Cuenta Woodward en su último libro, significativamente titulado Fear, o sea 'Miedo', que durante las reuniones preparatorias del viaje oficial a Arabia Saudí, con el que Trump inició su política exterior, hubo un momento de estancamiento.
Que un presidente norteamericano eligiera Riad como 
su primer destino, tenía que tener rédito económico. Se hablaba de un 
megacontrato de venta de armas, pero los saudíes no movían su cifra de 
inversión.
"Voy a hacer una llamada telefónica", dijo entonces Jared Kushner, yerno y asesor de Trump, al director para Oriente Medio del Consejo Nacional de Seguridad, Derek Harvey.
 Kushner marcó un número de Riad y habló con su "amigo" en la corte 
saudí. El asunto se desbloqueó de inmediato con una inversión adicional y
 Trump visitó al rey Salman el 20 y 21 de mayo de 2017.
Un mes después, el "amigo" de Kushner fue nombrado 
príncipe heredero y viceprimer ministro, acumulando estas dignidades a 
la de ministro de Defensa, con sólo 31 años. Cuando el pasado agosto 
cumplió los 33, Mohammed bin Salman, más conocido como MBS,
 incorporaba ya a su precoz biografía el haber generado una de las 
peores crisis humanitarias de la Historia, con su intervención militar 
en Yemen. Desde esta semana pesa, además, sobre él la 
tremenda sospecha de haber ordenado el brutal descuartizamiento del 
periodista disidente Jamal Khashoggi en el consulado de Estambul.
Los detalles de esa orgía de sadismo, planificada y 
ejecutada, según todos los indicios, por brutales esbirros muy allegados
 al príncipe, han pulverizado para siempre la campaña de relaciones 
públicas, emprendida hace unos meses por MBS a escala mundial. Es cierto
 que ahora se permite conducir a las mujeres saudíes y que algunos 
corruptos de alcurnia han sido encarcelados, pero lo que va a quedar de 
su paso por Madrid es la siniestra imagen de su acompañante Mutrab,
 identificado como una de las fieras que acabaron con Khashoggi en un 
espeluznante ritual, sólo equiparable a las sanguinarias "performances" 
de los carniceros del ISIS.
Una vez que la opinión pública mundial ha conocido, 
entre estupefacta y horripilada, todos los detalles, presuntamente 
reflejados en la grabación en poder de las autoridades turcas, nuestra 
civilización afronta una prueba de fuego decisiva. Si el lamento de 
Khashoggi, en su última columna en el Washington Post, de que 
los ataques a la libertad de prensa en el mundo árabe sólo generan 
condenas rutinarias, seguidas del silencio, se convierte en una macabra 
profecía autocumplida; es decir, si aceptamos, por utilizar sus propios 
términos, que las violaciones de los derechos humanos en el mundo árabe,
 incluso cuando alcanzan este nivel de atrocidad, quedan blindadas por 
el "nuevo Telón de Acero" de los intereses económicos y la Realpolitik, estaremos aceptando el retroceso de la comunidad internacional a la noche oscura de la barbarie.
Será imposible seguir asociando la cuarta revolución
 tecnológica, la globalización y la sociedad de la información al 
perfeccionamiento de la especie humana, si este crimen feroz no tiene un
 castigo contundente. O las autoridades saudíes colaboran en el pleno 
esclarecimiento de los hechos y ponen a disposición de la justicia a 
todos los sospechosos, incluido el propio príncipe heredero, o las 
democracias dignas de tal nombre deberán adoptar drásticas sanciones 
contra el reino wahabí, por graves que puedan ser las consecuencias.
Cada país tendrá que asumir una porción de ese 
riesgo. En lo que nos concierne, sería decepcionante que esta próxima 
semana, cuando comparezca en el Congreso para hablar del contrato de 
venta de bombas, Sánchez siga escudándose en que no 
somos responsables de lo que sucede fuera de nuestras fronteras, para 
anteponer la preservación de los puestos de trabajo en Navantia a cualquier consideración sobre la brutal deriva del régimen saudí. 
Es fácil imaginar que la ineludible reapertura de este debate servirá a Podemos de pretexto para cargar contra la corona, a cuenta de los embarazosos vínculos de Juan Carlos I con los saudíes. Pero, al margen de que los, igualmente impresentables, lazos del partido de Iglesias con el no menos criminal régimen iraní, que pugna con Riad por la hegemonía en Oriente Medio, restan mucha credibilidad al empeño, lo esencial es que Felipe VI aprenda de lo ocurrido y marque distancias con esta repulsiva monarquía, tantas veces presentada como "hermana".
Lo que haga España, o la propia UE, será en todo caso secundario, frente a la actitud que finalmente adopte Estados Unidos.
 Tanto por su supuesto liderazgo mundial en la promoción de los valores 
democráticos,  como por la magnitud de sus relaciones con Arabia Saudí,
 como por el hecho de que Khashoggi vivía en los Estados Unidos y 
publicó en los Estados Unidos los artículos críticos que, supuestamente,
 llevaron al Príncipe Mohammed a dictar la más siniestra de las fatuas. 
Estamos ante la encrucijada clave de la presidencia
 de Donald Trump, toda vez que el aislacionismo inherente a su América 
First y la práctica desaparición de la causa de los derechos humanos en 
su agenda internacional han supuesto una especie de patente de corso 
para que dictaduras de todo signo actúen con impunidad. No deja de ser 
incluso pertinente la pregunta que un analista de la BBC 
planteaba esta semana: "¿Cómo habrán interpretado los ataques de Trump 
contra los medios, presentando a los periodistas como "enemigos del 
pueblo", los déspotas que alrededor del mundo quieren silenciar a sus 
críticos?".
Hasta ahora, Trump ha utilizado sus palabras más gruesas contra los reporteros y columnistas del Times o del Post,
 además de contra las figuras de la oposición demócrata. De hecho, esta 
misma semana ha hablado de gente "diabólica", pero no refiriéndose a los
 asesinos de Khashoggi, sino a los denunciantes del juez Kavanaugh por sus pasados abusos sexuales.
Hasta en su propio entorno conservador, causa 
perplejidad su condescendencia con los autócratas que ejercen el poder 
con mano de hierro. Empezando, por supuesto, por el amo del Kremlin, cuya sombra planea cada vez con más fuerza sobre la manipulación electoral a su favor. 
El propio presentador estrella de Fox News, Bill O'Reilly, le espetó en una entrevista al comienzo de su mandato, algo que ya era obvio desde el caso Litvinenko y ha quedado refrendado por el caso Skripal:
 "Putin es un asesino". Trump se salió por la tangente, minando todo 
atisbo de adhesión a los estándares morales propios de una democracia: 
"Hay muchos asesinos. Tenemos muchos asesinos... ¿O acaso cree que 
nuestro país es tan inocente?".
Lejos quedan ya los tiempos en los que la caída de las dictaduras en España, Portugal, Grecia y gran parte de América Latina, seguida del desmoronamiento del muro de Berlín,
 auguraba un proceso de democratización universal, auspiciado desde 
Washington. Las primaveras árabes fueron el último efímero repunte de 
ese optimismo antropológico, enterrado, en realidad, bajo los cascotes 
de las Torres Gemelas. Ni siquiera el multilateralismo, impulsado por Obama como refugio de la razón en un planeta sumido en la crisis y el caos, ha resistido los embates del populismo.
El mundo que Trump está contribuyendo a cincelar se
 asemeja mucho más al viejo orden medieval, formado por una serie de 
Estados-castillo, bajo la férula de su correspondiente señor feudal. 
Cada uno impone la ley de la fuerza a sus vasallos y va tejiendo las 
telas de araña de sus alianzas y contra alianzas, hasta formar una 
jungla de lianas entrelazadas, tan tupida como el más complejo encaje de
 guipur. 
