El nacionalismo español vive un 
angustioso dilema. Por un lado, no querría que se hablara de Cataluña, 
refugiado en su ancestral tendencia a no hacer frente a los problemas, 
ni siquiera los que amenazan su subsistencia como ideología. El caso de 
Cuba viene siempre al recuerdo. Por otro lado, pretende que solo se 
hable de Cataluña, pintándola como la suma de todo mal sin mezcla de 
bien alguno a los efectos, principalmente, de que deje de hablarse de la
 corrupción y la incompetencia y la inoperancia del gobierno, cuando no 
de su ridículo fracaso en la guerra sucia sistemática contra el 
independentismo catalán. Dura elección entre ocultar un peligro o 
magnificarlo para no mostrar las propias vergüenzas.
La
 realidad, que no espera la solución de los dilemas por angustiosos que 
sean, ya se ha impuesto con tal contundencia que se ha comido hasta el 
monstruo del lago Ness y otros fantasmas de las rotativas estivales. De 
forma que en todo el verano el tema dominante ha sido Cataluña y, a 
partir del atentado de la Rambla, el único, por su magnitud y sus 
consecuencias. De pronto, un acto de insensata barbarie ha puesto de 
relieve una crisis profunda del conjunto del sistema que ha afectado y 
afecta a la misma Jefatura del Estado. 
Los
 medios, los políticos de turno y muchos otros, quizá de buena fe, han 
hecho extrapolaciones a otros países (Inglaterra, Alemania, Francia) que
 han tenido este tipo de amargas experiencias con un terrorismo de tipo 
amok, dando por supuesto que es un fenómeno común a un determinado tipo 
de sociedades, muy parecidas. Y ese es el error. España no se parece a 
los regímenes con los que la élite dominante quiere codearse. La ficción
 de que, tras la transición, el país es “normal” y equiparable a las 
otras democracias europeas es una ficción ideológica a cargo de 
intelectuales complacientes con la oligarquía. España sigue siendo la 
misma sociedad caciquil, atrasada, corrupta del franquismo y, a causa de
 enfrentamiento con Cataluña, también es una sociedad profundamente 
dividida en un conflicto territorial en el que el atentado ha impactado 
como un meteorito, causando un mayor estropicio del que había. 
Al
 margen de las cuestiones específicas, de detalle, sobre si unos cuerpos
 de seguridad han actuado mejor o peor en sus relaciones internas siendo
 así que estas están envenenadas por la mala voluntad del gobierno del 
PP hacia Cataluña, es ya irrelevante. Un hecho es incontrovertible: los 
mossos han coronado con éxito una complicada situación antiterrorista en
 condiciones de debilitamiento premeditado, incluso de hostilidad. Y, de
 este modo, la opinión pública ha tenido conocimiento de algo que se 
venía sospechando desde el descubrimiento de la “Operación Cataluña” del
 ministro Fernández Díaz, el sectario del Opus que intentó acallar un 
país entero con una Ley Mordaza franquista, esto es, que el Estado 
mantiene una actitud de deliberado boicoteo de Cataluña en todas las 
cuestiones relativas a la seguridad de la ciudadanía. 
De
 aquí se ha seguido una conclusión que se ha impuesto por la fuerza de 
los hechos y así ha sido apreciada por todos los medios extranjeros, 
esto es, que Cataluña ha sabido gestionar una crisis muy complicada por 
su cuenta, demostrando de hecho su capacidad para actuar como Estado. Y 
esta conclusión ha traído otra, como las cerezas: el Estado, en cambio, 
ausente durante el episodio, solo se ha materializado para dejar 
constancia de su inutilidad y su estricto papel de comparsa, tratando de
 arrebatar el protagonismo a quien verdaderamente corresponde: la 
sociedad catalana, con sus fuerzas de seguridad e instituciones. Y a 
nadie más.
Allí
 donde Cataluña ha ganado, el Estado ha perdido, al extremo de que queda
 reducido a los momentos estrictamente protocolarios y aun en estos se 
le cuestiona el derecho a organizarlos, presidirlos, participar en 
ellos. Innecesario añadir que, en ese manejo de los gestos, los 
símbolos, los protocolos, la Casa Real, responsable de la imagen de los 
Reyes ha puesto en marcha una campaña a base de prensa rosa con fotos de
 los monarcas llorando a lágrima viva por las desgracias de sus súbditos
 que seguramente ha multiplicado la cantidad de republicanos en el país.
Si
 de lágrimas se trata, contrastan vivamente las de los monarcas con las 
del padre de Rubí que perdió a su hijo en la Rambla con el imán de la 
comunidad. Eso es sentimiento auténtico de los propios afectados. Lo 
otro, la habitual escenificación en honor de los Reyes que, cuando 
menos, debían tener la compostura de controlarse en público, para no 
insultar más a la gente que tiene que soportarlos.
Ese
 atentado marca un hito en la historia nacional de Cataluña y la 
reiterada reacción de activismo, templanza y solidaridad de su población
 (desde la expulsión de los nazis en una manifestación a esta última 
prueba del padre del nen de Rubí) la prueba de que es una comunidad con un grado alto de civilidad. 
 
Que
 el resultado haya sido un debate verdaderamente odioso en los medios, 
sesgado en contra de los independentistas y de los catalanes en general 
ha permitido ver cómo aumenta el nivel de odio hacia lo catalán, a 
medida que se hace más verosímil que, ante la incompetencia del gobierno
 español, se celebre el referéndum el 1º de octubre y el resultado sea 
“sí”.
Ese
 es el estado de ánimo con que el nacionalismo español afronta los 
quince días que quedan para la próxima Diada. Un ánimo que está muy 
afectado por el espectáculo que se ha visto obligado a presenciar con 
motivo de la manifestación contra el terrorismo. El desembarco de la 
clase política en pleno en defensa de la monarquía y la unidad de España
 para protestar por un terrorismo que muchos le acusan de fomentar era 
también sentido como una provocación. 
La
 manifestación se inició tras saberse por boca del presidente Puigdemont
 que la Generalitat ya dispone de más de seis mil urnas. El País, que se
 ha convertido en un tabloide al servicio del gobierno, de su partido, 
en el que escriben los habituales “intelectuales” a sueldo de la 
oligarquía sector “moderado”, llama provocación a la revelación de 
Puigdemont. 
 
Por supuesto no lo llama a la decisión del Gobierno de hacer
 un desembarco españolista en Barcelona, fletando aviones especie de 
autobuses aéreos con bocadillos para sus mítines, repletos de cortesanos
 solícitos, dispuestos a defender la unidad de España, la Monarquía y… 
el gratis total para los enchufados a cuenta del erario. 
Incidentalmente, es de esperar que alguien con dignidad en el Parlamento
 exija la lista completa de quiénes han viajado en esos tres aviones a 
cuenta del contribuyente… para hacer el ridículo monárquico en una 
tierra republicana.
 
Tanto el Rey 
como su guardia pretoriana de cortesanos y lacayos han aguantado 
abucheos, silbidos y denso flamear de esteladas. Una glorioso oleada de 
independentismo que ha enfrentado a toda la clase política española, al 
Rey, los franquistas del gobierno y los de la oposición con una realidad
 social aplastante que no entienden, no quieren ver y si pudieran, 
destruirían por la fuerza: que España ya no pinta nada en Cataluña, que 
los discursos, el español y el catalán, son divergentes y hasta 
opuestos. 
Intentaron
 falsear la realidad con la habitual demagogia y el concurso de unos 
medios mercenarios: pidieron que no se politizara la manifestación con 
la secreta aspiración de politizarla ellos en el último momento y de 
vender así a la opinión mundial una imagen falsa de la protesta de 
Barcelona, táctica de envenenamiento que bordan el ABC, La Razón, El 
País y otros panfletos de la derecha. Como no lo consiguieron porque el 
nacionalismo español es una magnitud despreciable en Cataluña ahora 
acusan a los independentistas de haber “dinamitado” (sic, expresión de 
El País) la manifestación. 
 
