GRANADA.- El arzobispo de Granada (y metropolitano para la Diócesis de Cartagena), Javier Martínez, ha remitido una dura y extensa carta a propósito del auge de Vox ante las próximas elecciones generales: «Votar a una cierta derecha es votar a una cierta izquierda». Sin citar directamente al partido de Santiago Abascal,
 monseñor Martínez muestra su «preocupación creciente» por «una cierta 
derecha» que «parece a veces casi subvencionada» y se erige como «la 
visión cristiana del mundo», y sin embargo no lo es. Un paradigma que 
compara con el auge del fascismo y del nazismo en la Europa de entreguerras, según recoge Abc. 
«A
 comienzos del siglo pasado, en Francia, sucedió una historia parecida. 
No era el contexto de hoy, lo sé. El partido se llamaba entonces 
L’Action Française. Quería restaurar la cultura cristiana, pero sin la fe cristiana, sin Cristo.
 El supuesto restaurador, Charles Maurras, no era creyente. Muchos 
católicos lo apoyaron, de todos los niveles culturales y de todas las 
clases sociales», recuerda el arzobispo de Granada.
«En el año 1926, la Santa Sede condenó a Maurras y prohibió a los católicos votarle. No todos siguieron la indicación de la Santa Sede. Pero la mayoría de quienes no lo hicieron terminaron echándose en los brazos de Hitler y de Mussolini», asevera Javier Martínez al remachar la carta, titulada ‘Trágica confusión en el pueblo cristiano’.
«Una parte muy considerable de los que nos decimos católicos ya no sabemos lo que es el cristianismo, y eso nos permite confundirlo con cualquier ideología» venga «del lado que venga, desde las más caras y lujosas (con spa incluido) hasta las de todo un euro», prosigue el arzobispo de Granada, que alerta sobre «cualquier oferta que tenga un buen marketing en el mercado de lo espiritual y de los valores».
«Quien tiene más interés en el crecimiento y el (relativo) éxito
 de esas propuestas de las que hablo, y que coquetean con él, son 
precisamente los grupos dispuestos a todo con tal de fracturar al pueblo
 español y desarraigarlo total y definitivamente de su tradición 
cristiana», sostiene Martínez, que reconoce ante todo la «libertad» de 
las personas a la hora de votar propuestas de partidos, sin decantarse 
por ninguno en concreto.
La carta completa:
«A propósito de las próximas elecciones.
Parto
 de la base de que un político o un grupo político cualquiera, en un 
país que se dice libre, y hasta en uno que no lo fuese, es libre de 
proponer y defender (hasta de forma heroica), lo que considere mejor 
para el futuro del pueblo al que quiere servir. Y doy también por 
supuesto que todos los votantes, católicos y no católicos, son 
perfectamente libres de votar a la opción que consideren mejor para la 
sociedad en que viven. Más aún, voy a dar por supuesto que, tanto los 
políticos cuando hacen sus propuestas como los votantes cuando votan, lo
 hacen de hecho con la mejor voluntad de servicio, y quieren lo mejor 
(al menos para sus hijos y para sus amigos y para los hijos de sus 
amigos). Unos, quiero creer, proponen lo mejor que saben, y otros votan 
lo mejor que pueden.
Yo soy un pastor de la Iglesia Católica. Pues
 bien, en los últimos meses, he venido oyendo, con sorpresa y tengo que 
decir, con una preocupación creciente, y en ambientes que se consideran 
verdaderamente católicos, que en las próximas elecciones van a votar a 
una opción política que ellos ven como la más cercana a “la visión 
cristiana del mundo”. Por desgracia, en las circunstancias actuales de 
la Iglesia y de la sociedad, lo que eso revela sobre todo es que una 
parte muy considerable de quienes nos decimos católicos ya no sabemos lo
 que es el cristianismo, y eso nos permite confundirlo con cualquier 
ideología o “espiritualidad”, venga del lado que venga, desde las más 
caras y lujosas (con SPA incluido) hasta las de todo a euro. Ya pasó con
 el marxismo, y luego (o antes, incluso) con el nacionalismo. Lleva 
varios siglos pasando con el liberalismo, y pasará con las que vengan. 
Pasará con cualquier oferta que tenga un buen marketing en el mercado de
 lo espiritual y de los valores, a menos que suceda una verdadera 
conversión: el despertar de una fe que tiene en sí misma todo el 
potencial que se necesita para rejuvenecer el mundo, sin el apoyo 
sobrevenido de ningún régimen o de ningún grupo político, pero que lleva
 en nosotros demasiado tiempo dormida, engañada y confundida.
De 
ese sueño de la fe católica nace la parálisis del pensamiento cristiano 
en nuestra tierra, pero no sólo en el ámbito de dentro de la fe, sino en
 la política y en la economía, en el matrimonio y en la familia, en la 
estética y en la organización del trabajo, en el cuidado de la tierra y 
en todas las cosas que tienen que ver con lo humano (que son todas). La 
miopía de ese catolicismo es tal que ni siquiera se da cuenta de que 
quién tiene más interés en el crecimiento y el (relativo) éxito de esas 
propuestas de las que hablo, y que coquetean con él, son precisamente 
los grupos dispuestos a todo con tal de fracturar al pueblo español y 
desarraigarlo total y definitivamente de su tradición cristiana. Por muy
 paradójico que parezca, votar a una cierta “derecha” es votar a una 
cierta “izquierda”, hasta el punto de que esa “derecha” parece a veces 
casi subvencionada. Desde luego, es esa “cierta” izquierda quien la 
provoca y la hace crecer y la alimenta gustosamente. Y es necesario que 
eso se sepa. Y es necesario que un pastor de la Iglesia lo diga. Y 
luego, si uno lo sabe y aun así quiere votarles, porque sigue pensando 
que es lo mejor para todos, pues que los vote, pero que sea consciente 
de lo que hace. En la tradición moral cristiana, sólo lo que se hace 
consciente y libremente tiene valor moral, y es un acto propiamente 
humano (son las dos únicas cosas que la Iglesia pide para que un 
matrimonio sea matrimonio).
Pero, entonces, me dicen amigos míos, 
un católico no tiene a quién votar. Conste que entiendo perfectamente la
 indignación de un pueblo que se ha visto traicionado en casi todo por 
aquellos a los que habían elegido como sus representantes, y entiendo el
 deseo de castigarles con el voto, ya que votar una vez cada cuatro años
 es (casi) lo único que se puede hacer para contribuir de algún modo 
configurar a la sociedad que deseamos. Pero me temo que no hemos 
aprendido la lección, y estamos, una vez más, dispuestos a caer (y más 
hondo todavía) en la misma trampa. Sí, no hay un partido “cristiano”. 
¡Pues claro! ¿Qué esperábamos? No estamos en un mundo cristiano. ¿O es 
que no nos habíamos dado cuenta? ¿Y qué pasa? ¿Y si ésa fuera 
precisamente la oportunidad que Dios nos da para que supliquemos de 
nuevo con seriedad “la fe y el Espíritu Santo”, y para volver a ser 
cristianos —simplemente cristianos— en un mundo que, diga lo que diga, 
se muere de sed del Dios de Jesucristo? No necesitamos ni un partido ni 
un gobierno que “apoye” a los cristianos. No es el pueblo cristiano el 
que tiene necesidad de que los políticos apoyen su visión del mundo, son
 más bien un cierto tipo de políticos los que buscan ansiosamente el 
apoyo del pueblo cristiano, y tratan a toda costa de hacernos creer que 
es al revés.
La verdad es que llevamos tanto tiempo apoyándonos en
 esos “falsos” apoyos que sin darnos cuenta hemos perdido la fe. Y nada 
necesitamos tanto como un poco de aire libre que nos cribe y nos 
purifique. Y nos vuelva a enseñar a ser cristianos “a la intemperie”, y 
no sólo alrededor de nuestra mesa camilla. Los cristianos de los 
primeros siglos tenían unos emperadores que no les trataban precisamente
 bien, ni les tenían mucha simpatía. En algunos lugares se acusaba a los
 cristianos de comer niños. En otros, de ser ateos en un mundo saturado 
de dioses. Por ahí andamos… Los cristianos rezaban por esos emperadores 
enemigos suyos. Es verdad que aquellos cristianos antiguos no tenían que
 votar a los emperadores. Y hasta da la impresión de que no les 
preocupaba demasiado quién fuera el emperador. Pero ser cristiano en 
aquel mundo significaba casi siempre “jugársela”, de una manera o de 
otra. Y sin embargo, ellos no delegaban su respuesta al amor de Dios en 
las estructuras del imperio, para que el imperio respondiera a Dios en 
nombre suyo. La verdad es que jamás la Iglesia creció tanto como en 
aquellos primeros siglos. Tanto y tan libremente.
Cuando hablo así
 no estoy tampoco invitando a la abstención. Que, por supuesto, también 
es legítima, si uno cree verdaderamente que es lo mejor que puede hacer.
 Pero nada más lejos de mi pensamiento. Porque quien se abstiene, como 
quien vota en blanco, también vota, sólo que vota al grupo que resulte 
mayoritario. Es decir, vota al que vaya más “con la corriente” cultural 
dominante, o al que mejor haya manipulado las masas en la carrera 
electoral hacia el poder.
Ya sé que muchos van a decir que un 
pastor de la Iglesia no debe “meterse” en “política”, porque la religión
 no tiene nada que ver con la política. Este razonamiento es diabólico, 
pero no me voy a detener a demostrarlo. Es un razonamiento diabólico, 
aunque sea uno de los mantras más repetidos en ciertos círculos 
católicos, de todo tipo, pero más aún en los supuestamente 
conservadores. Lo cierto es que ese mantra lo tenemos tan inoculado en 
nuestro ADN moderno, nos parece tan evidente, que no creemos siquiera 
que sea útil pensarlo, y mucho menos someterlo a crítica. En todo caso, 
un pastor tiene, creo yo, una cierta obligación de “salvar su alma” el 
día que tenga que responder de ella en el juicio de Dios (que es el 
único que realmente importa). Y eso incluye para él ante todo el haber 
tratado de guiar y de iluminar a su pueblo, también lo mejor que sabe, 
en los avatares de la historia. Guiar es también evitar que caiga en las
 trampas que hay por el camino, y más aún “cuando es de noche”. Y más 
aún, cuando el pueblo de Dios está propenso a enfermar gravemente, 
dejándose seducir tan solo con que algunos cantos de sirena dejen caer 
hábilmente de vez en cuando citas de algún santo o de algún papa. 
Alguien me ha dicho hace poco que a Mao le gustaba leer a Santa Teresa y
 a San Juan de la Cruz. Curioso, verdaderamente curioso…
Lo siento
 mucho, pero en ningún caso yo creería haber cumplido con mi deber de 
pastor si dejo que el pueblo que el Señor me ha confiado confunda esos 
fuegos artificiales con la luz que brilla en los mártires y en los 
santos, y en la Gran Tradición de la Iglesia. Porque con la excusa de 
“no meterme en política”, resultaría que estaría ofreciendo mi incienso y
 mi adoración a la política (y a la religión) del imperio, que es quien 
se ha inventado esa historia de que religión y política no tienen nada 
que ver la una con la otra, con el resultado útil (para el imperio) de 
una enorme debilitación y una confusión creciente de la fe de los 
cristianos. Resultaría también que yo habría renegado de Jesucristo 
(porque Jesucristo habría muerto en vano), y habría adoptado a cambio la
 religión liberal, ya sea en su variante enteramente secular o en su 
variante secular a medias (es decir, aparentemente católica). Esa 
religión liberal no sólo está expuesta a todas la críticas de la 
religión de los siglos diecinueve y veinte, sino que en gran parte se 
las merece, se las ha ganado a pulso.
Pero hay que decirlo, esa 
religión no es el cristianismo. No es lo que ha nacido del costado 
abierto de Cristo la tarde del Viernes Santo y no es la nueva creación 
que ha empezado a brotar la mañana de Pascua. No. Esa religión es más o 
menos la del deísmo y la de la masonería, la de los padres de la 
economía política y la de los padres de la constitución americana. 
Revestida o no de restos de vocabulario cristiano, es una religión tan 
inconsistente intelectualmente y tan pobre, que ni mi mente ni mi cuerpo
 me piden que me apunte a semejante cosa. Esa religión es la fábrica más
 eficaz de falsos creyentes, de no creyentes (y de resentidos) que ha 
conocido la historia cristiana en veinte siglos.
El cristianismo 
es la afirmación de un hecho, la encarnación, la muerte y la 
resurrección del Hijo de Dios, y la experiencia del derramarse el 
Espíritu de Dios sobre los hombres “de todas las naciones” mediante la 
fe en Jesucristo y la pertenencia a él en ese misterioso cuerpo suyo que
 es la Iglesia. El cristianismo, podría decirse en síntesis, es la 
experiencia del Amor infinito de Dios que se nos da en Jesucristo y en 
la comunidad generada por ese regalo increíble a la humanidad que es 
Jesucristo. Es la experiencia de vivir y morir ya en la vida eterna y en
 el horizonte de la vida eterna. Por supuesto, que un hecho así tiene 
consecuencias para todos los hombres, de todas las culturas, y en todos 
los ámbitos de la vida.
Esas consecuencias no son inmediatas. 
