La palabra corrupción está en boca de todos y en los oídos de 
cualquiera que se junte con varias personas en una cola delante de una 
panadería cualquiera en España. Los periódicos de todo color mencionan 
este hecho, eso sí con marcados matices dependiendo de quién sea el que 
mete la mano en la caja de caudales. Desde hace bien poco sólo los 
políticos más valientes se animan a asegurar que se trata de una lacra 
también en España. 
Algo va cambiando. En el mismo orden de cosas, los 
resultados de las últimas encuestas del CIS confirman que la corrupción 
es la preocupación principal de los españoles. Ahora bien, son pocas las
 voces que inciden en el vínculo directo entre la corrupción 
generalizada en España y la quiebra del Estado de Bienestar que está 
provocando cientos de muertes todas ellas silenciadas en los medios de 
comunicación los cuales sólo sobreviven en virtud de los sabrosos 
contratos de publicidad que suscriben con el Estado. 
Y mucho me temo que
 para un gran número de trabajadores humildes esa quiebra es percibida 
como el resultado de los problemas causados por Zapatero además de los 
tiranos de Venezuela o de Corea del Norte a sus respectivos pueblos y a 
quienes debemos ayudar como buenos samaritanos. Los que viven como reyes
 de los réditos de los negocios turbios son muy hábiles a la hora de 
hacernos creer que los culpables no son ellos, sino unos carcamales 
lejanos. Si el humo te rodea, corre río abajo antes de que te asfixie. 
Al tratarse de un término relevante por afectar al funcionamiento de 
las instituciones públicas, se podría pensar que ese concepto tendría 
que tener especial relevancia en el Código Penal. Si hacemos una 
búsqueda de la palabra corrupción en el Código Penal vigente en España 
nos daremos cuenta que esa palabra se emplea muy pocas veces en las más 
de mil páginas del texto. 
A modo de comparación, la palabra terrorismo 
aparece 190 veces, violencia de género 180 veces, integridad física 38 
veces y corrupción sólo 7 veces. He hecho este recuento con prisas e 
invito al lector a que compruebe si he contado bien o mal. Sorprende, y 
mucho, que haya sólo dos capítulos, el 4 y el 5, en los que esa palabra 
se encuentre en el título del capítulo. En concreto se trata de los 
capítulos 5 titulado de los delitos relativos a la prostitución y a la 
explotación sexual y corrupción de menores y de la sección cuarta que 
comprende delitos de corrupción en los negocios. 
La corrupción entendida
 como la gestión de lo público para enriquecimiento propio o de ajenos 
no aparece en el CP como concepto en ningún título del citado código, ni
 tampoco en el articulado de las leyes. Por tanto, empecé a buscar 
información sobre los delitos de malversación de fondos públicos, 
cohecho y prevaricación, que son los delitos que sí se podrían incluir 
bajo el término general de corrupción. Cohecho 5, malversación 5 y 
prevaricación 9 menciones. Viendo estos datos, a buen entendedor pocas 
palabras bastan.
Existe, por tanto, una discrepancia manifiesta entre el concepto de 
corrupción que maneja el ciudadano de a pie y su nula presencia en el 
CP. Lo que entiende el trabajador corriente y moliente por corrupción es
 idéntico a la definición que proporciona el DRAE. Si se le preguntase 
si sabe qué significa que Alfonso Alonso y Javier Maroto hayan sido 
condenados a pagar casi 400.000 euros por malversación, seguro que 
muchos contribuyentes honrados que pagan sus impuestos religiosamente no
 saben que ese delito es lo que ellos entienden como un comportamiento 
corrupto. 
Dicho lo anterior no nos extrañe pues que la ciudadanía no 
esté informada sobre los vericuetos para torear la ley en el día a día y
 las triquiñuelas judiciales para evitar condenas cuando las prácticas 
recogidas en el capítulo de Delitos contra la Administración Pública 
afectan a esa casta que vulgarmente denominamos corrupta. 
Y si ya los 
propios condenados dicen, como hizo Maroto, que la condena no era por 
una cuestión penal porque el juzgado que llevó el caso no era el juzgado
 de lo penal, la maniobra de despiste del expoliador de las arcas 
públicas termina por surtir efecto en la ciudadanía aquejada de 
problemas existenciales severos que le impiden ver con claridad cómo se 
las gastan aquellos que dicen representarnos. 
Los medios pesebreros 
arrodillados mendigando un contrato de publicidad nos suelen dar la 
puntilla con sus técnicas de desinformación porque repiten 
machaconamente que la condena no fue por corrupción sino por 
malversación. Practican la absolución virtual. Por interés te quiero, 
San Andrés.
Ahondando más en manipulación mediática, seguro que la mayoría de los
 leen estas líneas desconoce quiénes son Fernando Urruticoechea, Roberto
 Macías, Ana Garrido o Luis Gonzalo Segura, por citar sólo algunos 
nombres que sí han alcanzado cierta notoriedad informativa. Pero hay 
muchos más. De todos ellos se puede decir que lucharon y siguen luchando
 contra aquellos que se defienden de en los procesos judiciales por 
delitos como el cohecho o la malversación de fondos públicos con el 
dinero de todos. 
