Todo está sucediendo delante de nuestras narices pero faltaba una clave 
oculta para entender la magnitud de la farsa y la dimensión de la 
estafa. Hoy puedo aportar esa pieza del puzzle que permite que todo 
encaje. Un elemento que, por otra parte, emana de la más elemental 
aritmética electoral.
Desde el mismo instante en que el escrutinio del 20-D arrojó una 
distancia entre el PSOE y Podemos inferior a la mitad de los votos 
obtenidos por Izquierda Unida, era patente que Pablo Iglesias tenía el 
entresuelo del cielo -o sea el sorpasso, o sea la hegemonía de 
la izquierda- al alcance de la mano. Le bastaba con llegar a un acuerdo 
con alguien de ambición paralela a la suya como Alberto Garzón -siempre 
que este pastoreara a su grey- y esperar un par de años a unas 
elecciones anticipadas, una vez formalizado un pacto de gobierno 
necesariamente inestable.
Pero con la buena cabeza política que 
sus miopes detractores le niegan y la audacia que le caracteriza, Pablo 
Iglesias descubrió un atajo para ahorrarse la espera y lo encaró con 
frenesí. De acuerdo con la información que me ha facilitado una garganta
 profunda conocedora de los hechos, antes de que terminara el mes de 
enero ya tenía un acuerdo cerrado con Garzón para comparecer juntos en 
unas elecciones no anticipadas sino repetidas, en aplicación de la 
mecánica constitucional.
El broker de ese temprano acuerdo fue 
Julio Anguita, interlocutor semanal de Iglesias y Garzón por separado y 
ansioso de hacer pagar al PSOE el asesinato político del que fue víctima
 hace veinte años por atreverse a engarzar con Aznar la pinza contra el 
crimen de Estado y la corrupción del felipismo. El entendimiento fue 
fácil pues había mucha adrenalina ideológica, acumulada durante un siglo
 de historia, en el empeño de destruir al PSOE y un buen botín en 
escaños para repartir.
Para que el plan surtiera efecto sólo 
faltaban dos requisitos no menores: que se activara el reloj de la 
investidura y que transcurriera el plazo legal sin que ningún candidato 
lograra ser elegido presidente. Ninguna de las dos variables dependía ni
 de Iglesias, ni de Garzón, ni por supuesto de Anguita.
Fue casi simultáneamente cuando se estableció a espaldas de la 
ciudadanía lo que Errejón caracterizó no ha mucho en privado como "una 
relación de confianza" entre Pablo Iglesias y Mariano Rajoy. Es posible 
que muchos lectores ignoren que el término "conman", que en inglés sirve
 para identificar a los artistas del timo y la estafa, es un apócope de 
"confidence man", pues la credulidad es siempre la antesala del engaño.
No
 es que Rajoy haya confiado nunca en la integridad de Iglesias ni 
tampoco a la inversa. Pero sí que entre dos "conmen" o trileros de tan 
distinta generación, estilo y trayectoria se fraguó una relación de 
conveniencia mutua que desembocó en la más inesperada UTE política.
Hay
 que recordar cómo la gran prioridad a partir del 21-D -acaba de hacerlo
 Alberto Corazón al explicar por qué no volverá a votar a Podemos- era 
desembarazarse de un gobernante que chapoteaba en la corrupción como 
Rajoy. La pistola humeante de los SMS a Bárcenas, destinados a encubrir 
sus sobresueldos -claro que este señor cobró dinero negro, queridos 
niños-, había sido colocada en el centro de la campaña por la portada 
que exhibió en el debate a cuatro Albert Rivera y por las imprecaciones 
que le dirigió Pedro Sánchez en el cara a cara. La mayoría de los 
españoles votó por el cambio y en ese momento el cambio suponía que se 
fuera Rajoy. Quedaba por articular el Gobierno que lo hiciera posible, 
contando con el propio PP a nada que estuviera dispuesto a renovarse. Se
 cruzaban apuestas sobre cuántas semanas aguantaría Rajoy la presión de 
la opinión pública.
Fue entonces cuando Pablo Iglesias se transfiguró en el Johnny Hooker de la célebre película de George Roy Hill The Sting, que en España se estrenó como El golpe, cuando lo apropiado hubiera sido El timo,
 pues eso es lo que significa, además de "aguijón", "sting". Dentro de 
las variedades de "conmen", Hooker es el buscavidas callejero que arde 
en deseos de venganza contra la banda de Lonnegan por haber liquidado a 
su viejo amigo Luther después de que este les robara la cartera. O sea 
lo mismo que hizo el PSOE con Anguita.