En realidad es evidente ya que no se puede 
seguir gobernando un país en contra de la voluntad de su pueblo, por 
mucho que el monarca se haga el tonto (cosa nada difícil para él) que 
los gobernantes mientan y practiquen el boicoteo y la guerra sucia y la 
oposición simule querer arreglar una situación en la que ha tomado 
partido por la opresión de una minoría nacional, la catalana, que 
debiera apoyar por mera decencia intelectual.
En
 resumen, la manifestación contra del Rey, el gobierno franquista, la 
oposición sumisa y el nacionalismo español es ya la señal de partida 
para la carrera hacia el gran momento siguiente, la Diada con su 
carácter especial. Las de los años anteriores fueron como hitos en el 
proceso de autoconciencia de los catalanes, casi como un aprendizaje, el
 de un pueblo que por fin se ve a sí mismo como tal. Esas Diadas son 
censos periódicos de la voluntad nacional catalana, revista de fuerzas 
en previsión de una batalla final. La Diada próxima es justamente la 
víspera de esa batalla, que ya está convocada para el 1/10. Por ello, 
los preparativos están siendo especialmente intensos. 
La
 Diada tiene que mostrar la fuerza a base de luchar no por la adhesión 
de los incondicionales, que se da por descontada, sino por el 
pronunciamiento de los indecisos. No basta con que supere en cantidad de
 asistentes a la del año pasado sino que es preciso realizarla con el 
mismo espíritu abierto, pacífico y democrático de aquella, al tiempo que
 se transmite la impresión de que estas movilizaciones obedecen a una 
capacidad de organización y una prueba de estabilidad política tras el 
referéndum que atraiga el voto moderado de los indecisos, en cuyo nombre
 se libra esta batalla.
Es
 de esperar todo tipo de maniobras políticas y recursos más o menos 
legales del gobierno central en contra de la realización del referéndum.
 En consecuencia, no es posible argumentar a fondo porque todo dependerá
 del grado de uso de la violencia por parte del Estado (si la emplea) y 
la capacidad de resistencia de la Generalitat y del conjunto de la 
población. 
 
Entre los mensajes que interesadamente se difunden desde los 
medios de comunicación al servicio del gobierno y los columnistas y 
analistas mercenarios del poder destaca el de la supuesta fatiga de la 
sociedad catalana, que lleva años de movilización y empieza a resignarse
 ante la posibilidad de un nuevo fiasco en sus expectativas. No tienen 
ni un solo dato para sostenerlo y, por lo tanto, es una de sus 
habituales mentiras con efectos desmovilizadores. 
 
Pero un examen 
desapasionado de la realidad prueba que esta tiene signo contrario. Los 
catalanes aparecen mucho más movilizados que nunca gracias a la 
iniciativa de sus instituciones, hasta el extremo de que cabe decirles 
lo que Mirabeau dijo a sus compatriotas franceses en un momento decisivo
 para la vida de su país: Français, encore un effort si vous voulez être
 libres; Catalanes: un esfuerzo más si queréis ser libres.
A
 falta de otra indicación es legítimo suponer que el referéndum se 
celebre y se celebre en condiciones y con garantías que puedan 
esgrimirse. Habrán de ser convincentes, para no perder mucho tiempo 
sobre cuestiones accesorias. En principio dos pueden ser los resultados:
 triunfo del sí y triunfo del no. También soslayamos el inevitable 
filibusterismo que se padecerá con las condiciones de participación para
 legitimar los resultados.
Si
 triunfa el “sí”, no hay sino negociar la separación en un clima de 
confianza y colaboración. Si triunfa el “no”, el Govern se ha 
comprometido a convocar nuevas elecciones autonómicas. 
Y
 no hay más, ni nunca lo hubo. Hoy, tras la monumental pitada a España 
en las personas de su Rey, sus gobernantes corruptos y su oposición 
claudicante, que la prensa internacional recoge ampliamente, solo existe
 un camino: la celebración del referéndum de autodeterminación el 1º de 
octubre próximo. De haberlo pactado antes y negociado los términos 
(plazos, pregunta, participación, porcentajes), el nacionalismo español 
habría podido ganarlo. Al no hacerlo y no poder impedirlo, lo habrá 
perdido.
 
Y Cataluña habrá ganado.
 
 
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED