
 
La gente en España no ha podido hacerse 
una idea de la Diada del viernes porque ninguna TV ni radio la cubrió. 
En la época del reinado incuestionable de los medios de comunicación, de
 las tecnologías de la información, de internet etc., etc., un 
acontecimiento como la Meridiana de Barcelona con uno o dos millones de 
personas pidiendo la independencia una vez más no 
mereció análisis alguno ni reportajes en los audivisuales españoles. Los
 extranjeros los dieron todos. E igual sucede con los periódicos: los 
españoles abrían a regañadientes con la Diada en un tono hostil y 
subrayando hipotéticas intenciones aviesas de los organizadores, 
comportamientos inaceptables u objetivos sombríos, es decir, no 
informaban sino que interpretaban y editorializaban. De editoriales, 
inútil hablar, por segundo día consecutivo, El País traía uno 
venenoso, tan sectario y catalanófobo que podría haber aparecido en 
cualquiera de los otros pasquines que se imprimen en la capital del 
reino, una diatriba llamada Diada electoral. Si
 los españoles quieren informarse sobre lo que sucede en Cataluña tienen
 que recurrir a medios estranjeros porque aquí se manipula la 
información, se censura, se suprime. 
No
 he leído un solo artículo ni escuchado una sola declaración de la 
legión de publicistas, comunicadores, maestros pensadores, plumillas, 
tertulianos, intelectuales orgánicos y expertos mediáticos españoles 
criticando esta situación parangonable a la de los medios y la prensa en
 cualquier dictadura. Deben de dar por buena la bazofia con que 
habitualmente regalan a sus lectores y oyentes por orden del jefe demostrando
 con ayuda de la razón, de la ciencia demoscópica y de la fe católica 
que en Cataluña no hay independentistas, que los que hay son minorías 
venidas del exterior. Por supuesto si, por un azar del destino, Cataluña
 se independizara se llenaría de asesinos yihadistas, terroristas, vagos
 y borrachos; se arruinaría en un pispas; no tendría para pagar a los 
funcionarios ni las pensiones; quedaría fuera de la UE, de la ONU y del 
sistema métrico décimal; y acabaría volviendo a implorar de rodillas el 
reingreso en la gran nación española. Eso es, más o menos, la 
cantinela que escucha diariamente el público español, igual que los 
ciudadanos de las antiguos países comunistas no sabían lo que pasaba en 
Occidente salvo que los padres se comían a los niños crudos, según 
contaban los camaradas publicistas, únicos que tenían acceso a una 
información que los gobiernos negaban a la gente.
Al
 mismo tiempo, los políticos españoles, sobre todo los más incompetentes
 e ignaros, es decir, los del gobierno, acaban de comprender ahora que 
la reivindicación catalana de independencia, lejos de ser una algarabía como
 sostenía el inenarrable zote que funge como presidente del gobierno, es
 una reclamación muy articulada, que tiene un enorme apoyo social 
transversal en Cataluña, a estas alturas mayoritario, y que goza de 
considerable simpatía en el exterior. Han tardado cinco años en 
enterarse. Rápidos no son los zagales.
Pero,
 cuando se enteran... cuando se enteran, reaccionan con el habitual 
apasionamiento hispánico. El ministro de Exteriores, el africanista 
García Margallo, sostiene que la DUI y la correspondiente suspensión de 
la autonomía catalana serían "una bomba atómica". No
 sé de dónde lo saca, cuenta habida de que la única bomba atómica que 
los españoles han tenido cerca cayó en Palomares, Almería, en 1966 y 
otro ministro español, Fraga, aprovechó para hacer el ridículo en meyba. Pero,
 si este señor quiere actualizar sus conocimientos sobre ingenios 
nucleares, que llame a Picardo, el primer ministro de Gibraltar, en 
cuyas aguas está fondeado el submarino atómico británico "Torbay", en prueba de que España está a punto de recuperar la soberanía sobre el Peñón.  
 
Los
 españoles no reciben información sobre Cataluña pero la vicepresidenta 
del gobierno, Sáenz de Santamaría dice ahora que la independencia no 
depende de las mayorías en elecciones. O sea que, aunque el 100 % de los
 catalanes la quisiera no sería posible porque la ley lo impide y la ley
 está por encima de todo. Esta bobada solo quiere decir una cosa: la 
hacendosa ratita sabe que las intenciones de voto de los catalanes a 
favor de la independencia son muy superiores a la mayoría absoluta. Con 
razón se negaron siempre los españoles a autorizar un referéndum en 
Cataluña: temían perderlo.
 
Al
 ridículo del gobierno se apunta asimismo el gobierno en la sombra de 
Ciudadanos, una derecha menos cerril que la que está al mando, pero no 
más sincera. Dice la candidata de C's, Inés Arrimadas, que la obediencia
 a la ley es la condición inexcusable de la democracia y
 que, en consecuencia, la desobediencia civil que propugna, entre otros,
 la Assemblea Nacional Catalana, va en contra de la democracia. 
Seguramente nadie ha explicado a Arrimadas que los ejemplos de Gandhi o 
Martin Luther King (por no mencionar si no dos), que seguramente ella 
aprecia, son casos en los que se evidencia cómo, en muchas ocasiones, la
 desobediencia civil es la forma más alta de obediencia a la Ley. 
 
