CARTAGENA.- Se lo dijeron las medusas. Llegaron como una plaga. Los bañistas no podían ni dar dos brazadas. Las picaduras eran corrientes. La orilla, una pista de gelatina. Un veraneante
 de aquellos años lo recuerda con humor: «¡Exagerao, nos las tirábamos a
 la cabeza o se las intentábamos meter dentro del bañador a los 
colegas!».  
En realidad, aquello no tenía nada de cómico.
 El aumento de medusas era un aviso de lo que estaba pasando en el Mar 
Menor. Uno de los síntomas de una 
enfermedad que puede acabar con él. Y en lugar de prevenir las causas, se optó por un remedio muy de aquí: poner un parche.
 ¿Para qué investigar a qué se debía la invasión? Se instalaron unas 
redes que acotaban las playas y permitían el chapuzón. Listo, dice hoy 
El Mundo.
Hoy
 siguen las redes. Y siguen las medusas, claro. En mucha menor medida y 
recluidas en una cárcel de nailon y rocas. Ya no hay juegos adolescentes
 con el bicho en la ropa interior, como tampoco hay apenas movimiento dentro del agua. Ahora, años más tarde de esa repentina llegada masiva que se empezó a apreciar 
en los 90, mojar el pie ya no implica exponerse al latigazo del animal marino. Es una cuestión de agallas. 
Este pedazo de costa murciana, con 135 kilómetros cuadrados y
 una población estacional que oscila entre las 100.000 personas en 
invierno y las 400.000 en verano, sufrió el año pasado una de las peores crisis ambientales de su historia.
 Los vertidos de las explotaciones agrícolas, la masificación 
urbanística y el aumento de temperatura se conjuraron para alimentar al 
fitoplancton, que dejó la laguna con aspecto de puré de comedor de 
colegio: grumoso y oscuro. A ratos incluso como con brillantina de 
aceite. 
Meses después, al inicio de este verano, nadie tiene fe en haber dejado atrás dicha crisis. Aunque lo cierto es que el agua parece clara y la normalidad se palpa:
 una tímida brisa remueve las cabelleras expuestas al sol, el aroma a 
fritanga reboza los chiringuitos y algunos señores lozanos juegan 
partidas de cartas a la sombra (o a lo que en diccionario define 
teóricamente como sombra, pues nada consigue mitigar los 40ºC). Eso sí: 
ninguno de los que se entretienen con los naipes chapoteó aquí el verano
 pasado. 
Dudan de si lo harán éste. El miedo a que pase lo mismo que 
en 2016 persiste. La administración local ha presupuestado para todo 
2017 más de millón y medio de euros en estudios y obras para que no vuelva a aparecer la sopa verde.
 Hace unas semanas, sin embargo, 30 niños tuvieron que ser atendidos por
 dermatitis urticaria, según el periódico local Siete Días Jumilla. 
Grupos ecologistas, investigadores y colectivos locales avisan: «El Mar 
Menor es como un paciente en la UVI. No está muerto, pero tampoco vivo. 
Se le monitorizan las constantes sin saber qué va a pasar».
Quien
 hace la analogía es Celia Martínez, ingeniera agrónoma de 43 años, 
frente a la playa de Santiago de la Ribera. Precisamente en San Javier, 
la localidad a la que pertenece este rincón del norte del Mar Menor, 
ejerció unos meses de concejal de Medio Ambiente por el PP, aún en el 
gobierno. Antes de hablar, se fija en las medusas. «Todavía no han puesto las redes»,
 masculla mirando a la arena, donde un niño corretea mientras su madre 
se echa crema. Al minuto, Martínez comienza a analizar la trayectoria de
 esta reserva mediterránea, que presume de ser la laguna hipersalina más
 grande de Europa. 
«Aquí se cambió en los años 80 la agricultura de secano por la de regadío»,
 cuenta ya en el coche, señalando zanjas e invernaderos que se pierden 
hacia el interior. Nos dirigimos a la Rambla del Albujón, cuya 
desembocadura llegó a verter en enero 500 litros de agua por segundo. 
Por el camino, algunos campos de golf y urbanizaciones a medio hacer. 
«Un descalabro», suspira. Souvenirs de la Edad del Ladrillo. 
«En
 años como el pasado, con muchas lluvias, todo el agua de los cultivos 
iba a parar a la laguna, y ésta se llenó de nutrientes», prosigue 
Martínez, que también es una de las fundadoras de la Plataforma por el 
Mar Menor, iniciativa ciudadana surgida a raíz del desastre. «El fitoplancton se nutrió tanto que se reprodujo desmesuradamente, ahogando al mar. La luz dejó de penetrar en el fondo y se murió gran parte de la pradera del fondo».
La
 ingeniera lo explica señalando al horizonte. El paisaje de melonares y 
campos de pimiento o tomates se difumina en escombros y fango. Poca vida acuática y nada de medusas, claro: como dominó que es la naturaleza, el ecosistema se vio alterado. 
De esa transformación en la forma de cultivar y en la 
fisionomía del lugar hablará más adelante Fran Turrión, hidrogeólogo de 
53 años. Según dice, para entender el Mar Menor y la provincia de Murcia
 hay que fijarse en el agua. El trasvase del Tajo-Segura, que cumple casi tres décadas, regó unas tierras de acuíferos llenos.
 «En los 70, el agua de la huerta se quedaba en ellas», cuenta. «Se 
apostó por los invernaderos para tener hasta tres cosechas al año, pero,
 sin el colchón que había antes para las precipitaciones, el caudal está
 migrando a la laguna... Es un agua muy salina. Montaron pozos y 
desalinizadoras, pero algunos están por terminar. Encima culparon a los 
agricultores, a los que les habían animado a cambiar su método. Es como 
si construyes un alcantarillado deficiente y luego dices que el problema
 es que la gente tira de la cadena». 
Los nitratos, además, han cebado a los organismos marinos. «Hubo un momento en que todo estaba lleno de medusas, como si estuvieras dando de comer a los pollos»,
 afirma Turrión, amante de las comparaciones. «Luego las mataron y fue 
el fitoplancton el que proliferó... El futuro lo veo como marear la 
perdiz. Los que están aquí y los que vienen quieren recuperar su agua 
cristalina. Y ningún problema medioambiental se ha solucionado 
enfrentando a las partes». 
El club marítimo de Los 
Nietos fue hace años un modesto muelle de maderos. Dársenas de yates y 
pequeñas embarcaciones ocupan ahora un espacio importante dentro del 
agua. Un paseo de hormigón permite el paso a los socios. El restaurante 
acoge a parroquianos jóvenes que apuran el digestivo de mediodía. En sus recovecos se acumulan plásticos y espuma. Huele a alga y brea. Un pájaro yace muerto en la tierra. Varios niños vuelan una cometa. Nadie juega con las olas. 
«Antes buceabas sin necesidad de gafas. Cogías los berberechos con las manos. Era como el Caribe»,
 rememora la ex concejal Martínez, que ve «contradicciones» en la 
actuación política. «Por un lado, se jactan de protegerlo; por otro, 
benefician la construcción o el cultivo intensivo». 
Hay 
que saber, para contextualizar, que la gestión del Mar Menor se reparte 
entre cuatro ayuntamientos: San Pedro del Pinatar, San Javier, Los 
Alcázares y Cartagena. Que está separado del Mediterráneo por una lengua de tierra de 22 kilómetros conocida como La Manga.
 Y que su actividad económica, según datos del INE en 2008, se basa en 
el turismo y el comercio (67%), la industria (13%), la construcción 
(12%), la agricultura y la pesca (5%) y la energía (3%). Punto de 
encuentro de la gente del mar desde tiempos inmemoriales, marjal de 
cañiceras y molinos, el Mar Menor es hoy la apoteosis del turismo del 
pelotazo. 
De parecerse a los paisajes de Blasco Ibáñez y su barro latifundista ha pasado a mimetizarse con la cloaca de corruptelas y abusos medioambientales
 retratada por Rafael Chirbes en sus novelas Crematorio y En la orilla: 
el paro se sitúa en el 19,3% y la renta per cápita es casi la mitad que 
la de Madrid. Además, las fotografías de verjas y fondeaderos a pie de 
agua han sido sustituidas por postales de moles color salmón. 
«Un desastre», en palabras de Juan, basurero de 32 años. «Está para no bañarse. Parece un pozo»,
 lamenta en la barra de un bar. El biólogo Pablo Castejón, que apura un 
sorbo de lata de cerveza mientras se embadurna de lodo, aprueba la 
observación: «Lo veo muy jodido. Buceo y quiero intentar meterme este año, porque el pasado no se veía nada». 
