Todo el mundo conoce la teoría del Estado de derecho. Nadie está por 
encima de la ley que impera suprema, y hay una estricta separación de 
poderes. Todo el mundo conoce también la práctica del Estado de derecho 
hoy en España. Hay gente por encima de la ley y, si es necesario, se 
cambia esta a capricho del gobernante. Porque no existe separación sino 
fusión de poderes. El gobierno controla el Parlamento por el simple 
mecanismo de la mayoría absoluta. Controla igualmente gran parte del 
poder judicial si bien no con un mecanismo tan simple sino con uno más 
complicado que articula muy diversas piezas: la tendencia conservadora 
mayoritaria en la judicatura es la esencial. 
La perpetuación de las 
pautas manipuladoras heredadas del franquismo y que no se depuraron 
durante la transición viene a continuación. El uso partidista de los 
mecanismos institucionales de la administración de Justicia, práctica 
compartida en parte con el PSOE, pero en la que el PP es consumado 
maestro. España no es un Estado de derecho porque los poderes no están 
separados ni se respeta el imperio de la ley. El gobierno tiene el 
Parlamento a sus órdenes y buena parte del Poder Judicial a su servicio.
Pero
 si lo primero puede enmendarse cambiando la mayoría parlamentaria 
mediante unas elecciones, lo segundo es mucho más difícil porque los 
jueces no son electos, tienen regímenes especiales que suelen incluir la
 inamovilidad y sus renovaciones dependen de plazos muy diversos que 
controlan los partidos políticos, cosa que, al menos el PP, hace siempre
 que puede y le interesa. Basta recordar cómo consiguió bloquear durante
 tres años la renovación del Tribunal Constitucional para perpetuar una 
mayoría conservadora que no reflejaba la correlación real de fuerzas 
políticas. Esto es, si los yerros legislativos pueden remediarse con 
relativa facilidad, no así los judiciales, los de la administración de 
Justicia.
Y,
 sin embargo, esta, la Justicia, es el punto central, el meollo del 
Estado de derecho y de la democracia. Si el meollo, el núcleo, está 
podrido, todo lo estará. Y es el caso.
La
 noticia de que dos de los tres magistrados que juzgarán el caso Gürtel,
 el caso del PP, son personas estrechamente vinculadas por todo tipo de 
lazos al partido no debiera ni llegar a los periódicos porque los 
afectados tendrían que haber anunciado ipso facto su voluntad de 
inhibirse si les correspondía actuar en ese caso concreto. Las pruebas 
de que Enrique López está tan contaminado como si le hubiera caído un 
bidón de chapapote las desgrana El Plural Enrique López: de ariete del PP contra leyes socialistas y ‘enchufado’ en el Poder Judicial a juez en el caso Gürtel. Es imposible entender cómo alguien con un átomo de sentido común pueda admitir que una persona así pueda juzgar la Gürtel.
 Y hasta cabe sostener que ningún otro asunto: un individuo multado por 
conducir ebrio y sin casco es un peligro público. No un juez. En cuanto a
 la otra magistrada, Concepción Espejel, aparece adornada por similares 
atributos de cercanía, simpatía, empatía e intimidad con los jefes del 
partido cuyos supuestos delitos deberá juzgar. Algo increíble, 
ciertamente. 
Pero,
 se dirá, el caso ha correspondido a estos magistrados por razón del 
azar, siempre imparcial, del reparto de trabajo. Ignacio Escolar 
explica, sin embargo, cómo fue la propia Espejel la que, al parecer, 
manipuló dicho reparto para asegurarse de que correspondiera donde a 
ella le interesara. Lo hace en un artículo titulado Humor negro en la Audiencia Nacional
 en el que asimismo completa el cuadro de las razones por las que 
Enrique Martínez es más militante del PP que verdaderamente un 
magistrado. 
Es
 obvia la absoluta falta de respeto a las formas en el funcionamiento de
 la justicia. Esa Fiscalía que no vio delito en la Infanta ni en media 
docena más de presuntos delincuentes, lo ha visto a la velocidad del 
rayo ahora como consecuencia de un hecho acaecido en 2011 en una capilla
 de la Complutense. Como si hubiera actuado la máquina del tiempo. Si el
 proceso de instrumentalización de la administración de justicia ha 
llegado a este extremo, no arriendo la ganancia a Artur Mas, que puede 
encontrarse inhabilitado en un par de semanas o quizá algo peor.