Para desarrollar su plan, Hooker acude a un viejo profesional con el que a priori
 nadie le relacionaría: Henry Gondorff, alias "el Marqués", un cínico y 
flemático timador de casino que desarrolla sus trucos puro en ristre. Ni
 Pablo Iglesias es Robert Redford ni por supuesto Mariano Rajoy, Paul 
Newman; pero su reparto de papeles para llevarse al huerto a Pedro 
Sánchez -y de paso a su compañero de viaje Albert Rivera- coincide con 
el de la película.
El primer problema de la "extraña pareja" era 
poner en marcha el reloj constitucional y eso requería de un aspirante a
 la investidura distinto de Rajoy, pues dos días de debate sobre su 
candidatura lo habrían convertido en el más carbonizado de los 
churrascos. Por eso dio su famoso paso atrás ante el Rey, sólo 
comprensible a la luz del complot que estaba en marcha.
Había que 
tender una trampa a Pedro Sánchez construyendo para él un castillo en el
 aire tan atractivo como el falso garito de apuestas al que Hooker y 
Gondorff condujeron a Lonnegan, haciéndole creer que conocían con 
antelación los nombres de los caballos ganadores a través de un jefazo 
de la Western Union que difería la información telegráfica.
Rajoy hizo de Rajoy, presentándose como un pasmarote cobardón incapaz
 de correr riesgo alguno. Iglesias hizo de Iglesias, proclamando 
bravuconamente su apoyo a un gobierno de Sánchez a cambio de la 
vicepresidencia para luego rebajar sus pretensiones. Sánchez nunca 
sospechó que todo era una comedia en la que iban a pachas y mordió el 
anzuelo. Sotto voce el líder podemita hizo llegar a la calle 
Ferraz una y otra vez que si no había acuerdo en torno a lo que él 
llamaba un "gobierno de progreso", podía contar con su abstención si 
lograba el apoyo de Ciudadanos.
Por eso acudió Sánchez alegre y 
confiado a la investidura con su Pacto del Abrazo en bandolera. Y por 
eso su sonrisa se trocó en un rictus de estupor cuando oyó lo 
de la "cal viva". No por sus connotaciones pasadas, sino por lo que 
denotaba en el presente. Es obvio que Iglesias escenificó con maestría 
uno de sus brotes de esquizofrenia política para enmascarar su traición 
de fondo. "Ya sabes cómo es Pablo cuando se le hinchan las venas", le 
decían los intermediarios a un anonadado Sánchez.
El líder del 
PSOE acudió con el maletín de su capital político al falso garito de la 
investidura, lo apostó todo al caballo que creía que le llevaría a la 
Moncloa y fue desplumado de forma inmisericorde. Sólo quedaba tapar la 
farsa con otra farsa mayor.
Eso es lo que sucede en la película 
cuando repentinamente irrumpe el FBI y, en medio del barullo, Gondorff y
 Hooker fingen haberse convertido en terribles enemigos, hasta el 
extremo de que "el Marqués" abate a tiros al buscavidas. Eso es lo que 
se nos va a representar en la campaña electoral, tal vez desde el propio
 debate de mañana, con Rajoy erigido en sheriff del condado y protector 
de las gentes de orden frente a las ratas de alcantarilla que brotan de 
las sentinas para apoderarse de la ciudad. ¿A qué otra dinámica nos 
aboca un CIS que confirma no sólo el sorpasso de Podemos sino la supremacía de la izquierda sobre la derecha?
De
 acuerdo con el guión, cuando la contienda concluya veremos incorporarse
 al cadáver de Pablo Hooker para extraerse acto seguido la cápsula de 
sangre simulada que brotaba de su boca, abrazarse a Mariano Gondorff e 
iniciar el ordenado reparto del botín obtenido a costa de los partidos 
moderados. El único riesgo es que siendo ese el final feliz o al menos 
simpático que se estilaba cuando se estrenó El golpe en 1973, ahora se imponga el modelo gore de Tarantino y en una inesperada vuelta de tuerka final esto acabe como Reservoir Dogs. Ya pueden imaginar quien mataría a quien.
(*) Periodista