Estamos
 de nuevo en el norte, en San Pedro del Pinatar. Castejón y su grupo de 
amigos se rebozan en un légamo conocido por sus supuestas propiedades 
beneficiosas para la piel. El aclarado será en el Mediterráneo, a unos kilómetros, aunque a unos pasos tengan el Mar Menor.
 A sus espaldas, la silueta de un hotel recorta la perspectiva de los 
flamencos rosados del Parque Natural de Salinas y Arenales. «Hay aves, y
 eso es que hay comida. Es fantástico», sostiene optimista la guía 
Natalia Kravchenko, moscovita de 35 años con más de un lustro de 
residencia aquí.
José Miguel Cerezo, de 46 años, otro 
experimentado veraneante en la zona, señala que este aumento de la fauna
 se debe a una curiosidad: «El langostino del Mar Menor, que sale de 
forma contada dos veces al año, se compra en lonja y cuesta 60 euros por
 kilo, el año pasado lo vendían hasta en el Mercadona. Y por 20 euros. 
Había una barbaridad». Se puede comprobar en informaciones aparecidas en
 medios locales: esta abundancia llegó a provocar un enfrentamiento entre pescadores, que cifraron en 786 kilos la mercancía. Récord histórico. 
¿Y este año? Independientemente de a quién se le pregunte, las mayores preocupaciones recaen en el futuro del mar y, por consiguiente, en el turismo y los cultivos.
 Cada uno de los pilares básicos de su entramado social (asociaciones 
que han levantado la voz, agricultores, científicos y ejecutivos de la 
comarca y provincia) empujan en direcciones opuestas. 
Desde la Consejería de Turismo, Cultura y Medio Ambiente de 
Murcia justifican que, debido a la crisis, se ha realizado la mayor 
inversión en obras y estudios desde hace años. El Mar Menor, responden 
desde la Dirección General, ha sufrido un gran ataque, pero la transparencia del agua es mayor.
 Una gráfica muestra esa mejora en 14 estaciones, donde hay una visión 
de hasta tres metros de profundidad. «Claro, que si alguien quiere sacar
 mierda, la va a encontrar hasta en el Reina Sofía», aducen fuentes del 
organismo.
Según el Gobierno de la Región de Murcia, la 
situación vivida el verano pasado "ha sido revertida gracias a las 
actuaciones extraordinarias y el impulso de medidas planteadas por los 
expertos y científicos para su solución definitiva". En concreto, este 
año se van a invertir 21 millones de euros en más de 40 medidas y, a 
largo plazo, contemplan un plan de recuperación con un presupuesto de 
otros nueve millones para la investigación de más de un centenar de 
especialistas hasta 2020. 
"Esta mejora queda patente en indicadores de 
niveles como la clorofila y la turbidez del agua que se encuentran en 
valores mínimos desde agosto de 2016", recalca una portavoz.
Juanma
 Ruiz, investigador del Instituto Español de Oceanografía, en cambio, es
 categórico: «El Mar Menor ha sido severamente dañado. Que el agua esté 
transparente no tiene que ver con que el ecosistema esté mejor. Hablar de recuperación es demasiado eufemístico. El 85% de la pradera ha desaparecido».
 Ruiz, biólogo marino de 50 años y con 13 años de trabajo en el terreno,
 cree que, como en cualquier engranaje, toda pieza tiene una función 
única. Si ésta se retoca o cambia, el resto falla. «La superficie 
agrícola de regadío se ha multiplicado entre cuatro y cinco veces en los
 últimos años. Sus vertidos llenaron el mar, y estamos en un bucle que 
puede repetirse en cualquier momento», argumenta. «Revertir la situación
 a corto plazo va a ser difícil. Y está en juego un hábitat y un 
patrimonio natural imprescindible e irremplazable».
Con o sin medusas, las banderas azules que simbolizan la buena calidad del agua ya no ondean
 en ninguna playa del Mar Menor. La turbidez, según alegó el Instituto 
de Turismo, ha sido la causa de la retirada de 19 enseñas. Una de ellas 
en La Manga, cúspide de ese desarrollo enfurecido del Mar Menor que 
ofreció sol y playa a la nueva clase media española. 
«Mis
 amigos flipaban de cómo estaba el agua», exclama en la puerta de su 
casa Onésimo Hernández, profesor de la Universidad de Murcia de 34 años.
 «Nadie dice nada porque no se puede hablar mal de la agricultura o la construcción en Murcia, que somos la huerta de Europa, pero creo que deberíamos ir hacia un modelo más sostenible».
A unos metros, en Playa Honda, un grupo de jubilados rompe su silencio vespertino con un proyectil de lamentos.
 Son manchegos de entre 65 y 70 años, residentes en Madrid y con 
apartamento en la zona desde hace más de una década. Su asueto de 
atardecer y helado se quiebra de repente, como si estuviesen esperando 
una tarjeta con un tema para iniciar conversación: 
-Meter el pie es como pisar una ciénaga-, describe uno.
-Cuando llegamos, a finales de los 90, veías las ostras desde arriba-, rememora su mujer.
-Ésta era una de las mejores playas de España-, anota un tercero.
-Y ya ni nos bañamos.
 Ponen las redes contra las medusas desde el primero de junio, pero 
siguen las algas. El año pasado vino mucha gente. Éste creo que sólo 
vamos a estar los propietarios-, aporta otra.
-¡Buah, es que olía el bañador que escocía!
-Nos iban a hacer un parque, pero hablé el otro día con...
Se
 anima la charla y Vicente Carrión, presidente de la Coordinadora de 
Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG) del Campo de 
Cartagena, expone su punto de vista: «Todas las leyendas que han 
alimentado esto no están basadas en datos científicos», comenta el 
labrador. «Nos han querido culpar a nosotros de todo. Y no se ha construido la infraestructura prometida.
 Entre el ministerio, los ayuntamientos y el gobierno autonómico han ido
 eludiendo sus responsabilidades y, unos por otros, la casa sin barrer»,
 se queja. «El campo de aquí se caracteriza desde siempre por el 
regadío, por eso hay molinos, aunque con las lluvias pasara lo del 
invierno anterior. Éste, sin embargo, las aguas están más claras porque 
ha sido normal ¡y hay previsión de que haya más medusas!».
Delatoras de la salud de su hábitat natural, las medusas aparecen en cada diálogo.
 Hasta Miguel Ángel Esteve, profesor de Ecología de la Universidad de 
Murcia, las menciona: «A finales de los 90 llegaron a ser 90 millones de
 ejemplares. Por entonces ya habíamos notado cambios en los humedales de
 la periferia de la laguna, por la entrada masiva de aguas ricas en 
nutrientes. Las medusas, los humedales y las praderas del fondo 
de la laguna han sido los mecanismos de defensa frente a la 
contaminación agrícola», expresa. «Desgraciadamente, la 
administración sólo se dedicó a eliminar medusas por sus efectos en la 
calidad del baño, sin intervenir en el origen del problema. Era como dar
 ibuprofeno a quien tiene cáncer», concluye gráficamente.
«Por suerte, el Mar Menor no está agonizando.
 Ha sufrido fuertes presiones, pero mantiene su capacidad de respuesta. 
Los fosfatos están muy bajos, los nitratos también y todos los 
mecanismos de actividad ecológica van recuperándose», defiende Ángel 
Pérez Ruzafa, de 59 años, catedrático de Ecología de la Universidad de 
Murcia. «Lo peligroso es que se sobrepase un punto de no retorno,
 pero va a tener mayor resistencia a las recaídas y, como todo sistema 
libre, tiene sus altibajos... Lo bueno es que el agua siempre ha sido 
apta para el baño, aunque le fallara el atractivo. Y hemos aprendido que
 la ciudad turística no es lo primero, que sin un ecosistema sano lo que
 hay alrededor se cae».
Alrededor están las miles de 
hectáreas de cultivos con las que se identifica a la región. El 
presidente de la Federación de Asociaciones de Vecinos de Cartagena y 
Comarca (FAVCAC), Ángel Monedero, indica desde una pequeña cumbre en el 
interior que el Mar Menor es «la prueba del algodón» del desfalco ambiental en la zona.
 Con la tierra parda de cuadrículas recién recolectadas, este militar 
prejubilado recurre a un lenguaje bélico para analizar la situación: 
«Hay una bomba enterrada que puede estallar sin avisar cuando sea», 
afirma. 
«Este mar ha sido como el paciente inglés, que de repente despierta y da la cara». El antiguo subteniente ilustra cómo la zona era un modelo de conservación
 y hasta hacían falta unas cangrejeras para entrar en el agua. «No había
 playas acondicionadas. La Manga la cerraban y venían a rodar Manolo 
Escobar y Julio Iglesias». Entonces llegaron los rascacielos, los 
veraneantes, los vertidos, el fitoplancton.
Y por supuesto, las medusas.