 MADRID.- Cuando el joven Max Holleran aterrizó en Granada a principios de la pasada década como estudiante universitario, se encontró con una España fascinante para la mirada de un futuro sociólogo.
 “El país atravesaba una crisis de identidad muy interesante en ese 
momento: había pasado de ser un lugar de emigración a otro de inmigración”, recuerda hoy. “También era un momento en el que la gente estaba reevaluando el estatus económico del país, desde una 'Europa pobre' a un país económicamente boyante con un nivel de vida muy superior”, tal como recoge El Confidencial.
MADRID.- Cuando el joven Max Holleran aterrizó en Granada a principios de la pasada década como estudiante universitario, se encontró con una España fascinante para la mirada de un futuro sociólogo.
 “El país atravesaba una crisis de identidad muy interesante en ese 
momento: había pasado de ser un lugar de emigración a otro de inmigración”, recuerda hoy. “También era un momento en el que la gente estaba reevaluando el estatus económico del país, desde una 'Europa pobre' a un país económicamente boyante con un nivel de vida muy superior”, tal como recoge El Confidencial. 
Dos décadas más tarde, Holleran, investigador en la Universidad de 
Melbourne y editor de la editorial Public Books, ha publicado en 
'Journal of Sociology' un 
retrato
 de la España de la última década a través de 33 testimonios. "La 
generación perdida de la crisis de 2008: memoria generacional y 
conflicto en España" explora la ruptura entre la quinta de la Transición
 y sus hijos, que volvieron a convertir España en un país de 
migraciones. Al extranjero, al pueblo o a casa de los padres. Una imagen
 quizá chocante desde su punto de vista, ya que Australia fue uno de los países menos afectados por la crisis.
“España y Grecia sufrieron más y durante más tiempo tras la crisis de
 2008”, recuerda a El Confidencial durante un descanso en la escritura 
de su primer libro. “Los 'millennials' en España son conscientes de que 
estos sueldos perdidos les perseguirán durante el resto de sus vidas, 
tanto como experiencia como por una capacidad de ahorro menor a la de la
 generación anterior”. El panorama es el opuesto al de la España que se 
encontró al llegar a Granada. Uno en el que el espejismo se ha desvanecido.
Marta, una licenciada en turismo de 28 años que había pasado el año anterior en paro; Álvaro, de 27 años, que había comenzó a trabajar en la 
construcción
 en 2004 y que, tras el estallido de la burbuja, se vio obligado a 
volver a casa de sus padres mientras malvivía trabajando en una tienda 
de equipamiento para la vendimia de segunda mano; Raquel, una 
farmacéutica de 26 años que no quería emigrar porque pensaba que, de 
hacerlo, sus padres terminarían matándose por el estrés de llevar un 
negocio ruinoso, o Beatriz, de 23 años, que tras estudiar 
telecomunicaciones decidió volver al pueblo. Estos son algunos de los 
personajes que recorren el estudio y que repiten algunos de los tópicos 
generacionales. Precariedad, sobrecualificación, promesas incumplidas.
“En España (como en el sur de Europa), había una sensación de haber 
vuelto a la casilla de salida, era de nuevo un país pobre comparado con 
Alemania y Holanda”, responde el australiano. “Eso creó un escenario de 
'retorno al pasado'. La gente vio cómo el progreso económico de los 
noventa y principios de los dosmil se había borrado”. Lo que Holleran 
encontró fue paro, hipotecas imposibles de pagar y migración, 
cosas que parecían pertenecer a los años setenta. Y algo más que parece 
haberse quedado: una precariedad asumida y que ha desaparecido del 
discurso oficial.
“Afortunadamente, la economía está repuntando, 
pero es difícil decírselo a alguien que haya estado en paro (o mejor 
dicho, subempleado) los últimos 10 años, porque no mide su salud 
económica usando macroindicadores, sino que piensa en su cuenta corriente, la deuda de su tarjeta de crédito, y si puede permitirse 
comprar un piso”,
 responde. “La generación perdida sentirá una sensación agridulce por 
los ingresos perdidos y, más importante, las oportunidades perdidas. 
Eran la generación mejor formada y no pudieron trabajar (y contribuir a 
la sociedad de forma significativa) durante años”.
Es la marca de Caín de toda una generación, esa “incertidumbre e impotencia”
 que, a juicio del autor, marcará sus vidas. “Los optimistas dirían: son
 más autosuficientes y han aprendido a apreciar lo que es realmente 
importante en la vida”, explica. “Los pesimistas dirían: sufren un 
trauma colectivo que los perseguirá incluso cuando la economía se haya 
recuperado por completo”. 
Recuperando el tiempo perdido
"La
 generación anterior nos falló completamente: no hicieron por la 
democracia todo lo que decían (...) se unieron a la Unión Europea para 
ganar dinero para ellos (…) gastaron y gastaron y gastaron y cuando llegó la factura, desaparecieron".
¿Qué
 ha sido de sus 33 entrevistados un lustro después (las entrevistas se 
realizaron entre 2013 y 2016)? “He mantenido el contacto con algunos y 
les va mejor”, reconoce. “Los que no, se han resignado al subempleo y 
creo que básicamente han comenzado a reconsiderar lo que es importante en su vida (especialmente aquellos que se mudaron al pueblo)”.
¿Una generación marcada indefectiblemente por el rencor? “Creo que 
hay una actitud más positiva desde las entrevistas”, valora. “La 
economía se está recuperando poco a poco y la gente de la generación 
perdida está reintegrándose en el mercado laboral. Sin embargo, eso no 
significa que se hayan desecho de esa identidad de 'haberse quedado 
atrás'. Muchos están formando familias, intentando hacerse sitio y acelerar sus carreras, pero es difícil después
 de un desempleo tan prolongado sin ahorros. Incluso si la economía 
española mejora, habrá una gran frustración entre esa generación, porque
 tendrá efectos en sus ingresos a lo largo de toda su vida”.
Holleran dedicó otra de sus 
investigaciones
 al turismo en España, al que define como “una suerte y una maldición”. 
“Es parte importante de la economía y ha ayudado a algunas regiones 
menos desarrolladas, pero también ha contribuido a la burbuja 
inmobiliaria. Laboralmente, es estacional, no está bien pagado y no tiene salidas”, explica. Sin embargo, se convirtió en la salida por excelencia para muchos de sus entrevistados, que vivían en la 
Comunidad Valenciana.
 “Apoyarse demasiado en el turismo es un problema económico y 
medioambiental, pero no se ha hecho lo suficiente en España para 
cambiarlo”.
La España que se odia a sí misma
"Nos dieron un sistema que no funcionaba, sí, pero mi generación fue muy vaga después del euro (…) Pensamos 'trabaja la mitad y cobra el doble' (…) esa era la promesa (…) la gente pensaba que el euro era como un dios que había venido a salvarnos".
El sorprendido investigador se dio de bruces con cómo los españoles habían asumido sin rechistar la imagen caricaturizada que
 de ellos se había pintado desde el norte de Europa. Así, muchos habían 
aceptado que la culpa de su situación era solo suya, una consecuencia de
 un estilo de vida comprado a crédito. “Es curioso, porque esa imagen 
hace referencia a muchas cualidades culturales que suelen celebrarse: la
 apertura, la actitud relajada hacia la vida, el tiempo en familia, los 
amigos cercanos, las juergas”, recuerda Holleran.
Precisamente aquellas cosas que los 
turistas alemanes
 venían buscando a nuestro país. “La misma crítica de la cultura 
española usada durante la crisis en lugares como Alemania era lo mismo 
que se habría resaltado en un folleto turístico antes de 2008: la 
mentalidad de 'mañana', la cultura fiestera, las largas comidas, las 
conversaciones con los amigos tomando tapas”. El australiano considera 
que los países del norte recogieron esos lugares comunes y los 
utilizaron como un arma para castigar al displicente sur, que se lo tomó
 como algo personal. “Por supuesto, las estadísticas no muestran ninguna clase de vaguería”.
Y añade un punto conspirativo, pero realista, al asunto: si los españoles internalizamos ser unos vagos es porque era muy útil políticamente.
 “Las crisis financieras suelen ser causadas por grandes actores 
institucionales que a menudo se han arriesgado demasiado. Estas empresas
 solicitan a los gobiernos, y por lo tanto a los contribuyentes, que 
acaten parte de su responsabilidad en forma de deuda. Algo más fácil de 
conseguir si te sientes responsable”.
¿El trabajo dignifica?
"Me dijeron que terminaría rompiéndome la espalda y que se reirían de mí por no tener estudios (…) Pero dije, 'hay granjeros ganando 75.000 al año vendiendo aguacates a los supermercados franceses, así que no voy a perder el tiempo".
El
 desencanto generacional tiene letra económica, pero su música es 
laboral. Todos los entrevistados muestran por activa o por pasiva su 
frustración respecto al empleo, ya sea por el paro prolongado, por no 
haber conseguido lo que se les prometió o haberse visto expulsados de una jauja inesperada.
 La consecuencia lógica, una relación con el empleo que pone en tela de 
juicio el principio de 'ora et labora', transformado en 'estudia, labora
 y gana mucho'.
“Las expectativas son el gran problema”, responde el sociólogo. 
“Ocurre lo mismo en todo el mundo desarrollado. La gente en los países 
ricos quiere un trabajo bien remunerado, que le proporcione estatus, y trabajar de lo que le gusta”.
 Los testimonios de la generación perdida muestran que era una utopía. 
“Tenían una expectativa muy elevada de cómo iba a ser su vida desde el 
punto de vista material: propietarios de un hogar, vacaciones en el extranjero y un gran estilo de vida”.
No
 fue así y eso les obligó a replantearse su relación con el empleo. 
“Afortunadamente, se lo están replanteando utilizando nuevas ideas del 
ecologismo
 y repensando la economía de la propiedad así como el consumismo en 
sentido más amplio. En España, se les prometió mucho, pero los más 
jóvenes están reajustando sus expectativas preguntándose qué es lo 
verdaderamente importante para ellos y qué les hace felices. Un trabajo gratificante va a ser algo difícil de encontrar en el futuro”.
El callejón sin salida político
Leer
 el trabajo de Holleran es un ejercicio casi nostálgico, una zambullida 
en un momento y un lugar muy concretos, a pesar de que las respuestas 
tienen, en algunos casos, hasta seis años. En ellas se rastrea el 
nacimiento de una nueva conciencia política, que cristalizaría en el 
nacimiento de Podemos, que considera que era “la encarnación de la 
generación perdida pero también una coalición muy frágil”.
“En 2011 era muy fácil ver el movimiento del 
15-M y decir 'guau, esta generación va ser muy de izquierdas',
 pero también parece que algunos de ellos se unieron a las protestas por
 su frustración personal con el paro, por ejemplo, más que un verdadero 
compromiso con los principios asamblearios, el ecologismo, los derechos 
de las mujeres y una agencia explícitamente anticapitalista”, prosigue. 
Como ha mostrado el tiempo, la generación perdida está más repartida a 
lo ancho del espectro político.
Con una particularidad. Que, a 
diferencia de lo que ha ocurrido en otros países del sur de Europa que 
corrieron suertes semejantes o peores a la nuestra, no ha surgido ningún
 partido antieuropeo como tal. Otra especifidad española, que Holleran 
achaca a que “las contribuciones económicas de la UE son increíblementes evidentes en infraestructura, cultura y ciudades”.
 En otras palabras, “es difícil mantener la mentalidad de 'no han hecho 
nada por nosotros' cuando hay tantos ejemplos en tu cara”. Pero el 
futuro puede ser oscuro para la Unión también dentro de nuestras 
fronteras. Desde la izquierda, por su desconfianza hacia el mercado. 
Desde la derecha, por la inmigración. Desde todas partes, por una insatisfacción incurable.