
La todavía treintañera Soraya Sáenz de Santamaría le ha dicho a Mariano Calleja, en ABC,  que “el problema real de España es que nadie cree al presidente del  Gobierno”. Eso es verdad, pero no toda la verdad. La militancia empuja a  las personas, incluso a las más inteligentes y formadas, a contemplar  el mundo con orejeras y, en consecuencia, suelen perderse parte del  espectáculo. El problema real de España es que nadie cree a José Luis  Rodríguez Zapatero… ni a Mariano Rajoy.  Al primero, por sus acciones; al segundo, por sus omisiones. A ninguno  de los dos por su falta de grandeza política y sus muchas marrullerías  operativas.
 
“La voz de la calle, como dice Sáenz de Santamaría, está indignada  con la política de Zapatero” y es parecido el grado de indignación que  genera la no política, la inacción, de Rajoy. Como bien pronosticaba  hace unos días el semanario The Economist, las próximas  elecciones legislativas las ganará “el partido que sea lo  suficientemente valiente para cambiar de líder”. Claro que eso no es  fruto de la casualidad ni, mucho menos, de algún negro designio de los  hados malignos. Tiene su explicación.
 
La Historia de España, como la de todas las naciones de Occidente,  puede sintetizarse como la sucesión de unos pocos en el mando y control  del Estado y de sus instituciones fundamentales en cada momento. Esos  “pocos” se diferencian fundamentalmente por el origen de su poder que  puede haber sido alcanzado por la fuerza – invasora o golpista –, por la  continuidad dinástica, por el abandono de sus predecesores o siguiendo  cauces, más o menos, democráticos. En los periodos, no demasiados, en  que la ostentación del poder ha coincidido con su ejercicio real, España  ha funcionado y, en sentido contrario, la dualidad entre el poder real y  su apariencia ha sido promotora de grandes catástrofes, al margen de la  ilicitud de tan nociva esquizofrenia.
 
Atravesamos un momento en el que “los que mandan” obedecen a otros,  bien sea de un modo consciente o inconsciente, inducidos por las normas,  ignorándolas o burlándolas.
 
Parece evidente que Zapatero, aunque todavía sea mucho su poder y  muchísima su capacidad para apartar a otros de sus reductos de  influencia, no es “el que manda” en el Gobierno ni en el PSOE.  En el Gobierno, por mucho que le duela al trío vicepresidencial, el  verdadero poder, la capacidad decisoria, reside en Alfredo Pérez  Rubalcaba. En el PSOE no hay mayor bastón de mando que el de José Blanco  que, como es a su vez ministro de Fomento, conforma con Rubalcaba un  poder duunviral del que cuelgan muchos de los problemas que nos afligen y  en el que pivotan la mayoría de las deficiencias y anulaciones  democráticas que padecemos.
 
Tampoco Rajoy manda en el PP  aunque, después de haber apartado con gran precisión a todos cuantos  pudieran empañar su brillo (?) político, se lo parezca a muchos. En el  PP sigue siendo hipertrófico el poder de José María Aznar  que, desde arriba, influye – en la medida en que el viento lo hace  sobre la piedra – sobre su sucesor digital, de dedo. Desde abajo, la  influencia de Pedro Arriola es grande y establece la dependencia que los  supersticiosos tienen de quienes les echan el tarot o les miran las  palmas de las manos. María Dolores de Cospedal está tan pluriempleada  que si tuviera ganas, que no las tiene, no tendría tiempo para corregir,  o tratar de hacerlo, la actitud recalcitrantemente inmovilista de  Rajoy. No manda y, menos aún que ella, todos los demás. Entre la  baronías regionales se ven atisbos de poder y fortaleza, como es el caso  de Alberto Núñez Feijoo, y otros de pura mayoría, como Francisco Camps;  pero la peripecia que vive en Asturias Francisco Álvarez Cascos pone en  evidencia una maquinaria partidista corrompida por la molicie y  encastillada en el sueldo y el empleo antes que en el interés de ganar  elecciones y servir a la Nación.
 
En el resto de los partidos, especialmente en los de naturaleza  nacionalista o soberanista, ocurre lo mismo que en las dos grandes  formaciones nacionales. Sus expectativas de poder real, en lo que al  Estado se refiere, solo se sostienen en la elástica fragilidad  representativa que padecemos y se corresponde con el Titulo VIII de la  Constitución. No tienen poder objetivo; pero, en función de la necesidad  de cada instante, pueden mandar sobre el Ejecutivo y determinar su  conducta, como es el caso presente del PNV y el Gobierno de Zapatero en  vísperas de la elaboración de los Presupuestos del Estado para 2011.
 
Para nuestra mayor desgracia colectiva y jibarización de la  democracia, tampoco en los demás poderes del Estado, ni en sus más  notables instituciones, manda quien parece. En quiebra de nuestros  propios supuestos constitucionales y forzado por una normativa  electoral, que impide la representatividad y el parlamentarismo, se ha  generado un gigantesco pasteleo entre los tres clásicos grandes poderes  que los amanceba. El Poder Judicial, como puede observarse a diario, no  es independiente del Ejecutivo. No manda sobre sí mismo desde que, por  su propio interés, Felipe González – hace ya veinticinco años –  lo  anuló. Lo mismo, o parecido, puede decirse del Tribunal Constitucional,  del Defensor del Pueblo y de cuantos mecanismos ha ido creando la  experiencia democrática internacional para garantizar la independencia  de los Poderes del Estado y aquí sirven para lo contrario o, en el mejor  de los casos, para nada.
 
Si a tan triste panorama se le añaden los poderes autonómicos y  municipales, fundamentales para el Estado de Derecho, veremos que son  meras terminales, salvo en las Autonomías de relevancia separatista, de  la voluntad y el designio de las cúspides del PP o del PSOE. Los   presidentes autonómicos, salvo en Cataluña y el País Vasco, y los  alcaldes de la mayoría de las  ciudades españoles lo son porque Zapatero  o Rajoy decidieron, o autorizaron, su inclusión como cabezas de una  lista electoral.
 
Tampoco, y salvo excepciones rarísimas, en el contrapoder clásico, en  los medios informativos, mandan quienes parecen mandar y, en ese  entendimiento, se centra el problema real de España. Los apuntadores,  escondidos en su concha, determinan la conducta de quienes parecen  primeros actores en el espectáculo político y solo son muñequitos de un  triste guiñol del que, a mayor abundamiento, son muchos sus acreedores  internacionales.