“Más  que la crisis en sí, me preocupan los síntomas de descomposición que se  advierten por todas partes”. La frase no pertenece a un moralista al  uso, ni a un político con ansias redentoras. Fue pronunciada esta semana  por un presidente de empresa del Ibex, asustado por las cosas que  estaba viendo desfilar por su despacho. Sobre el fango de una crisis  económica que va camino de los 5 millones de parados empiezan a emerger  situaciones de escandalosa corrupción típicas de sistemas en fase de  desguace, de momentos de “sálvese quien pueda”, o de irónicas despedidas  tipo “el último, que apague la luz”.
Dos casos de ahora mismo para  ilustrar la profunda crisis política y de valores que está en la base de  la decadencia económica de España: Los estertores en la carrera  judicial del dizque juez Baltasar Garzón, defendido a  capa y espada por el Gobierno y su imponente aparato mediático, con  Prisa a la cabeza, a pesar de las tres querellas tres admitidas a  trámite por el Tribunal Supremo (TS).
Y la operación de lobby  sobre Moncloa puesta en marcha por Florentino Pérez  (ACS, los March), para meter la mano en la caja de  Iberdrola -como muy bien relata hoy aquí Escudier- so capa de  acabar con las limitaciones de voto en los Consejos, un tren al que se  ha subido Luis del Rivero (Sacyr), que aspira a lo mismo  en Repsol. “Esto lo lleva directamente Zapatero, y está sobre su mesa  de trabajo”. Hedor inconfundible de corrupción al por mayor.  
Tiempo  habrá para abordar este asunto, cuyo análisis remite por derecho a  algunos de los más sonoros escándalos del felipismo.  Centrémonos en el inmarcesible juez Garzón, a quien el TS ha aplicado  aquello de “si no quieres caldo, toma tres tazas”. Tres querellas tres.  Es lo que tiene echarle un pulso al Poder, aunque sea el judicial.
Mucho tiempo lleva echándoselo el juez campeador a través de su abogado, Martínez Fresneda, y de su íntimo amigo el también letrado Gómez Benítez –incurso en el caso Faisán, que el propio Garzón guardó en un cajón durante meses-, con la ayuda de sus amigos mediáticos de la izquierda, incluida TVE, y el respaldo total del Gobierno, con la Fiscalía General del Estado y el ministro Rubalcaba en primera línea de fuego. Una ofensiva formidable contra quienes claman por una regeneración del Justicia, que trata de enmascarar los desmanes del Campeador y salvarlo del trance, con prácticas que se acercan a la más pura y dura mafia. Parece, sin embargo, que la estrategia de intimación no ha funcionado esta vez. ¿Por qué?
La línea Maginot se ha  fundido porque al juez le han pillado in fraganti en el  lugar más inadecuado y en el instante más inoportuno. Justo en el cruce  de caminos de varias corrientes de aire que, simultáneas en el tiempo,  han provocado la tormenta perfecta capaz de expulsarle de ese planetario  jurídico del que siempre soñó ser considerado astro rey. Una ha sido el  caso Gürtel, cuyo damnificado es el PP. Otra, el caso Faisán, cuyo beneficiario es el PSOE, partido al que  el damnificado sirve ahora con ejemplar dedicación. Una tercera, el  llamado caso Pretoria, que ha puesto contra las cuerdas a  ilustres catalanes sacando los colores a CiU.
Y, en medio, un frente  frío llamado causa abierta contra el franquismo, que choca abruptamente  con el cálido de los 300.000 euros que el juez bonito  pidió al Banco Santander, Querido Emilio, para  sufragarse unos meses sabáticos en Washington. La confluencia de tanto  meteoro jurídico ha surtido el efecto del barril de pólvora presto a  explotar de forma inmisericorde en las partes pudendas del “Príncipe de  la Magistratura”, como en su día lo calificara el director de El Mundo (“Baltasar Garzón ha guiado con  destreza la relampagueante trayectoria del arma justiciera, dibujando en  la pizarra de la Historia uno de los más memorables guiones torcidos de  Dios”), en los días en que ambos compartían vino y rosas. 
Un juez con muchos padrinos
Lo que parecía imposible, lo que no consiguieran tantas querellas interpuestas durante tantos años, lo ha logrado ahora la tenacidad de dos abogados, Mazón y Panea, enzarzados con Emilio Botín por el caso de las cesiones de crédito; un ex fiscal de la Audiencia Nacional cabreado hasta la médula tras haber sido espiado, Ignacio Peláez, y una asociación que se creyó lo de la ley de punto final sobre la guerra civil. En El Profeta, la película de Audiard de reciente estreno, el protagonista, un joven magrebí analfabeto y frágil que acaba de ingresar en la cárcel, es acogido en el clan de los corsos que controla la prisión después de superar la prueba que le impone el capo del grupo: asesinar a otro recluso. “A partir de ahora estás bajo la protección de Luciani”.
Garzón también pasó a estar bajo la protección de Polanco (“que me lo meten en la cárcel, José María [Aznar], que me lo meten…”) después de que el juez bonito le salvara del trance Sogecable, matando a su mejor amigo, el también juez Liaño. Garzón pasó a ser Uno de los nuestros. El padrino de Prisa resolvió su futuro y lo blindó de toda acechanza. Nada ni nadie podría contra él. Desde entonces, muchos han sido los cadáveres insepultos dejados en su camino hacia el poder y la gloria. Pero, con Polanco muerto y Prisa al borde de la tumba, Garzón ha cometido un error capital de última hora, solo explicable por su infinita soberbia: se ha atrevido a arremeter cual toro embolado contra sus propios compañeros de carrera, incluidos los magistrados del Tribunal Supremo. Y no hay peor cuña que la de la propia madera.