Todos ellos han perdido sus puestos de trabajo en esa 
lucha y están arruinados porque han estado solos en esa lucha entre 
David y Goliat. Algunos no están tan solos porque hay asociaciones y 
plataformas que los apoyan para que puedan continuar su lucha que 
tendrían que haber abandonado hace tiempo, a más tardar cuando la cuenta
 del banco estuviese a cero. Pero los batalladores son los menos, y 
siguen en su batalla sólo por la solidaridad ciudadana. Sin ella, la 
habrían abandonado hace tiempo para ganarse los garbanzos para ellos y 
sus familias. 
Para que el trabajador medio se haga una idea de lo que 
cuesta luchar contra aquellos que vacían las arcas públicas baste la 
referencia de Ana Garrido que está siendo apoyada por la Plataforma x la
 Honestidad, una asociación sin ánimo de lucro. Desde Noviembre de 2015 
hasta el día de hoy, esa plataforma ha recaudado 14088,19€ y ha abonado 
en minutas de letrados la friolera de 11.714,63 €. Son datos que los 
puede consultar cualquiera en la página web de la plataforma. A 
diferencia de lo que hacen los que tienen principios éticos poco 
desarrollados, la plataforma de apoyo a Ana Garrido se ha comprometido 
con la transparencia. 
El ayuntamiento contra quien lucha Ana Garrido, el
 de Boadilla del Monte, se niega a hacer públicas las minutas de los 
“Sagardoy Abogados” o “Lago y Diezma Abogados” que llevan el caso contra
 esta exempleada del ayuntamiento con dinero público, todo sea dicho. 
Cualquier trabajador con un sueldo normal de 2016 que vea estos gastos 
en abogados llegará a la conclusión que él con su sueldo de 10.000 euros
 anuales no podría apuntarse a una batalla contra los que se enriquecen 
con los impuestos que él mismo paga. 
Entre enfrentarse y agachar la 
cabeza, la mayoría opta por esto último. Y me pregunto yo cómo puede el 
funcionario honrado cumplir con su deber de poner en conocimiento de la 
justicia las irregulares de las que es testigo viendo lo que les ha 
pasado a los pocos funcionarios honrados que sí quisieron cumplir la 
ley. Si no denuncia irregularidades es cómplice del delito, si lo hace 
los corruptos intentan que desista persiguiéndolo con innumerables 
querellas que pagan con dinero público a las que el denunciante deberá 
hacer frente de su bolsillo. No sé qué es peor, el remedio o la 
enfermedad.
Y volviendo a la palabra de marras, tiene su cosa que el delito de 
corrupción sólo aparezca en el articulado del CP haciendo referencia a 
la corrupción de menores y en los negocios. Me sorprendió mucho porque 
la palabra corrupción es una de las más usadas por los medios de 
comunicación en España. Preguntados en las redes sociales en una 
encuesta no representativa si los ciudadanos tenían conocimiento de los 
términos corrupción de menores, corrupción en los negocios, corrupción 
de funcionarios y corrupción de políticos se encuentran en el Código 
Penal, su veredicto es diáfano. 
El 71% sabe que la corrupción de menores
 está tipificado en el CP. La corrupción de menores poco tiene que ver 
con los delitos contra la Administración Pública, pero los medios sí 
emplean este término en los pocos casos de pederastia que saltan a los 
periódicos. Los otros tres términos aludidos más arriba no tienen el 
mismo grado de conocimiento estando éste cerca del 10%. Es decir, sólo 
pocos encuestados creen que la corrupción en los negocios, de políticos y
 funcionarios esté regulada en el Código Penal. ¡Qué ciudadanía más 
sensata! 
Pueda que me equivoque pero dudo que la mayoría de la 
ciudadanía asocie la corrupción de menores con la pederastia y el 
lucrativo negocio en torno a esas prácticas sexuales que por razones 
difíciles de entender queda casi siempre impune. Es como tener los ojos 
abiertos siempre y no poder ver aun no siendo ciego. Me martillea el 
porqué y me temo lo peor. 
Estos ejemplos nos muestran a la perfección 
que el camuflaje de la corrupción ya ha alcanzado de lleno nuestro 
ordenamiento jurídico. Los que hacen las leyes han afinado con tino para
 no definir como delito algo que la ciudadanía considera inmoral, una 
lacra para el Estado de Bienestar y perjudicial para la convivencia 
entre todos los españoles. Me refiero a la palabra corrupción. 
Ya no nos
 podemos fiar ni del significado de las palabras porque hay proxenetas 
del lenguaje que las corrompen. Y fíjense ustedes, esa corrupción no es 
delito. Los que redactan las leyes se cuidan mucho de hacerlo de tal 
forma que determinados comportamientos a los que se refieren los 
hablantes de bien con las palabras corrientes no se vean reflejados en 
las leyes con esas palabras que emplea el pueblo. 
Y tenía razón Maroto. 
Él no fue condenado por corrupción. Claro, porque la corrupción no 
existe como figura jurídica en el CP español. Ya se cuidó el PP de que 
esa palabra cuyo significado más habitual comparten los hablantes 
nativos de castellano fuese proscrita del Código Penal. “Nomen est 
omen”. Y si desaparece lo primero, nos nublan la vista y crean la 
ilusión de que no existe lo segundo.
(*) Pseudónimo obligatorio de un jurista y funcionario vasco