Valencia es un pozo sin fondo de 
corrupción. El caso de Rita Barberá (inocente, inocentísima, mientras no
 se demuestre lo contrario) es el penúltimo de una serie de otros 
poblados de personajes tan pintorescos y ridículos como la exalcaldesa 
valenciana; gentes como Camps, Fabra, Blasco, Cotino, Rus, Castedo, 
Grau, Costa, Alperi, Johnson, etc., etc. 
Todos presuntamente pringados 
en una multiplicidad de contratas, recalificaciones, basuras, ayuda 
oficial al desarrollo, mordidas, comisiones, y todo tipo de chanchullos y
 componendas para enriquecerse personalmente al tiempo que se financiaba
 ilegalmente el partido y se ganaban elecciones con tongo. Llamar 
partido político a un manojo de sinvergüenzas y mangantes es una de las 
ironías de este delirio de corrupción de la derecha española.
Incidentalmente,
 quizá esté aquí la explicación de aquel hecho que a todos llenaba de 
pasmo: cuanto más gorrinos eran los gobernantes valencianos de modo 
público y notorio, más votos obtenían. A saber cuánto habrán gastado 
estos mendas en sobornar al personal, comprar votos y engañar a los 
electores. Quizá sea la parte valenciana de una situación que también se
 da en toda España: parece como si, cuanto más roban los gobernantes, 
más granujas y embusteros son, más votos consiguen. 
El emblema, desde luego, es Barberá que ha pasado de ser la Jefa,
 la reina indiscutible de Valencia durante veintitantos años a ser una 
sombra huidiza, escondida, vergonzante, que trata de escapar de la 
acción de la justicia y no dar cuenta de sus presuntas fechorías a lo 
largo de los años. El episodio en sí es casi de circo: una hortera, 
estridente, chabacana, literalmente insoportable, malversaba caudales 
públicos a mansalva, enchufaba a quien le daba la gana por cantidades 
astronómicas, se daba un vidorro de vicio a costa -y mucha costa- del 
contribuyente, blanqueaba dineros, se los quedaba y se enriquecía sin 
tasa. Todo eso presunto, cómo no. 
Dice
 esta mujer en un insólito escrito con membrete de su partido en el que 
anuncia su baja del partido del membrete, que no abandona su escaño 
porque eso sería admitir su culpabilidad. Pero precisamente lo que 
indica su culpabilidad es que se parapete en su acta para entorpecer la 
acción de la justicia. Y para cobrar dos mil y pico de euros más de los 
contribuyentes. Porque somos los contribuyentes, los saqueados durante 
años al parecer por esta sanguijuela, quienes ahora costeamos su 
blindaje.
Blindaje
 que le proporcionó el PP en su momento, cuando saltó de la alcaldía y 
del que se preocupó personalmente el de los sobresueldos. Con tanta 
eficacia como carencia de principios, Rajoy no solo la blindó, sino que 
la metió en la Diputación Permanente para que siguiera blindada cuando 
no había Parlamento por estar en periodo electoral. 
Y esto es un elemento decisivo. El editorial de El País de hoy, El silencio de Rajoy,
 insta al Sobresueldos a no esconderse, como hace siempre, y a dar 
explicaciones del comportamiento presuntamente facineroso de esa señora a
 la que él dedicó elogios sin cuento durante años mientras ella se lo 
llevaba presuntamente crudo durante esos mismos años. Que Rajoy hable de
 este asunto es practicamente imposible y que lo haga sin mentir, una 
quimera. Rajoy no puede exonerar a Rita porque él mismo es Rita, como es
 Bárcenas, Fabra, Camps, Matas, Baltar, y el conjunto de sinvergüenzas y
 presuntos ladrones a los que ha prestado su apoyo y llenado de 
ditirambos en años pasados. 
Dice
 un periodista de talante reaccionario que a Rajoy no ha podido 
probársele personalmente delito alguno. Una falacia. Rajoy es 
políticamente (y ya se verá y penalmente) responsable de una 
multiplicidad de delitos, una culpabilidad por incumplimiento de su 
deber de vigilar que esas descaradas estafas, robos y expolios, no se 
produjeran. Rajoy es el principal responsable político de este lodazal 
de corrupción en que se ha convertido la política española. Es también 
el único responsable del bloqueo político en España.
Tendría
 que haber dimitido apenas comenzado ese mandato que ha sido un 
 desastre y un atentado contra la dignidad de los españoles. Y su marcha
 y desaparición de la escena pública, requisito indispensable para que 
pueda haber una regeneración democrática creíble.
No va a haber sitio
En las cárceles. No va a haber sitio en 
las cárceles para enchironar a los independentistas cuando los 
tribunales españoles, obedeciendo el mandato del gobierno, empiecen a 
condenarlos a docenas. Esa es la marcha que lleva el asunto de la 
investigación a Mas, Rigau, Ortega y Homs, y el posible encausamiento de
 otro puñado de dirigentes democráticamente electos por mayorías 
dispuestas a respaldarlos en la calle. Falta absoluta de entendimiento, 
de negociación, de diálogo. 
En
 los años de plomo solía enunciarse la teoría general de que carecía de 
sentido y era rotundamente repudiable todo recurso a la violencia. Una 
vez se depusieran las armas se vería que en una democracia como la 
española cabe hablar de todo pacíficamente. Era mentira por partida 
doble: en primer lugar, hay muchos que no quieren el cese de la 
violencia y tratan de impedirlo como sea. En segundo término, tampoco es
 cierto que sin violencia, en democracia, quepa hablar de todo. Hay 
temas prohibidos, por ejemplo, el de las ambiciones de liberación de los 
pueblos.
El
 proceso independentista catalán plantea una contradicción entre la 
legitimidad y la legalidad, entre una aspiración política y una 
represión judicial. Frente a la legítima aspiración política del derecho
 de la nación catalana a la autodeterminación, el Estado y, desde luego,
 el gobierno del PP, contraponen el estricto cumplimiento de la ley. 
Esta, sin embargo, es injusta en el trato a Cataluña, a la que obliga a 
someterse a la tiranía de la mayoría. Pero, además, su misma invocación 
también es injusta, incluso inicua. 
La ley que el gobierno invoca para 
aplicar en Cataluña es la que él mismo ha venido cambiando 
unilateralmente y gracias a su mayoría absoluta hasta ahora cuando le ha
 dado la gana, lo cual le resta toda legitimidad. La última muestra, la 
reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional para convertir a 
este en un órgano más político de lo que ya es, prácticamente, un brazo 
ejecutor de la política del gobierno. Se exige así que los 
independentistas catalanes se ajusten a una ley que es la ley del 
embudo.
Estamos
 a las puertas de una escalada del conflicto. En Cataluña, el gobierno 
anuncia ya una actitud de desobediencia a las instituciones españolas. 
En Madrid no hay gobierno sino un grupo de amigos en rebeldía frente al 
control del Parlamento, en realidad, un gobierno tiránico cuya actitud 
frente a Cataluña ha sido siempre, y sigue siéndolo, de cerrada 
hostilidad. Este callejón sin salida a que ha condenado al país la 
ineptitud de un gobierno de la derecha, desprestigiado por su 
arbitrariedad y por su corrupción, acabará propiciando un intervención 
directa o indirecta de las instituciones europeas y, quizá, de la 
comunidad internacional. 
A
 este respecto es sumamente de lamentar que el PSOE, el eje mismo de la 
izquierda, haya hecho suya la visión autoritaria y antidemocrática de la
 derecha. No solamente es una dejación de los principios, sino algo 
inútil porque, como demuestra la historia, es imposible contener los 
anhelos de libertad de un pueblo.  
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED