartagena la mayor manifestación jamás vista en defensa de la laguna: 
55.000 personas, algo insólito en una ciudad de 213.000 habitantes. 
“Sentimos dolor, pero también rabia”, se indigna Isabel Rubio, 
representante de la organización ciudadana Pacto por el Mar Menor. “Este
 es un ecosistema que se ha echado a perder por la incompetencia de los 
políticos que ha tenido esta región”.
Hoy en día la situación sigue siendo crítica. Para Pérez Ruzafa, 
también portavoz del Comité de Asesoramiento Científico del Mar Menor, 
la solución pasa por una infraestructura que controle el agua. 
“¿Cómo se
 resuelve el problema de las aguas residuales urbanas? Construyendo un 
sistema de alcantarillado y depuradoras. Si se quiere hacer compatible 
la agricultura con una integridad ecológica, se necesita una solución 
equivalente”. 
Para el director de la organización ecologista ANSE, Pedro
 García, esto no es suficiente: “Tiene que haber una reducción de la 
superficie agrícola intensiva. Y respecto al urbanismo, hay que plantear
 la demolición selectiva en zonas frágiles o con problemas muy graves de
 inundación”.
¿Hasta dónde puede llegar a empeorar un humedal como este? En 2017, 
Salvador García-Ayllón Veintimilla, profesor de la Universidad 
Politécnica de Cartagena, publicó un estudio en la revista científica Ocean & Coastal Management
 en el que comparaba tres lagunas en diferente estado de gravedad: Mar 
Chica (Marruecos), Mar Menor (España) y Salton Sea (EE UU). 
La situación
 más crítica es la del lago estadounidense, un humedal casi siete veces 
más grande que el de Murcia situado en California, junto a las 
productivas tierras agrícolas del Valle Imperial. 
“Para saber dónde 
puede estar el Mar Menor dentro de unos años resulta muy ilustrativo el caso Salton Sea”,
 subraya este ingeniero. En los años cincuenta y sesenta Salton Sea era 
un destino vacacional de moda al que acudían Frank Sinatra y Jerry 
Lewis. Pero el mar californiano se volvió un lugar putrefacto, una playa
 de peces muertos y mal olor. 
Hace años, este periodista estuvo en 
Salton Sea. Sus alrededores se han convertido en vecindarios fantasma. 
Sobre todo aguantan allí inmigrantes hispanos, trabajadores del campo. 
Se encierran en sus casas, como el mexicano Jesús Sánchez, en Desert 
Shores, que no abre las ventanas para protegerse de las moscas y el olor
 a podrido.