A su vez, el PSOE también anuncia que recusará a los dos magistrados presuntamente vinculados al PP,
 como parte en el proceso que es. Obvio también. Esta farsa no puede ni 
comenzar. Y no basta con recurrir. El PSOE debe anunciar que no aceptará
 desestimación alguna, sino que seguirá recurriendo y, si la vía se 
agotara, llevará el asunto a dónde haga falta, a Europa o a la Comisión 
de Derechos Humanos de la ONU, porque esta intención es un atentado 
contra el fundamento mismo del Estado de derecho, la independencia 
judicial. Ningún Estado puede llamarse civilizado si los jueces están 
sometidos a la arbitrariedad del poder político y le sirven de escudo y 
tapadera.  
Algunos
 piensan que soy un pesado con la petición de una moción de censura al 
gobierno. Tengo mis razones. Sánchez ya es el candidato indiscutido a la
 presidencia del gobierno. Tiene el poder y tiene la autoridad. Pero 
también tiene la responsabilidad. Y esta lo obliga a considerar que los 
seis meses hasta las generales de noviembre van a ser un infierno. La 
derecha, como siempre, no acepta el resultado adverso de las elecciones 
y, desalojada del poder, ahora no tiene nada que hacer (ni expoliar) 
salvo entorpecer todo lo posible los gobiernos de izquierda, azuzando la
 malsana pasión de estos por las broncas internas. Escándalos reales, 
inventados, retorcidos, manipulados, puras invenciones, insultos en los 
medios, agresiones en la calle. Tiempo libre para incordiar. 
El
 gobierno y su partido tampoco tienen nada que hacer, pues no hay tiempo
 material para ello, pero sí para incordiar y encizañar. La manipulación
 de los procedimientos judiciales, las malas prácticas procesales, las 
trampas, van a caer en cascada para torcer cuanto se pueda el curso de 
la justicia. El recurso a la represión va a intensificarse y el uso de 
la vía penal para enfrentarse a cuestiones puramente políticas, como el 
proceso soberanista catalán, también. 
Tienen
 mucho tiempo libre, infinidad de medios y no necesitan cuidarse del 
frente parlamentario en donde reina el rodillo de la mayoría absoluta. 
Por eso, lo más oportuno que puede hacer Sánchez es abrir ese frente al 
gobierno para obligarlo a atenderlo, lo que mermará sus fuerzas en los 
otros. Es su obligación, además, oponerse. La moción se perderá, por 
supuesto, en la votación parlamentaria, pero se ganará en la calle, en 
términos de conocimiento y popularidad de un candidato que recién se 
estrena pero trae un programa alternativo. La moción de censura le da 
tiempo ilimitado para exponerlo. Y eso es lo que la gente está 
esperando: un programa alternativo, viable y claro que todo el mundo 
entienda frente a las magias potagias y el hocus pocus de una imaginaria recuperación que Rajoy se saca de la chistera entre corrupción y corrupción. 
Es
 la ocasión de dar un relieve particular al programa electoral, género 
francamente desprestigiado. La solemnidad del lugar de la exposición 
debiera ser el símbolo del propósito de cumplirlo. Un conjunto de 
medidas de derogación de todo lo injustamente legislado por decreto y 
rodillo, de devolución a la gente de los derechos recortados o 
suprimidos, de lucha contra la corrupción y de regeneración democrática 
con un plan de reactivación económica con aumento de la productividad 
sin merma de rentas salariales o servicios públicos.
Tener
 al gobierno del Estado y la oposición parlamentaria debatiendo sobre 
asuntos de interés general a cinco meses de unas elecciones legislativas
 que pueden resultar en un cambio de mayorías no es una ocurrencia ni 
una aventura de inexperto, sino algo que cualquier colectividad haría 
para prepararse en caso de un hipotético cambio. Ello sin contar con 
que, en realidad, tal debate no se ha hecho nunca en la legislatura, 
pues los del Estado de la nación se han dedicado a otros asuntos.
La
 moción de censura es una obligación democrática. La única razón para no
 plantearla, cabe intuir, es que, en el curso del debate sea preciso 
hablar de la cuestión catalana, cosa nada del gusto de los partidos 
españoles cuando otean elecciones. No haya cuidado. Mas señaló una vía 
en esa entrevista de Iñaki Gabilondo.
 Me atrevería a sugerir a los socialistas que siguieran su ejemplo: 
aguarden a ver qué resultado dan las elecciones del 27 de septiembre y, 
en función de esos resultados, hagan ustedes sus propuestas. Mientras 
tanto, piénsenlas porque todos nos jugamos mucho. 
En
 fin, hagan lo que quieran pero no es absurdo elevar un tanto el nivel 
del debate a las cuestiones de interés general. No seamos solo objeto de
 la atención y pasmo de Europa por el hecho de que dos magistrados 
presuntamente afines a un partido se apresten a juzgar a dicho partido 
en un procedimiento penal. 
La justicia del príncipe nunca será Justicia. 
 
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED