Las escenas que se viven atendiendo la demanda de los jóvenes para  encontrar trabajo, sea el que fuere, comprenden día tras día un  dramatismo que va más allá de las imágenes habituales de colas de  parados. La tensión y la angustia que tienen que soportar y controlar  los orientadores de las oficinas de empleo  no suele reconocerse públicamente; ellos son quienes les asesoran en  como mejorar su capital formativo y les facilitan las pistas para  elaborar su Currículum Vitae  como carta de presentación que debe de mostrar aquello que se puede  ofrecer al puesto de trabajo al que optan, sus habilidades, su  experiencia y las competencias obtenidas. Y, al mismo tiempo, son la  “cara oficial de la administración” a la que se enfrentan los  desempleados depositando en ellos sus esperanzas y una difusa amargura  por una situación injusta de la que los orientadores no son culpables.
En el caso de la mayoría de jóvenes parados se añaden varias circunstancias. Por un lado, la denominada “sobrecualificación”  predominante que impide adecuarse a las reducidas ofertas de empleo,  junto a otros infracualificados por que abandonaron sus estudios  prematuramente; la ´precariedad´ creciente de los contratos, y también, la excesiva ampliación del periodo de búsqueda de empleo. Para la OCDE,  el problema no se limita al alto número de jóvenes desempleados y  subempleados sino que también es mayor que nunca el número de los que  han desistido de buscar trabajo. Un informe del Youth Employment Network  expresaba que «la infrautilización de los jóvenes en el mercado de  trabajo puede desencadenar un círculo vicioso de pobreza  intergeneracional y exclusión social». Un documento del National Bureau of Economic Research (NBER)  demuestra que quien se ve expuesto a la recesión entre los 18 y 25 años  tenderá a creer que el éxito en la vida obedece más a la suerte que al  esfuerzo.
Tener empleo no sólo permite disponer de un salario, supone imponerse  una organización del tiempo, mantener experiencias compartidas y  relaciones personales, plantearse metas, y determina un estatus social y  una identidad personal. Frente a ello, repetidos fracasos en la  búsqueda de empleo acaban en apatía, vergüenza ante los demás y  resignación, en un sentimiento de culpabilidad al pensar que es uno  mismo el principal responsable de la situación. La OIT en 2010 decía: «La  incapacidad de encontrar empleo genera una sensación de inutilidad y  ociosidad entre los jóvenes, y puede elevar los índices de criminalidad,  problemas de salud mental, violencia, conflictos y consumo de drogas».
El desempleo interrumpe el proceso de identidad  personal y genera una experiencia de fracaso, según Jahoda, y provoca  repercusiones psicológicas como pérdida de autoestima, sentimientos de  inseguridad y de fracaso, experiencia de degradación social, vergüenza o  sentimiento de culpa, aspectos que afectan al concepto que tiene el  individuo de sí mismo. Se sabe que el grado de apoyo social  que posea en su entorno un joven constituirá uno de los elementos  esenciales para amortiguar su malestar, en el cual la familia se  convierte en el verdadero “Estado del Bienestar”  estirando al máximo los menguantes recursos de que dispone. Pero las  perspectivas también son dramáticas. El desempleo provoca una  disminución de ingresos económicos, una transformación en las relaciones  sociales y un cambio en el lugar donde residía el ejercicio de la  autoridad. Estos cambios provocan una desensibilización en las  relaciones entre los miembros de la familia y entre ésta y el medio  social en que se desarrolla. Aparece un incremento en las peleas y un  retraimiento de la vida social generalizado. A medio plazo, se pierde el  ánimo en actividades e intereses sociales y disminuye el interés en la  política, entre otros aspectos.
Tampoco la reciente reforma laboral  augura un escenario distinto, el nuevo ´contrato de trabajo indefinido  de apoyo a los emprendedores´ incentiva la contratación de las personas  que cobran prestación contributiva por desempleo frente a los jóvenes  que generalmente no tienen este tipo de prestaciones. En el contrato de  formación y aprendizaje se ha suprimido la obligación para el comienzo  de la formación, así que puede finalizar y no haber recibido la  formación prevista.
Una de las formas singulares que observamos en los jóvenes para  intentar superar el estigma social del parado es modificar las  estrategias de búsqueda de empleo. Como predominan los sobrecualificados, ahora realizan un curriculum vitae A y el B.  El A, es el real. El currículum B es una adaptación a una determinada  oferta de trabajo, que está por debajo de las responsabilidades que por  experiencia, formación, le corresponderían al candidato. El caso es que  cuando consiguen alguna entrevista, ya no sólo tienen que demostrar esos  límites de su curriculum B; además, tienen que representarse como  tales, quitando aspectos diversos de su vida, tanto en lo referente a su  formación como en partes esenciales de su identidad como ciudadanos.  Las respuestas que obtienen, quienes lo consiguen, son desalentadoras, y  la duda que emerge es cómo adaptar lo que se quita del curriculum vitae  a cada oferta concreta y como se ubica cada sujeto en esos nuevos  papeles vitales recortados.
Ya no se trata solo de aceptar una degradación ante el posible  empleador, se configura en lo real una identidad con la vitae reducida.  Recuerda lamentablemente esa frase atribuida a Freud: «En esta vida para ser feliz hay dos opciones: hacerse el idiota o realmente serlo».
(*) Psicólogo. Ayuntamiento de Cartagena 
 
 