La  frase que un día dirigiera Miquel Roca a Alfonso  Guerra, “es que a usted le tenían ganas…”, se ha vuelto a  reproducir aquí y ahora. A cuenta de su condición de aforado, Garzón se  ha encontrado con una Sala Segunda del TS presidida por un Juan  Saavedra, candidato outsider en su día al cargo,  que se cree su función. Se la cree y la ejerce sin notoriedad, con  eficacia y rigor, porque es un judicial de los de toda la vida, sin  tentaciones políticas ni ambición de cargos.
Y con él, un conjunto de  magistrados de impecable trayectoria profesional –Colmenero,  Maza, Monterde, Andrés  Ibáñez, Barreiro, Varela, etc.-, que  con él han decidido pasar página de una de las épocas más oscuras de la  Justicia española, la representada por Bacigalupos,  Villarejos, Ancos  y algún otro de la misma especie, y restituir a la suprema instancia  penal el prestigio perdido. Hasta 14 magistrados han visto en el TS las  tres querellas interpuestas contra el Campeador, y las  tres han sido aceptadas por unanimidad, y ello a pesar de que entre esos  14 hay gente, como el citado Andrés Ibáñez, muy cercana a Prisa. 
Garzón  ha arremetido contra los dos frentes de los que hoy por hoy depende su  estatus de inmune ante la Ley: El CGPJ, en la persona de Margarita  Robles, impulsora principal de su inmediata suspensión de  funciones, y contra los Magistrados de la Sala Segunda, amenazados por El País con salir en portada cualquier día de estos.  “Nunca se nos ha ofendido tanto”, aseguraba días atrás un juez del TS.  “Estamos ante un tipo disparatado, un bárbaro que cada día que pasa hace  más insostenible la situación. Así no podemos seguir trabajando”. Para  recuperar ese prestigio, cualquier tribunal –mucho más el Supremo- está  obligado a hacer gala de una imparcialidad exquisita.
El error de la  acorazada mediática que en las últimas semanas trata de amedrentar a los  magistrados mediante una campaña frontal de apoyo de Garzón ha tenido,  por eso, un efecto boomerang. Cualquier gesto realizado  por la Sala Segunda en beneficio del juez hubiera sido interpretado por  la ciudadanía como señal de que los Magistrados del TS son bizcochables  -exactamente lo que piensan de la Fiscalía-, en feliz expresión del  fallecido Joaquín Navarro, una de las personas que más  hubiese disfrutado viendo la estrella del campeador  acercándose a su ocaso. 
Un  Gobierno decidido a rescatarlo del trance a toda costa
Los  casos Gürtel, Faisán, franquismo  y Pretoria son arquetípicos del mal hacer, en lo que a  prepotencia y sectarismo se refiere, del juez de marras. El caso del  Banco Santander, Querido Emilio, evidencia, por lo  demás, su ánimo de lucro. Todos son episodios salpicados de trampas.
Trampa es grabar las conversaciones que en la cárcel mantienen los  imputados con sus abogados sin conocimiento de los afectados, una  de las más graves tropelías que, desde el punto de vista de un  Estado de Derecho, se pueden cometer en el ámbito judicial.
Trampa es sobreseer y archivar precipitadamente un procedimiento porque de él se pueden desprender gravísimas responsabilidades jurídicas para el presidente del Gobierno y su ministro del Interior.
 Trampa es eludir el  deber de cumplimiento de la legalidad -Ley de Amnistía de 1977-, sin  instar la cuestión de inconstitucionalidad de la misma antes de iniciar  cualquier tipo de procedimiento, dispuesto como estaba el juez  bonito a abrir heridas que la gran mayoría de la sociedad española  consideraban cerradas, todo ello ad maiorem gloriam suam.
Y trampa es usar fraudulentamente de la técnica de las piezas separadas  para arrogarse la competencia -sin pasar por reparto- de asuntos que ni  siquiera son materia de la Audiencia Nacional, ello para aflorarlos  cuando al libre albedrío del narcisista juez interese. 
Es cierto que la estrella del campeador parece a punto de apagarse. “Está muerto”, dicen en el despacho de Rubalcaba. Es cierto, también, que el susodicho ha pretendido jugar a tantas cartas que, al final, su castillo se ha derrumbado. Y es cierto, en fin, que nadie está por encima de la ley, aunque ese nadie viva adosado al Poder, identificado en el Ministro de la policía de turno. Pero no lancemos las campanas al vuelo.
A Garzón no lo salvará Prisa, tan arruinada como desacreditada, pero sí podría rescatarlo del barro un Gobierno dispuesto a poner en jaque toda la maquinaria del Estado para mantener vivo a un juez que, por encima de todo, es útil al Poder, tanto para tener a la oposición permanentemente en jaque como para solventar de un plumazo –firma y rúbrica, nunca mejor dicho- el trabajo sucio de Policía y Guardia Civil en la lucha antiterrorista.
La pelota, en mi modesta opinión, sigue en el tejado. Si finalmente se estampara contra el suelo, sería un motivo de gran alegría porque, a pesar de los pesares, habría margen para pensar que la regeneración democrática aún es posible en España.
 
 