Es significativo que las pruebas del asesinato de 
Khashoggi estén en manos de un régimen como el turco que muy bien podría
 haber incurrido en episodios parecidos. Por muchas elecciones que 
celebre, tomar a Erdogan por demócrata es como 
confundir un otomán con un otomano.  Al final, sabremos lo que a él le 
interese que se sepa, en función de cuánto pueda obtener de Washington y
 Riad. Veremos si no termina refrendando la ominosa, pero conveniente, 
mentira de que el periodista disidente murió en el transcurso de una 
pelea en el consulado.
Quiso el destino que cuando Trump visitó Arabia 
Saudí, una de las imágenes más difundidas fuera una, bastante esotérica,
 en la que, inaugurando un pretendido Centro de Prevención del 
Extremismo, ponía sus manos, junto a las del rey Salman y el dictador 
egipcio Al-Sisi -otra hermanita de la caridad-, sobre 
un globo terráqueo luminoso. Inmediatamente hubo quien la presentó como 
un remedo de las viñetas de los cómic de Márvel, en las que los jefes de la organización criminal Hydra obtienen su fuerza de un cubo de similares características.
La hidra de los tiranos asesinos tiene hoy 
múltiples cabezas y todas están bien a la vista. Pero lo último que ha 
dicho Trump del príncipe Mohammed, cuando ya se conocía el horrible fin 
de Khashoggi, es que se trata de "un buen tipo". Es la misma regla de 
tres por la que otorga a Erdogan "notas muy altas", elogia "el gran 
trabajo" del filipino Duterte, al dar manos libres a la
 policía para matar a tiros a los narcotraficantes, califica al tal 
Al-Sisi de "hombre fantástico", asegura haber "quedado prendado" nada 
menos que de Kim Jong-un en su reunión de Singapur y describe como una "persona maravillosa" al líder chino Xi Jinping,
 cuyo aparato represor acaba de engullir al mismísimo presidente mundial
 de la Interpol, sin explicación alguna. Es obvio que si no dice cosas 
similares de Nicolás Maduro o los ayatolas iraníes, es por razones geoestratégicas y no morales.
Trump se ha declarado sorprendido por el "impacto 
global" de lo ocurrido en el consulado saudí en Estambul. Es evidente 
que a MBS se le ha ido la mano al producir esta tenebrosa película de 
cine gore, en la que la sierra del médico real y la carne y los huesos 
del periodista descuartizado eran de verdad. El mundo ya no puede 
ponerse los cascos para dejar de escuchar los alaridos. Sólo el castigo 
de los culpables podrá acallarlos y sólo la destitución de MBS podrá 
permitir unas relaciones normales con el Reino de los señores del 
petróleo. Como concluía el editorial del New York Times el viernes, la casa de Saúd no anda precisamente corta de potenciales príncipes herederos.
Como ocurrió en España con la aparición de los restos de los cuerpos torturados de Lasa y Zabala,
 hay momentos en que es imposible mirar para otro lado. En que es 
imposible escudarse en la vaga conciencia de que siempre han sucedido 
cosas así porque la mirada topa con un horror concreto, inmediato e 
inexcusable.
Porque una cosa es que no podamos esperar que países como Arabia Saudí vayan a transformarse, como le dijo el viejo rey Faisal al embajador de Kennedy, "en un segundo campus de Berkeley",
 y otra que la hidra de los tiranos homicidas convierta nuestra aldea 
global en una inmensa "casa de pique" en la que, como ocurre en el 
puerto de Buenaventura, en el Pacífico
 colombiano, se descuartice vivos a los adversarios para que sus almas 
no puedan volver a habitar en ningún cuerpo. Debemos impedir que eso 
suceda, al menos en el plano de la memoria. Si la humanidad se encoge de
 hombros, las campanas no doblarán por Khashoggi sino por todos 
nosotros.
(*) Periodista y editor de El Español