España es un país difícil. La derecha lo quiere simplificar. Es ese, 
desde los Reyes Católicos, su impulso histórico: lo llamaré el "
método 
Procusto", por el mitológico ladrón que ajustaba el cuerpo de sus 
huéspedes, sierra o martillo mediante, al tamaño de la cama; o también 
"
método Gordias", en referencia al complicadísimo nudo que Alejandro 
Magno, sin tiempo que perder, cortó de una cuchillada para conquistar la
 Frigia. La derecha quiere decidir el tamaño de España. La derecha 
quiere deshacer el nudo llamado España a golpes de espada.
Como sabemos, hay dos figuras retóricas que utilizamos con 
frecuencia, de manera cotidiana y banal, y de las que a veces abusan los
 periodistas y los políticos. Tenemos, por un lado, la sinécdoque, que 
consiste en nombrar la parte por el todo o viceversa; y tenemos la 
prosopopeya, mediante la cual atribuimos cualidades humanas a una 
entidad o concepto abstracto. 
Sin ellas sería muy difícil hablar y casi 
imposible dar la mayor parte de las noticias; pero su uso esconde a 
veces trampas conceptuales potencialmente engañosas. "Los españoles 
votan a la derecha" o "los españoles votan a la izquierda" son 
sinécdoques a través de las cuales solemos resumir un resultado 
electoral, olvidando que los partidos que pierden las elecciones también
 están compuestos de españoles. "España vota a la derecha" o "España 
vota a la izquierda" son, por su parte, prosopopeyas que se representan 
España como una persona vida dotada de una única voluntad.
Si pretendemos titular las elecciones del pasado domingo mediante 
estas dos figuras retóricas, hay que reconocer que tan legítimo es que 
Feijóo declare que "España y los españoles han votado al PP" (pues ha 
sido, por los pelos, el partido más votado) como que Sánchez y Díaz 
afirmen que "España y los españoles rechazan las políticas reaccionarias
 del PP y de Vox"" (toda vez que, en efecto, el resultado no da a la 
derecha una mayoría suficiente para formar Gobierno). 
¿Quién ha ganado 
entonces las elecciones? No las ha ganado, no, la derecha, pese a la 
exigua ventaja en votos de Feijóo sobre Sánchez,  pero tampoco —seamos 
un poco sensatos— las ha ganado la izquierda, por muy grande que sea 
nuestro alivio desde el pasado domingo.
¿De quién ha sido la victoria? Las elecciones, digamos la verdad, las
 ha ganado la dificultad. Y eso es manifiestamente bueno. Pues si 
aceptamos, como sostengo en el primer párrafo, que España es un país 
difícil (una radical complejidad histórica y territorial, un nudo 
endiablado), podemos rematar todos estos tropos poéticos afirmando que 
"España ha elegido la dificultad" o, valga decir, que "España se ha 
votado a sí misma" o, a modo de colofón retórico, que "España ha ganado 
las elecciones". 
Esto es lo realmente bonito e incómodo del 23J: España 
quiere ser difícil, aunque no quepa bien en el lecho de Procusto; pide 
ser desatada con cuidado, como un nudo enrevesado, y no ser forjada en 
un molde de un solo hachazo. Este "querer ser difícil" es lo que a veces
 se llama, con otro nombre, democracia.
Bienvenida sea, pues, esta dificultad precariamente victoriosa que la
 derecha, desde don Pelayo, quiere simplificar de un tajo. Bienvenido 
sea un resultado electoral que reivindica —también por los pelos— la 
complejidad democrática sobre la simplicidad retórica y autoritaria. 
Bienvenido sea ese país difícil que asoma a veces entre las costuras y 
que nunca acabamos de construir.
España, sí, es un país difícil y lo es por muchas razones. Algunas 
las comparte con el resto del mundo: neoliberalismo revolucionario, 
desigualdades sociales, descrédito de las instituciones democráticas. 
Pero frente a las crisis globales cada país reacciona recapitulando y 
actualizando su propia historia. No sé si la de España es la más triste,
 como lamentaba Gil de Biedma, pero está quizás en el top 10.
El miedo que muchos hemos pasado en las semanas anteriores a las 
elecciones y el alivio con que respiramos desde el domingo pasado tiene 
mucho que ver con este regüeldo o regreso del estilo hispano: ausencia 
de élites democráticas, alianza entre los intereses económicos y el 
pensamiento reaccionario, negación radical del otro en nombre de una 
España encogida y homogénea en la que precisamente España —la España 
difícil que ha sacado la cabeza en las últimas décadas— no cabe.
Paradójicamente la derecha española ha llamado siempre "España" a una
 idea abstracta muy simple y "anti-España" a la difícil España realmente
 existente. Nuestra derecha se ha radicalizado, como la estadounidense, 
la italiana o la brasileña, pero lo ha hecho de una manera muy castiza, 
mediante un negacionismo patriótico que niega precisamente la endiablada
 dificultad de España. 
Esta es la paradójica dificultad adicional de un 
país difícil y mal construido: la de una derecha premoderna que quiere 
simplificar todas las dificultades: las relaciones entre los cuerpos, 
las relaciones entre los territorios, las relaciones entre los poderes, 
las relaciones entre las clases, las relaciones entre las memorias.
Así
 que convendría no olvidar algunas cosas. La primera: que esa derecha 
simplona y radical no ha ganado, pero tampoco ha perdido las elecciones.
 El domingo pasado no consiguió los votos necesarios para gobernar el 
Estado, pero gobierna la mayor parte de las instituciones locales y 
autonómicas y, sobre todo, opera ya en una sociedad antropológicamente 
más neoliberal, más reaccionaria y menos democrática.
Tampoco conviene olvidar —en segundo lugar— que la España difícil que
 ha ganado las elecciones (por utilizar la sinécdoque abusiva banal) no 
es de izquierdas: el escrutinio visibiliza de hecho la España 
republicana y federal que aún no existe de derecho. En España no hay, 
como se cree, un bloque de derechas enfrentado a un bloque de 
izquierdas.
Hay una derecha castiza, nacional, simplificadora y radical, 
enfrentada a una constelación territorial e ideológica diversa: formada 
—es decir— de dos izquierdas españolas (PSOE y Sumar, una más moderada y
 otra más transformadora), tres izquierdas nacionalistas no homologables
 entre sí (ERC en Catalunya, Bildu en el País Vasco y BNG en Galicia) y 
dos derechas nacionalistas, vasca y catalana, cuyos programas no se 
reducen al pragmatismo económico (PNV y Junts).
La España difícil es tanto de izquierdas como de derechas; por eso es
 ya republicana y federal y por eso, frente a la España simplona de 
Procusto y Alejandro, es mucho más democrática. España, de hecho, lo 
sabemos, no puede gobernarse democráticamente sin los nacionalismos 
centrífugos, de izquierdas y de derechas, a los que habrá que agradecer 
que, en una coyuntura difícil (y a veces con un ejemplar sentido de la 
responsabilidad), estén ayudando a las izquierdas españolas a salvar la 
democracia y el derecho en España.
A cambio, el futuro Gobierno de coalición —si, como espero, llega a 
formarse— debería hacer explícita de una vez por todas la dificultad 
nuclear de nuestro país y movilizar todos los medios a su alcance para 
convencer a los ciudadanos de que la democracia —la complejidad 
negociadora, el nudo desatado a muchas manos— es mucho más 
satisfactoria, pacífica y eficaz que cualquier simplificación 
patriótica. 
Frente a la tentación de la simplicidad, alimentada por 
buena parte de los medios de comunicación, necesitamos una pedagogía de 
la dificultad: un patriotismo de nudos y lazos y no de tajos y atajos.
El verdadero desafío para ese Gobierno será el de construir una 
sociedad menos neoliberal, menos reaccionaria y más democrática que deje
 hablar y votar, pero no mandar, a los simplificadores. 
La España 
difícil que se ha votado a sí misma no se va a imponer en los próximos 
cuatro años como pluralidad de destino en lo territorial, pero el PSOE 
de Sánchez (del otro mejor no hablar) no debería olvidar que, más allá 
de sus negociaciones con Junts, la democracia en España seguirá estando 
en peligro mientras no se haga retroceder al mismo tiempo el 
neoliberalismo, el oscurantismo mediático y el castizismo institucional y
 territorial. 
La España difícil debe ser, de manera simultánea, un hecho
 electoral y un proyecto de futuro.
Pero la España difícil —por último— es ese conglomerado de cálculos, 
desencantos y temores que ha comparecido, de manera inesperada y en el 
último minuto, en unas elecciones en las que muchos votantes de 
izquierdas han votado a regañadientes y sin esperanza de representación. 
El PSOE no debe olvidar, por ejemplo, a los muchos votantes de Sumar 
que le han prestado el voto en provincias donde solo el partido de 
Sánchez podía obtener escaños. Una parte de Sumar está hoy dentro del 
PSOE y eso debe reflejarse en los acuerdos de Gobierno y en las leyes. 
Sumar, por su parte, no debería olvidar a los muchos abstencionistas 
convencidos que le han prestado el voto por temor a las políticas 
simplificadoras de la derecha radical. Si Sumar quiere comprometer para 
siempre a ese electorado intermitente de izquierdas tendrá que llevar su
 programa económico y social al Consejo de Ministros, sí, pero también 
ofrecer a los jóvenes que se politizan una organización acogedora, 
plural y democrática: el país difícil no puede ser aún federal y 
republicano, pero nuestras organizaciones políticas sí.
El 23J fue un alivio, no un triunfo. Ahora toca trabajar, atando y 
desatando nudos, para formar un gobierno que represente y defienda la 
España difícil y democrática y deje poco a poco sin habitantes, mediante
 leyes mejores y mejor defendidas, esa España simplificadora y 
autoritaria que la derecha castiza radicalizada (racista, machista, 
homófoba y neoliberal) va a seguir tratando de imponernos, con 
democracia o sin ella.
 
(*) Escritor, filósofo marxista y ensayista
 
https://blogs.publico.es/dominiopublico/54407/quien-ha-ganado-las-elecciones/