Decía
 Leonardo, con razón, que el agua “es la fuerza motriz de toda la 
naturaleza”. Es sinónimo de vida y, su carencia, de muerte. El ser 
humano utiliza para sí mismo, es decir, para uso doméstico, tan sólo el 
10 por ciento del consumo total de este limitado recurso. Hay otro 20 
por ciento que se emplea en la industria y en la generación de energía. 
El grueso de este preciado líquido, alrededor de un 70 por ciento, es 
consumido por la agricultura (en el más amplio sentido del concepto: 
incluye ganadería, piscicultura y silvicultura) y en algunos países 
dicho porcentaje alcanza hasta el 90 por ciento del uso total. En esos 
países –los más pobres- la mitad del agua empleada para la agricultura 
se pierde por evaporación al regar mientras que la otra mitad aplaca la 
sed de los campos de cultivo.
El uso de agua sin restricciones ha crecido a nivel global a un ritmo
 vertiginoso: dos veces más deprisa que el aumento de la población en el
 siglo XX. Y cuando estamos a punto de entrar en la tercera década del siglo XXI,
 la presión demográfica, el ritmo de desarrollo económico, la 
urbanización, la contaminación y la pérdida indiscriminada de agua 
debida a una mala gestión están ejerciendo una presión sin precedentes 
sobre la principal fuente de vida del planeta. 
Si a esto le añadimos el 
fuerte impacto del cambio climático y la transformación de las dietas, 
-del consumo de cereales y tubérculos hemos pasado al de proteínas 
animales, que requieren diez veces más agua para su producción- el 
resultado es que en muchas regiones ya no es posible el suministro de un
 servicio de agua fiable.
Este último dato es el que nos debería preocupar más. La FAO
 prevé que la producción de alimentos a partir del riego crezca en más 
del 50 por ciento para 2050, pero la cantidad de agua extraída por el 
sector agrícola puede aumentar sólo un 10 por ciento, siempre que seamos
 capaces de utilizar el agua de forma sostenible y no como hasta ahora. 
Ese incremento, traducido en alimentos, significa que serán necesarias 
1.000 millones de toneladas más de cereales y 200 millones de toneladas 
más de carne para cubrir la demanda. 
Para la producción de alimentos en 
la actualidad se utiliza el 70 por ciento del agua dulce disponible. Son
 cifras brutales: para producir un kilo de carne hacen falta 15.000 
litros de agua. En 2014 se produjeron 314 toneladas según FAO,
 es decir, que sólo en producir filetes se invirtieron casi 5.000 
millones de litros de agua. Para producir un kilo de arroz hacen falta 
1.500 litros de agua. En 2017 se produjeron 754 toneladas de arroz. Para
 producir un kilo de patatas bastan 150 litros, para uno de tomates 80.
El crecimiento constante de la población obliga a producir más comida
 mientras las señales de alerta del planeta piden reducir el impacto 
medioambiental de la producción de alimentos. Ese impacto se traduce, 
entre otras cosas, en la contaminación de los recursos hídricos. A la 
necesidad de producir más se ha respondido con un aumento de la 
irrigación. 
Según datos de la FAO, de los 139 
millones de hectáreas irrigadas en 1961 se ha pasado a 320 millones en 
2012. Además se ha intensificado el uso de los suelos, y la utilización 
de fertilizantes y pesticidas se ha disparado siendo hoy diez veces 
superior a 1960. Eso ha provocado que las aguas subterráneas de los ríos
 y arroyos cercanas a las zonas de cultivo cada vez estén más 
contaminadas.
En los países desarrollados la contaminación del agua provocada por 
la agricultura y la ganadería ya supera a la provocada durante décadas 
por la industria. Por ejemplo en la Unión Europea el 38% de los recursos
 hídricos están amenazados por la polución agrícola. 
En Estados Unidos 
es la principal causa de contaminación de ríos y arroyos y en China la 
contaminación de aguas subterráneas se debe esencialmente a la 
agricultura. En los países de bajos ingresos, en cambio, la principal 
causa de la contaminación del agua son las aguas residuales municipales e
 industriales, que son vertidas sin ningún tipo de tratamiento a ríos y 
lagos. Prácticamente el 80% de las aguas residuales de las grandes y las
 pequeñas urbes del planeta regresan al medio ambiente sin tratar. 
Por 
cada litro de agua con residuos se contaminan ocho. Por eso hoy una de 
las grandes batallas de la sostenibilidad está en el tratamiento y 
reutilización de las aguas residuales. Y la FAO
 está entre las organizaciones que encabezan un movimiento que bajo el 
paraguas de iniciativas como la Nueva Agenda Urbana de la ONU
 buscan impulsar la reutilización de las aguas residuales para luchar 
contra la alteración del ciclo del agua que está provocando el aumento 
de la escasez de este bien cada vez más preciado.
Pero además de para regar sus campos, el hombre necesita agua para 
beber y para su aseo personal. En los países industrializados, desde 
España a Estados Unidos, abrir un grifo y servirse un vaso de agua es 
parte de la rutina diaria pero en las áreas rurales de numerosos países 
de África o Asia ese gesto es sólo parte de las películas americanas que
 les muestran en televisión. 
En sus casas o no hay grifos o los que hay 
no les ofrecen precisamente agua segura. En 2015 aún había 663 millones 
de personas en el planeta que bebían de las fuentes de agua no mejorada,
 es decir, de pozos o manantiales no protegidos contra los residuos 
fecales o incluso de las aguas superficiales de ríos y lagos, 
consideradas las más expuestas a la contaminación. 
Ocho de cada diez 
vivían en zonas rurales y prácticamente la mitad de ellos en el África 
subsahariana. Además 2.100 millones no tenían acceso a agua potable 
dentro de su casa, lo que les obligaba a desplazarse a diario en busca 
de agua –entre un minuto y más de 30 minutos- y 4.500 millones carecían 
de una letrina propia y acceso a alcantarillado seguro. Todas estas 
carencias tienen un impacto directo sobre la salud puesto que la falta 
de saneamiento seguro o agua potable favorece la propagación de 
enfermedades.
¿Habrá tierra, agua y capacidad humana suficiente para producir alimentos para todos? Según los cálculos de FAO
 los recursos existen pero si nuestra gestión del agua sigue siendo la 
misma que en 2018, habrá graves crisis de escasez de agua en muchos 
lugares del mundo. Seguir haciendo lo de siempre no es una opción 
viable. Para poder garantizar la seguridad alimentaria del planeta es 
necesario hacer cambios reales en la forma en la que se regula y usa el 
agua en la agricultura, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad que 
utilizamos.
La FAO calcula que sería posible duplicar 
la producción actual de alimentos de aquí a 2050 utilizando de forma 
intensiva sólo los recursos de tierras y aguas que ya están dedicados a 
la agricultura pero para conseguir los resultados adecuados sería 
esencial hacerlo de forma sostenible, es decir, utilizando de forma 
eficaz los recursos de tierra y agua sin causarles prejuicios. Sin 
embargo, hasta ahora la excesiva presión demográfica unida a prácticas 
agrícolas insostenibles ha puesto en peligro muchos sistemas de 
producción agrícola.
La creciente escasez de agua es hoy uno de los desafíos principales 
para el desarrollo sostenible, y ese problema aumentará a medida que la 
población mundial siga creciendo y se intensifique el cambio climático. 
Está, además, cada vez más presente en el origen de conflictos 
regionales: numerosos expertos señalan que muchas de las guerras del 
siglo XXI tendrán como finalidad controlar 
este preciado líquido sin el que no podemos sobrevivir. Es ya una fuente
 constante de tensiones fronterizas, especialmente en Oriente Medio.
Frente al desafío de la escasez de agua, la comunidad internacional incluyó un objetivo específico de desarrollo sostenible (ODS) para el agua dentro de la Agenda 2030 aprobada por la ONU
 en 2015. Sin una mejora clara en la gestión del agua será imposible 
alcanzar los objetivos trazados por la comunidad internacional.
En pocas palabras, en efecto, puede haber agua para todo y para todos: pero sólo si la sabemos gestionar de forma apropiada.
(*)  Director de Comunicación de FAO