El poder del pueblo 
 
Un artículo de servidor en el diario "
El Món". Está en catalán y se accede a él pinchando  
aquí.
 Para quienes prefieran leerlo en español, incluyo la traducción, que no
 es traducción porque, en realidad es el original del que está traducido
 el catalán:
El poder de la gente.
La
 edición original del libro político quizá más célebre e importante de 
Europa, el Leviatán, publicado en 1651, traía en portada la imagen del 
Estado, el dios mortal, compuesta por la agregación de cientos, de miles
 de personas, del pueblo. Esa es la fuerza del Estado, el origen de su 
legitimidad, el apoyo de la gente, del pueblo.
La gente catalana mostró al mundo su fuerza, su determinación y su 
voluntad. Más de dos millones de personas llenaron la Meridiana y lo 
hicieron de forma, alegre, festiva, sin violencia, sin armas ni coacción
 porque el poder del pueblo es pacífico, pero irresistible. Porque es el
 poder de la razón.
Frente
 a él todas las argucias legales de los leguleyos y rábulas al servicio 
de la tiranía no tienen resultado alguno porque la reivindicación 
catalana de soberanía es justa y legal. El pueblo nunca puede ser ilegal
 y, llegado el caso de que lo fuese, habría que cambiar la ley ya que 
esta se hizo para la gente y no la gente para ley. Los marcos jurídicos 
son siempre reflejo de las correlaciones de fuerzas sociales; si estas 
cambian, cambiarán aquellos también, quiérase o no.
 
El
 pueblo catalán en la calle, reivindicó no ya solo su derecho a 
decidir, sino su decisión por la independencia, pues, aunque las fuerzas
 reaccionarias crean que sus negativas, cierres y rechazos paralizan los
 procesos sociales, eso no es así. De este modo, el mismo pueblo que 
hace dos o tres años reivindicaba su derecho a decidir, en la espera, ha
 decidido ya y lo ha hecho por la independencia, el grito que, como el 
ruido de la mar llenaba la Meridiana. Si el gobierno de España 
tuviera un ápice de dignidad, después de la Diada, debería haber
 presentado su dimisión al Rey. Claro que, cuenta habida de que los 
catalanes quieren la independencia para constituirse en República, el 
Rey tendría que haber presentado a su vez su abdicación al presidente 
dimisionario.
Esta
 situación desplaza el debate desde las minucias legales y 
reglamentarias al terreno más hondo y trascendental de la legitimidad. 
La revolución catalana plantea algo nuevo que no es posible 
contrarrestar con argumentos ordinarios, engaños o amenazas, puesto que 
se trata de un acto del poder constituyente, que es un poder originario,
 no concedido ni otorgado por nadie, inherente a la soberanía popular y 
que no tiene por qué ajustarse a ninguna legalidad preexistente ya que 
él mismo crea la suya propia.
En
 el caso catalán, la reivindicación independentista, mantenida con tesón
 año tras año en cada Diada, cada vez más masiva, más representativa de 
la sociedad, no se puede frenar con las estructuras caducas de un Estado
 ilegítimo que se fundó en la decisión arbitraria de un dictador 
genocida al nombrar heredero suyo a un Borbón.
No
 la puede frenar un gobierno corrupto, compuesto por aristócratas, 
reaccionarios,, franquistas y nacionalcatólicos representantes de la 
vieja oligarquía española centralista que lleva más de trescientos años 
desgobernando un conjunto de pueblos y naciones, a los que ha explotado y
 negado sus derechos desde siempre. 
Tampoco
 una pseudo-oposición servil que hace causa común con los caciques 
franquistas apenas considera en peligro algunas de las estructuras 
básicas de esta dominación: el trono, el altar o el centralismo 
territorial. 
Frente
 a un pueblo en marcha, que tiene plena conciencia de ser una nación en y
 para sí, y quiere ejercer su derecho a constituirse en Estado, como lo 
ha hecho la inmensa mayoría de los que lo son hoy en el mundo no sirven 
para nada tampoco los aparatos ideológicos tradicionales del Estado 
opresor. No sirven los medios de comunicación, empleados como máquinas 
de agit-prop y poblados por comunicadores a sueldo de la oligarquía, que
 los paga con dineros públicos, por supuesto, o con los que sustrae 
ilegalmente por su cuenta. Tampoco la Iglesia católica oficial , también
 mantenida con recursos de todos, creyentes y no creyentes, con sus 
leyendas, dogmas y justificaciones, ni con sus anatemas. 
Solo
 podría servir hipotéticamente la fuerza bruta, el empleo de la policía o
 las fuerzas armadas, unas fuerzas armadas que llevan más de 300 años 
sin ganar una sola guerra que no sea civil y contra la propia población y
 que proceden de una tradición africanista de intervención militar que 
es una de las causas del hundimiento y la ruina de España. Pero este 
recurso parece hoy descartado, no porque las convicciones democráticas 
de supremacía del poder civil hayan calado en el generalato, sino porque
 la Unión Europea y los demás Estados del continente no lo permitirían, 
como se demuestra por la carta que treinta europarlamentarios han 
enviado al presidente español, previniéndole del exabrupto de su 
ministro de Defensa que insinuó la posibilidad de una intervención 
militar en Cataluña. 
Esta
 impotencia del viejo poder español es lo que tiene a todos sus 
servidores a punto de un ataque de nervios y de agredirse unos a los 
otros. El intento de traer a Cataluña una especie de nuevo lerrouxismo 
anticatalanista bajo la forma ultracrítica de Podemos, fracasó en el 
primer mitin en que su líder pretendió dividir las familias. Igualmente 
la debilidad del ministro de Asuntos Exteriores de admitir una reforma 
de la Constitución para conseguir “un mejor encaje de Cataluña en 
España”, algo en lo que ya no cree nadie, tropezó con la reprimenda y 
correspondiente bronca del ministro del Interior, asegurando que la 
Constitución no se toca y que para eso están ellos a defenderla aunque, 
como se recordará, son los miembros del único partido que en parte votó 
en contra del texto constitucional cuando este se aprobó. 
 
El poder de la gente decidida a recuperar su dignidad y su autogobierno es imparable.
 
 
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED