MADRID.- En su primer encuentro con un David Jiménez recién nombrado director de El Mundo,
 el entonces ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, le hizo una 
pregunta y le lanzó un aviso. Aquella fue “¿podemos contar con 
vosotros?”, mientras este alertaba de que España se enfrentaba a 
enemigos peligrosos. El político cerró el diálogo con una sentencia: “No
 son tiempos para la neutralidad”. 
Era 2015 y faltaban pocos meses para 
las elecciones generales del 20 de diciembre. El Partido Popular quería 
amarrar la victoria y revalidar a su candidato, Mariano Rajoy, como 
inquilino de La Moncloa, pero los continuos escándalos por casos de 
corrupción y los sondeos favorables a Podemos eran obstáculos serios. 
Había que combatir la indecisión del electorado mandando un mensaje 
claro. “La Razón y ABC no nos preocupan. 
Ya sabemos que 
están con nosotros y dirán que todo lo hacemos estupendamente. Pero 
vosotros podéis decidir las elecciones, ahí están los indecisos, en El Mundo”,
 aseguró el ministro al director del diario. La alusión a la no 
neutralidad de estos tiempos es algo que Jiménez volvió a escuchar en 
boca de otros ministros en varias ocasiones.
El párrafo anterior es uno de los pasajes más reveladores que se pueden leer en El director,
 el libro en el que Jiménez airea cuestiones escabrosas relativas al 
triángulo de amor bizarro entre prensa, poder y capital que marcaron su 
año al frente de El Mundo. 
La publicación no podría haber 
encontrado mejor momento, ya que la declaración de Pablo Iglesias en la 
Audiencia Nacional el 29 de marzo como perjudicado en el caso Tándem, la
 causa contra el comisario José Manuel Villarejo, por el robo del 
teléfono móvil de una persona de su equipo ha insuflado nuevos bríos al 
conocimiento de la existencia de una trama que, desde el ministerio 
encabezado por Fernández Díaz, proveía de información falsa sobre los 
partidos de la oposición, particularmente Podemos, que era filtrada por 
policías a medios que no hacían ascos a su publicación y le concedían 
trato preferencial en sus portadas. Jiménez reconoce que escuchó por 
primera vez el nombre de Villarejo al poco de asumir la dirección del 
periódico y que dos de los reporteros le contaron que, desde hacía al 
menos dos décadas, era “una de las principales fuentes de El Mundo y facilitador de la mayor parte de nuestras exclusivas”. 
El director, publicado por Libros del K.O., tiene pinta de 
convertirse en el fenómeno editorial de la temporada. El adelanto 
lanzado por El Confidencial y el enganchón entre la periodista Ana 
Pastor y Pablo Iglesias en el programa El Objetivo a cuenta de 
unas presuntas amenazas del partido morado a la prensa que supuestamente
 aparecen en sus páginas —ni rastro de ellas, una vez leído— han 
generado ese salivar ante la aparición de un título prometedor que hará 
ruido y que podría acarrear a la editorial una odisea como la que sufrió
 el año pasado con el secuestro judicial de Fariña, el libro de 
Nacho Carretero sobre el narcotráfico en Galicia. 
Porque lo que cuenta 
es tremendo y afecta a terminales muy sensibles. Nada novedoso, a qué 
negarlo, para quien haya trabajado algún tiempo en la redacción de 
cualquiera de las principales cabeceras de prensa pero sí muy impactante
 para el resto, que en sus páginas puede confirmar intuiciones nunca 
hasta ahora presentadas en público como certezas por alguien que ha 
ostentado la mayor responsabilidad en una de las grandes fábricas de 
realidad —de sus marcos, de lo que se puede o no hablar y desde donde— 
en este país. 
Lo que relata Jiménez resulta obsceno, por impúdico y por ser lo que 
permanece alejado del proscenio, oculto a la vista del espectador: la 
injerencia descarada y sin filtro de grandes empresarios y políticos en 
el trabajo cotidiano de un director de periódico. 
Las líneas editoriales
 y la información publicada como resultado de un intercambio de favores 
en las alturas y también de un juego de la silla en el que —ay— siempre 
gana el más poderoso. Quien paga manda, y quien manda quiere mandar más. 
 Por descontado, la denuncia de lo que Jiménez coloca ahora en el 
escaparate lleva muchos años constituyendo la razón de ser para 
proyectos comunicativos como 
El Salto, diametralmente opuestos a 
esos modos de hacer y por ello condenados a la invisibilidad, la 
irrelevancia y la subsistencia sin más red que las 
personas suscritas. Pero esa es otra historia. O la misma, en verdad, aunque contada desde un lugar bien diferente.
A finales de abril de 2015, tras más de quince años como corresponsal
 en Asia y otro posterior becado por la Universidad de Harvard, Jiménez 
aterrizó en la dirección de un periódico herido por varios expedientes 
de regulación de empleo, con las ventas cayendo en picado y sin la 
influencia política de la que había presumido bajo la mano de su 
fundador, Pedro J. Ramírez, fulminado en enero de 2014 por Antonio 
Fernández-Galiano, presidente de Unidad Editorial, grupo empresarial 
propietario de El Mundo cuya matriz es el conglomerado italiano 
RCS MediaGroup. Un cese que Ramírez achacó a las presiones del Gobierno 
de Rajoy por la publicación en el diario de las informaciones relativas a
 los papeles de Bárcenas.
En el hotel Marriott East Side de Nueva York, Fernández-Galiano 
propuso a Jiménez ser el nuevo director, sustituyendo a Casimiro García 
Abadillo, quien había sucedido a Ramírez apenas un año antes. Una oferta
 acompañada de la promesa del apoyo, los medios y el tiempo que la 
empresa le brindaría para remozar El
Mundo. 
Aceptó, se convirtió en el “más improbable de los 
directores de periódicos” y pronto barruntó que lo que le aguardaba 
desde La Segunda, como llama en el libro a la planta directiva de Unidad
 Editorial, eran recortes presupuestarios, chantajes y abrazos más 
falsos que los informes elaborados por la policía política.
Jiménez reconoce que no era la persona más idónea para el cargo 
—“nunca había gestionado un equipo y no tenía el número de teléfono de 
ningún político o empresario del país”— y no disimula su desdén por los 
despachos, incluido el de dirección de El Mundo, que describe 
como “uno de los mayores centros de influencia del país, cortejado por 
reyes y jueces, ministros y celebridades, escritores y cantantes, 
caciques y conseguidores”. 
Pero en pocos meses se vio compartiendo mesa y
 mantel en comidas privadas, de tú a tú, con Mariano Rajoy, Florentino 
Pérez y Felipe VI. Una de las primeras personas en felicitarle por el 
nombramiento, apenas instalado en el despacho, fue Esther Koplowitz, 
presidenta de Fomento de Construcciones y Contratas (FCC). La 
felicitación iba acompañada de una solicitud de reunión. 
Lo más valioso de El director es que explicita la existencia 
de una serie de pactos tácitos, no escritos, entre los grupos de 
comunicación y las grandes empresas por los que ambas partes ganan y el 
lector pierde. Una suerte de fondo de reptiles de carácter privado. 
A 
cambio de una vía de financiación extra que pudiera ser el flotador al 
que agarrarse para cuadrar el balance de cuentas anual, las grandes 
corporaciones se garantizan el silencio de los medios sobre sus malas 
prácticas, sus desmanes o aquellas cuestiones que pueden empañar la 
imagen de sus cargos directivos. 
Es un sistema que Jiménez denomina Los Acuerdos por el que 
Telefónica, el Banco Santander o El Corte Inglés, por ejemplo, devengan 
cuantiosos intereses en forma de coberturas amables como contrapartida 
por inyectar liquidez a las empresas informativas. 
Va más allá de los 
contratos publicitarios puesto que asegura que, en ocasiones, estas 
cadenas de favores se establecen con empresas que no compran anuncios en
 los medios. Jiménez ofrece como muestra una reunión con Francisco 
González, entonces presidente del BBVA, en la que el alto emisario de 
Unidad Editorial al que acompañaba lloró sobre el hombro del banquero 
por la dificultad que estaba afrontando el grupo para cerrar el 
presupuesto. 
González dijo que lo arreglaría, sin más. Jiménez asegura 
que el banco, al igual que otras compañías que cotizan en el Ibex 35, 
dispone de una partida dedicada a “comprar favores periodísticos, ayudar
 a crear diarios de periodistas afines y premiar a los líderes 
mediáticos que ayudan a mejorar la imagen de su presidente”.
El episodio de mayor presión que enfrentó Jiménez sucedió por la 
publicación de una información relativa a la participación de César 
Alierta, en ese tiempo aún presidente de Telefónica, en un hotel en 
Berlín que la justicia sospechaba había sido utilizado por Rodrigo Rato 
para el blanqueo y evasión de capitales. 
Desde La Segunda se hizo todo 
lo posible para que la noticia no se publicara —desde recurrir al 
chantaje al director (“hay decisiones que cuestan puestos de trabajo”, 
le dijeron mirando a la redacción) a llamar a la imprenta a sus espaldas
 para ordenar que pararan máquinas—, sin conseguirlo.
Jiménez también entona un sonoro mea culpa por lo que El Mundo
 hizo con Victoria Rosell, jueza que se presentaba en la lista de 
Podemos a las elecciones generales de diciembre de 2015 que sonaba como 
titular de la cartera de Justicia si el partido accedía al poder. 
Antes 
de los comicios, el periódico dedicó varias portadas a las supuestas 
irregularidades cometidas por Rosell denunciadas por el ministro de 
Industria José Manuel Soria, quien unos meses después dimitiría tras no 
dar explicaciones convincentes sobre su participación en empresas 
familiares que aparecían en los papeles de Panamá. 
Las publicaciones de El Mundo
 se basaban en las actuaciones del juez Salvador Alba e ignoraban las 
llamadas de la jueza en las que explicaba que era víctima de un complot 
para arruinar su carrera política. Al final del proceso, la querella 
contra Rosell quedó archivada y Alba fue procesado por cinco delitos, 
entre ellos el de prevaricación judicial.
La trayectoria de Jiménez como director de 
El Mundo concluyó 
con una demanda contra la empresa por despido improcedente, acogiéndose 
además a la cláusula de conciencia para los profesionales de la 
información garantizada constitucionalmente y desarrollada en la 
Ley Orgánica 2/1997,
 de 19 de junio. 
Antes de la celebración del juicio, Unidad Editorial y 
el periodista pactaron un acuerdo de indemnización que incluía una 
cláusula de confidencialidad que obliga a Jiménez a guardar silencio 
pero que también recoge su “libertad de expresión constitucionalmente 
reconocida”. Parece claro que el libro es fruto de esas cinco palabras.
En la redacción de El Mundo no ha sentado bien la publicación de El director.
 Tanto entre Los Nobles —así se refiere al grupo de periodistas 
veteranos con mando en plaza— como en redactores rasos hay resquemor. Se
 entiende que, en el ajuste de cuentas que realiza, Jiménez no ha 
escatimado munición contra quienes cumplían sus órdenes y también que 
moldea un relato que le presenta como un mártir enfrentado a una causa 
perdida de antemano, aunque no se ajuste a lo sucedido. 
“Hay un claro 
intento de venganza contra Fernández-Galiano y el director actual, pero 
por el camino se venga de muchos redactores”, considera un cargo 
intermedio de la redacción, quien también opina que Jiménez vende como 
algo extraordinario lo que es común a cualquier director de periódico o 
publicación: las presiones aparejadas a un cargo con esa responsabilidad
 y sueldo.
Coinciden las fuentes consultadas por El Salto en calificar como extravagante y caótico el año que Jiménez dirigió El Mundo
 y destacan su desconocimiento de rutinas básicas de una redacción como 
el horario de las reuniones. ¿Por qué se le eligió como director, 
entonces? En la Avenida de San Luis existe el convencimiento de que se 
le nombró porque, por un lado, la empresa creía que podría modernizar el
 periódico y, por otro, porque Fernández-Galiano le consideraba 
fácilmente manipulable: una persona sin contactos en los círculos de 
poder, que le iba a dejar hacer y deshacer a nivel político.
En opinión de un redactor bregado en varias secciones del periódico, 
el diagnóstico que Jiménez hace en el libro es completamente acertado 
—los medios grandes son meriendas de poder en las que la información 
importa poco si no mueve palancas de poder, olvidándose del lector— pero
 considera que no es la persona adecuada ni siquiera para hacer ese 
diagnóstico: “Sabía qué era lo que había que arreglar pero no sabía por 
qué las cosas eran así, porque no lo había conocido. Es como si pones a 
un frutero a dirigir el periódico. Sabe qué es lo que va a querer leer 
pero no sabe por qué las cosas son así. De pronto, abre la puerta de la 
máquina y ve que la máquina funciona así y flipa. Y eso lo transmite el 
libro”.
Otra voz de la redacción lo resume de manera muy descriptiva: “Fue como poner al frente de Marca a alguien a quien no le gusta el deporte. No era para él”.
Sí se reconoce, sin embargo, la voluntad de Jiménez de impulsar la 
edición digital del diario y también una visión diferente a la de sus 
predecesores en el cargo en cuanto al enfoque de los contenidos, como 
explica otra fuente a El Salto: “La época de Casimiro fue 
razonable, continuó con lo que hacía Pedro Jota pero menos atado al 
rollo del poder. 
David aportó la mirada de alguien a quien no le 
interesa la política, le daba a los temas con interés humano un vuelo 
que no se les había dado anteriormente. Y eso es importante porque es lo
 que te moviliza lectores”.
En una semana frenética por la llegada de El director a librerías y por los sarpullidos que está provocando, Jiménez encuentra hueco para atender a El Salto.
¿Crees que hay alguna posibilidad de revertir ese ecosistema formado 
por grandes directivos de empresas de comunicación y políticos en el que
 los medios son palancas del poder que describes en el libro?
La relación entre los medios y el poder está contaminada y no será 
fácil revertirla. Cuando dejas que algo se pudra durante tanto tiempo, 
en parte gracias a la ley del silencio que los periodistas hemos 
impuesto sobre nosotros mismos, no basta con la denuncia. Creo que hay 
buenos periodistas en este país y eso no se nos debe olvidar. Pero los 
problemas sistémicos del oficio los tendrá que arreglar la siguiente 
generación de periodistas. Por eso el libro está dedicado a “los futuros
 periodistas”: mi esperanza es que renueven la profesión y lideren su 
regeneración. Pero lo van a tener muy difícil porque han sido condenados
 a la precariedad, con sueldos míseros y condiciones de trabajo 
inaceptables. Es muy difícil cambiar las cosas desde esa posición de 
debilidad.
¿Hasta qué punto dirías que es una consecuencia inevitable derivada de que la propiedad de los medios sea de empresas privadas?
Estoy a favor de que existan medios de propiedad privada. La 
cuestión es en qué manos y con qué independencia. No tiene la misma 
responsabilidad alguien que produce información que un empresario 
dedicado a fabricar lavadoras. Si tu lavadora está averiada, la ropa no 
sale limpia, pero si es el periodismo el que está averiado, entonces hay
 un impacto negativo en la sociedad. 
La salud democrática se resiente, porque uno de los vigilantes del 
sistema no hace su trabajo. El gran fracaso de la prensa fue convertirse
 en parte del sistema que debía vigilar. 
¿Pueden ser una solución las cooperativas de propiedad colectiva o la nacionalización de medios?
La nacionalización de medios privados es una medida propia de 
dictaduras. Deben existir medios públicos independientes del poder 
político y privados con los principios para cumplir su función. No 
conozco ningún país donde medios nacionalizados sean independientes. 
Quizá sí del poder económico, pero pasan a depender del político. 
El diagnóstico que haces es el hecho previamente por medios que han funcionado desde la independencia más absoluta (Liberación
 de Andrés Sorel, por ejemplo), no solo en su entendimiento teórico sino
 en su praxis como proyectos de comunicación. ¿Es posible crear y 
mantener un medio de comunicación que no obedezca a la lógica 
empresarial?
La independencia de un medio solo es posible si depende de sus 
lectores. Vuelvo a la lavadora. Es legítimo que uno quiera ganar dinero 
haciendo periodismo, pero al ser un servicio público, educativo e 
informativo, ese beneficio no puede estar por encima de la ética que 
convierte el periodismo en un servicio para la gente. Si quieres ganar 
dinero, sin tener que hacerte esas preguntas morales ni enfrentarse a la
 posibilidad de tener que ganar menos a costa de contar la verdad, 
entonces dedícate a otra cosa.
Quizá lo más importante del libro es que haces explícita la 
existencia de lo que denominas Los Acuerdos. ¿A qué obligan Los 
Acuerdos?
Son los pactos con los que el Ibex riega de dinero a los medios 
tradicionales, ofreciendo en publicidad y patrocinios más dinero del que
 les corresponde por audiencia. Pero esas empresas no son ONG, a cambio 
de esos favores esperan un trato amable y protección para sus 
directivos.
Y en sentido contrario, ¿a qué condenan a los medios que no quieren pasar por ahí?
Si no participas, tus posibilidades de subsistir son escasas. Sin 
apenas modelos de suscripción, la prensa depende de una publicidad 
institucional y privada que se utiliza para premiar a los amigos y 
ahogar a los incómodos. Digamos que el terreno de juego está viciado en 
favor de quienes aceptan ese trato no escrito por el que determinadas 
empresas, instituciones o Gobiernos, a nivel local, regional o estatal, 
utilizan sus recursos para condicionar los contenidos. El poder olió la 
debilidad de los medios tras la crisis y lo aprovechó. 
