Cuáles son las causas del vendaval de  libertad que, de Marruecos a  Bahréin, pasando por Túnez, Libia y  Egipto, sopla sobre el mundo árabe? ¿Por qué motivos estas simultáneas  ansias de democracia se expresan precisamente ahora?
A estas dos preguntas, las respuestas son de diversa índole: histórica, política, económica, climática y social.
1. Histórica. Desde el  final de la Primera Guerra Mundial y la implosion del Imperio otomano,  el interés de las potencias occidentales por el mundo árabe (Oriente  Próximo y África del Norte) ha tenido dos principales incentivos:  controlar los hidrocarburos y garantizar un hogar nacional judío.  Después de la Segunda Guerra Mundial y del traumatismo universal del  Holocausto, la creación del Estado de Israel, en 1948, tuvo como  contrapartida la llegada al poder, en varios Estados árabes liberados  del colonialismo, de fuerzas antisionistas (opuestas a la existencia de  Israel): de tipo “militar nacionalista” en Egipto y Yemen, o de carácter  “socialista árabe” en Irak, Siria, Libia y Argelia. 
Tres guerras perdidas contra Israel (en 1956, 1967 y 1973) condujeron a  Egipto y a Jordania a firmar tratados de paz con el Estado judío y a  alinearse con Estados Unidos que ya controlaba –en el marco de la Guerra  Fría– todas las petromonarquías de la península Arábiga así como el  Líbano, Túnez y Marruecos. De este modo, Washington y sus aliados  occidentales mantenían sus dos objetivos prioritarios: el control del  petróleo y la seguridad de Israel. A cambio, protegían la permanencia de  feroces tiranos (Hasán II, el general Mubarak, el general Ben Alí, los  reyes saudíes Faisal, Fahd y Abdalá, etc.) y sacrificaban cualquier  aspiración democrática de las sociedades.
2. Política. En los  Estados del pretendido “socialismo árabe” (Irak, Siria, Libia y  Argelia), bajo los cómodos pretextos de la “lucha antiimperialista” y de  la “caza de comunistas”, también se establecieron dictaduras de partido  único, gobernadas con mano de hierro por déspotas de antología (Sadam  Hussein, Al Assad padre e hijo, y Muamar al Gadafi, el más demencial de  ellos). Dictaduras que garantizaban, por lo demás, el aprovisionamiento  en hidrocarburos de las potencias occidentales y que no amenazaban  realmente a Israel (cuando Irak pareció hacerlo fue destruido). De ese  modo, sobre los ciudadanos árabes, cayó una losa de silencio y de  terror. 
Las olas de democratización se sucedían en el resto del mundo.  Desaparecieron, en los años 1970, las dictaduras en Portugal, España y  Grecia. En 1983, en Turquía. Tras la caída del muro del Berlín, en 1989,  se derrumbó la Unión Soviética así como el “socialismo real” de Europa  del Este. En América Latina cayeron las dictaduras militares en los años  1990. Mientras tanto, a escasos kilómetros de la Unión Europea, con la  complicidad de las potencias occidentales (entre ellas España), el mundo  árabe seguía en estado de glaciación autocrática. 
Al no permitirse ninguna forma de expresión crítica, la protesta se  localizó en el único lugar de reunión no prohibido: la mezquita. Y en  torno al único libro no censurable: el Corán. Así se fueron  fortaleciendo los islamismos. El más reaccionario fue difundido por  Arabia Saudí con el decidido apoyo de Washington que veía en él un  argumento para mantener a los pueblos árabes en la “sumisión”  (significado de la palabra ‘islam’). Pero también surgió, sobre todo  después de la “revolución islámica” de 1979 en Irán, el islamismo  político que halló en los versos del Corán argumentos para reclamar  justicia social y denunciar la corrupción, el nepotismo y la tiranía.
De ahí nacieron varias ramas más  radicales, dispuestas a conquistar el poder por la violencia y la  “Guerra Santa”. Así se engendró Al Qaeda... 
Después de los atentados  del 11 de septiembre de 2001, las potencias occidentales, con la  complicidad de las “dictaduras amigas”, añadieron un nuevo motivo para  mantener bajo férreo control a las sociedades árabes: el miedo al  islamismo. En vez de entender que éste era la consecuencia de la  carencia de libertad y de la ausencia de justicia social, agregaron más  injusticia, más despotismo, más represión...
3. Económica. Varios  Estados árabes padecieron las repercusiones de la crisis global iniciada  en 2008. Muchos trabajadores de estos países, emigrados en Europa,  perdieron su trabajo. El volumen de las remesas de dinero enviadas a sus  familias disminuyó. La industria turística se marchitó. Los precios de  los hidrocarburos (en aumento estas últimas semanas a causa de la  insurrección popular en Libia) se depreciaron. Simultáneamente, el Fondo  Monetario Internacional (FMI) impuso, a Túnez, Egipto y Libia,  programas de privatización de los servicios públicos, reducciones  drásticas de los presupuestos del Estado, disminución del número de  funcionarios... Unos severos planes de ajuste que empeoraron, si cabe,  la vida de los pobres y sobre todo amenazaron con socavar la situación  de las clases medias urbanas (las que tienen precisamente acceso al  ordenador, al móvil y a las redes sociales)  arrojándolas a la pobreza.
4. Climática. En este  contexto, ya de por sí explosivo, se produjo, el verano pasado, un  desastre ecológico en una región alejada del mundo árabe. Pero el  planeta es uno. Durante semanas, Rusia, uno de los principales  exportadores de cereales del mundo, conoció la peor ola de calor y de  incendios de su historia. Un tercio de su cosecha de trigo fue  destruida. Moscú suspendió la exportación de cereales (que sirven  también para nutrir al ganado) cuyos precios inmediatamente subieron un  45%. Ese aumento repercutió en los alimentos: pan, carne, leche,  pollo... Provocando, a partir de diciembre de 2010, el mayor incremento  de precios alimentarios desde 1990. En el mundo árabe, una de las  principales regiones importadoras de esos productos, las protestas  contra la carestía de la vida se multiplicaron...
5. Social. Añádase a lo  precedente: una población muy joven y unos monumentales niveles de  paro. Una imposibilidad de emigrar porque Europa ha blindado sus  fronteras y establecido descaradamente acuerdos para que las autocracias  árabes se encarguen del trabajo sucio de contener a los emigrantes  clandestinos. Un acaparamiento de los mejores puestos por las camarillas  de las dictaduras más arcaicas del planeta... 
 
      Faltaba una chispa para encender la pradera. Hubo dos. Ambas en Tunez.  Primero, el 17 de diciembre, la auto-immolación por fuego de Mohamed  Buazizi, un vendedor ambulante de fruta, como signo de condena de la  tiranía. Y segundo, repercutidas por los teléfonos móviles, las redes  sociales (Facebook, Twitter), el correo electrónico y el canal  Al-Yazeera, las revelaciones de WikiLeaks sobre la realidad concreta del  desvergonzado sistema mafioso establecido por el clan Ben Alí-Trabelsí. 
 
      El papel de las redes sociales ha resultado fundamental. Han permitido  franquear el muro del miedo: saber de antemano que decenas de miles de  personas van a manifestarse un día D y a una hora H es una garantía de  que uno no protestará aislado exponiéndose en solitario a la represión  del sistema. El éxito tunecino de esta estrategia del enjambre iba a  convulsionar a todo el mundo árabe.