Requieren, por lo general, tiempo, y muchos mártires y testigos y 
maestros de la fe. La Iglesia tuvo desde el primer día que evangelizar y
 educar a “partos, medos, elamitas, cretenses y árabes…”, a Grecia y a 
Egipto, al norte de África y a Etiopía, a los pueblos germánicos y a los
 pueblos eslavos, a la Roma pagana, y a Mesopotamia y a Persia, que eran
 paganas de otra forma, y a los pueblos del Cáucaso (Armenia y Georgia),
 y a Kerala en la India, y a América, del Centro, del Norte y del Sur, y
 a China, y a Vietnam y a Filipinas, y a Corea, y al Japón. El hecho 
cristiano acoge todo lo que hay de verdadero, bello y bueno en cualquier
 cultura, y en el curso del tiempo lo purifica y lo enriquece y se 
enriquece con ella. Pero en ninguna cultura se siente extraño 
Jesucristo, y ninguna es del todo extraña a Jesucristo. San Juan Pablo 
II decía que “el profundo estupor ante la dignidad de la persona humana 
se llama evangelio, se llama también cristianismo”. El cristianismo, 
cuando es vivido, sostiene el valor de toda persona humana, de toda vida
 humana como vocación a la vida eterna. Y de ahí nace un especialísimo 
amor a todo lo humano: en primer lugar a la razón y a la libertad, a una
 libertad que no es ni la libertad liberal ni la libertad libertaria, 
anarquista; y también a la belleza de todo lo creado y de todo lo que 
hay de bueno en la historia humana. Nacen también una cierta concepción 
cristiana del trabajo, de la economía, de la familia, de la vida social,
 y de ahí una literatura, un arte, una música, toda una visión de la 
vida, de la creación y de la historia. [Por cierto, que la concepción 
cristiana de la familia, la familia cristiana, no es para nada lo mismo 
que lo que feministas “progres” y otros ideólogos suelen llamar la 
familia tradicional; eso que ellos llaman “la familia tradicional” no es
 más que la familia burguesa, por lo general machista, con un pedigrí 
que no va más allá del amor cortesano del siglo XIII, ya influido por el
 islam; y es esta concepción de familia la que hoy se descompone sin 
remedio. Pero volvemos a lo mismo. Que también en esto se nos ha 
olvidado lo que es el cristianismo. Y también habrá que explicarlo con 
más detalle en otra ocasión.]
Pero pensar que se puede sostener 
esa “visión del mundo” (o a algunos aspectos selectivos de ella) sin la 
fuente de donde esa visión brota y se mantiene viva, ésa es la trampa 
más grande en que los cristianos llevan cayendo una y otra vez al menos 
desde el siglo diecinueve. Pensar que se puede hacer una cultura 
cristiana sin Cristo, sin la gracia de Cristo, sin la pertenencia a 
Cristo y al pueblo nacido de la Pascua es un insulto, no a la fe 
cristiana, sino a Jesucristo. Aunque estuvieran intactos todos los 
elementos de esa cultura cristiana —que nunca lo están, sencillamente 
porque la vida profunda de la Iglesia es de origen divino—, la mayor 
bofetada que un cristiano puede darle a quien proclama como su Señor es 
creer —y hacer creer a otros— que Jesucristo es un dato adjetivo en 
nuestra vida, y que se puede gozar de algunos bienes que Jesucristo ha 
inaugurado en la historia sin necesidad de él, de su gracia y de la 
pertenencia a su pueblo.
Digo que cuando falta esa pertenencia 
fiel a la Iglesia y a Cristo —a Cristo vivo en la Iglesia de hoy, guiada
 por el Papa Francisco, el Vicario de Cristo y el Sucesor de Pedro—, 
nunca están todos los elementos de la cultura cristiana, sino sólo unas 
apariencias ambiguas. Ya he dado la razón verdadera para ello. Por 
ejemplo, esa “cultura de la familia y de la vida” que ahora se nos 
propone como si fuera la piedra angular del cristianismo (y el anzuelo 
en el que van a picar miles de cristianos de buena voluntad), no 
sobrevive tres minutos a la pérdida de la experiencia cristiana, y si no
 lo vemos a nuestro alrededor, es que estamos ciegos. Pero más aún, 
cuando esa supuesta “cultura de la familia y de la vida” se compagina 
con una defensa del capitalismo global y de la cultura del máximo 
beneficio, o se contrapone a la caridad social y política para con los 
barrios marginales de nuestras ciudades o con los emigrantes, alguna 
alarma roja debería encenderse en nuestra conciencia. Pues resulta que 
no se enciende nada, y eso es lo grave. Porque pone de manifiesto que ya
 no vemos a Jesucristo como el Señor (por muchas veces que usemos la 
palabra), como el centro de la creación y de la historia. Con otras 
palabras, que hemos perdido la fe. En lenguaje cristiano, eso se llama 
apostasía. “Apostasía silenciosa”, la llamó San Juan Pablo II. Y, por 
mucho que nos duela, ésa es exactamente nuestra situación. Por cierto, a
 comienzos del siglo pasado, en Francia, sucedió una historia parecida. 
No era el contexto de hoy, lo sé. El partido se llamaba entonces 
L’Action Française. Quería restaurar la cultura cristiana, pero sin la 
fe cristiana, sin Cristo. El supuesto restaurador, Charles Maurras, no 
era creyente. Muchos católicos lo apoyaron, de todos los niveles 
culturales y de todas las clases sociales. En el año 1926, la Santa Sede
 condenó a Maurras y prohibió a los católicos votarle. No todos 
siguieron la indicación de la Santa Sede. Pero la mayoría de quienes no 
lo hicieron terminaron echándose en los brazos de Hitler y de 
Mussolini».

 
 