¿Un año de director es tiempo suficiente para conocer en profundidad ese entramado y contarlo en un libro?
Trabajé 20 años para El Mundo, aunque solo uno como director. A 
veces se olvida. Pero sí: un año en esa posición es suficiente para 
entender cómo funciona el sistema, cuáles son sus vicios y cómo de 
difícil es romper las ataduras con el poder económico y político.  Y te 
sobran seis meses. 
Hay quien puede pensar que algunas de las cosas que cuentas en el 
libro las conoce cualquiera que haya trabajado tres meses en un 
periódico grande. ¿Crees que lo que cuentas es extraordinario o lo que 
lo hace extraordinario es que lo cuente una persona que dirigió El Mundo?
Un amigo periodista me decía el otro día que la crítica más 
insostenible es la de quienes dicen: “Mira este qué pardillo, 
sorprendido de que haya presiones”. Prueba hasta qué punto hemos 
normalizado lo que no es normal. Todos los gobiernos presionan y tratan 
de influir. Las empresas quieren buenas coberturas. 
Pero aquí hablamos de periodistas despedidos por órdenes que llegan 
desde despachos, el dinero de todos utilizado para castigar a los 
independientes, medios digitales que chantajean a empresas para que 
paguen dinero a cambio de no hablar mal de ellas, informadores al 
servicio de las Cloacas del Estado... Nada de eso es normal y no ocurre 
en la mayoría de las democracias. 
¿Por qué crees que te eligieron como director si, como reconoces, tu perfil profesional no era el más adecuado para ese cargo?
Yo sí creo que tenía el perfil adecuado, si el cargo de director de 
periódico fuera por méritos periodísticos. Había sido corresponsal 
muchos años, reportero de guerra y jefe de nuestra delegación en Asia. 
Había trabajado un año en transformación digital en Harvard. Había 
publicado varios libros, alguno con éxito internacional. En otro 
ambiente periodístico, donde se midieran los méritos profesionales, no 
parecía un mal CV. 
El problema es que de los directores de la prensa tradicional se espera que sean algo más: “ministroperiodistas”, lo llamo en El director.
 Es casi un cargo político e institucional. ¿Por qué yo? Supongo que 
pensaron que sería manejable, porque venía sin contactos en España —no 
tenía el teléfono de un solo político o empresario del país— y porque 
pensaron que los privilegios del cargo serían lo suficientemente 
atractivos como para que aceptara compromisos morales. Se equivocaron. 
Hay una cuestión importante relativa a la clase social que es cuando 
desvelas una conversación en la que le dices a El Cardenal [así llama a 
un alto directivo de Unidad Editorial] que quien lee El Mundo no 
es la élite que dirige la empresa y que, por tanto, no se debe hacer un 
periódico para satisfacer a esa élite. ¿Cómo se puede enfrentar esa 
disonancia y hacer un medio de comunicación que sirva a los intereses 
del público, de la mayoría social que no pertenece a los privilegiados 
que poseen los medios de producción, y al tiempo satisfacer las 
exigencias de esos accionistas e inversores?
Uno de los problemas de la prensa tradicional en España es que se ha
 escrito para otros periodistas, políticos y empresarios de un círculo 
que no es representativo de la sociedad. En el pasaje que mencionas 
trato de hacer entender eso a un directivo que critica el contenido, 
como si el diario le tuviera que gustar solo a él. Cuando uno lee The New York Times,
 no siente que esté defendiendo los privilegios de una minoría o la 
élite, a pesar de ser una empresa que aspira a ser rentable y ganar 
dinero. No creo que sean incompatibles. 
A mí me gustan mucho los medios non profit estadounidenses, 
como ProPublica, que no tienen como objetivo ganar dinero, se financian 
con donaciones e invierten todo su dinero en periodismo. Creo que habría
 que replicarlos en España. Pero esos proyectos pueden convivir con 
medios públicos independientes y privados que tengan como principio el 
rigor y la búsqueda de la verdad. 
Tras leer el libro, queda flotando un reproche obvio que se te puede 
hacer: ¿por qué no cambiaste algunas de las cosas que ahora haces 
públicas?
Cuando llegué me prometieron tiempo, medios y apoyo de la empresa. 
Recibí un despido improcedente en un año, recortes durante los meses que
 estuve en el cargo y presiones que atentaban contra la independencia 
del diario. Por supuesto, cometí errores y en el libro quedan 
reflejados. 
Me habría gustado poner en marcha el proyecto que presenté a la 
empresa, pero no lo permitieron. Nunca sabremos qué habría pasado si 
hubieran dado una oportunidad a lo que quería hacer. Sigo pensando que 
en El Mundo hay grandes periodistas y pésimos directivos. El día 
que los segundos desaparezcan de la escena, ese talento servirá para 
cambiar muchas cosas. Pienso que a mí no me dejaron, pero igualmente 
legítimo es creer que no pude o no supe hacerlo. 
En el libro asumes tu error en las publicaciones de El Mundo 
referentes a Victoria Rosell, que quemaron la posibilidad de su entrada 
en política. ¿No debería haber también la asunción de responsabilidad 
por parte del medio?
Durante mi etapa, El Mundo publicó una serie de decisiones 
judiciales del juez Salvador Alba que acusaban a Rosell de graves 
irregularidades. Ese juez está hoy procesado y todo indica que participó
 en una conspiración contra la magistrada. Yo opté por creer al juez y 
considero que no hice las preguntas suficientes, ni atendí como debía a 
los argumentos de Rosell cuando me advirtió de que se trataba de una 
conspiración. Es una autocrítica personal, yo era el director y 
responsable del contenido del diario. Mía es la responsabilidad de lo 
que se publicó, no de quienes hoy están al frente del periódico. 
No fue el único error y cometí otros que afectaron a personas de 
otros partidos. La corrupción del PP ocupó más de 60 portadas y ellos 
pensaban que era una campaña contra el Gobierno. El periódico publicaba 
en mi etapa medio millar de noticias diarias entre web y papel. Hicimos 
un buen trabajo en muchas ocasiones y seguro que pudimos hacerlo mejor 
en otras. 
¿Por qué los medios grandes quedan impunes cuando se demuestran errores de ese calibre? Si El
Salto, por ejemplo, publicase algo de esa naturaleza, la demanda 
que nos caería obligaría a cerrar, seguramente. No te digo ya cosas como
 toda la línea que llevó El Mundo en relación al 11M.
No es verdad que los medios grandes queden impunes. Los diarios 
nacionales reciben constantes demandas. La mayoría son archivadas porque
 no se sostienen. Y las que sí terminan en condenas. No hay ningún gran 
diario que no haya recibido sentencias desfavorables por informaciones 
erróneas. 
Para mí, lo realmente importante es diferenciar entre el error y la 
manipulación. No es lo mismo equivocarte en la búsqueda de la verdad que
 buscar deliberadamente la mentira. Lo segundo, desgraciadamente, se 
impone en un sector de la prensa. 
En los últimos 30 años, en democracia, hay dos casos paradigmáticos 
de persecución de medios por parte del poder en España, los de Egin y Egunkaria,
 con cierres judiciales bajo acusaciones gravísimas que, años después, 
quedaron en nada tras el proceso judicial. Sobre el cierre de Egin,
 el entonces presidente del Gobierno, José María Aznar, llegó a alardear
 de su “atrevimiento”, atribuyéndose una decisión que aparentemente 
había sido judicial. ¿Cómo se puede reparar el daño a la libertad de 
información que causan esos atrevimientos?
No conozco los detalles de esos dos casos, porque se produjeron 
cuando estaba de corresponsal en el Extremo Oriente. Yo jamás defendería
 el cierre de un medio de comunicación por parte de un Gobierno, incluso
 estando en total desacuerdo con sus líneas editoriales. En todo caso, 
si una información atenta contra leyes o derechos, debe ser la justicia 
la que decida sobre sus autores y su medio, de acuerdo con la ley. 
¿Temes la reacción de la empresa?
Hay dos reacciones previsibles. Una, que me demanden si consideran 
que tienen algún motivo. Es su derecho. Creo que la editorial les 
mandaría una nota de agradecimiento y el libro encontraría más lectores 
todavía. Por mi parte, pondría toda mi determinación en defender mi 
libertad de expresión, con la seguridad de que ganaría.    
La otra opción es una campaña de destrucción de mi reputación. No 
escribes un libro como este y recibes ramos de flores. Ha enfadado a 
gente poderosa y poco acostumbrada a encajar. Pero creo que todo será 
fútil: el libro ya no está en sus manos o en las mías. Cada lector 
decidirá por sí mismo si lo que se dice en El director es cierto o
 no. Puedes engañar a un lector en una página, quizá en un capítulo, 
pero no en 300 páginas. Que decidan ellos sobre la autenticidad de mi 
relato.