En un trascendente momento de la corrosiva película Margin call, el  jefe supremo de uno de los más poderosos bancos de inversiones aterriza  con su helicóptero a medianoche en la sede del negocio. Le han llamado  urgentemente porque un tipo al que acaban de despedir y un empleado muy  joven han descubierto con terror que toda la estructura del negocio está  en la ruina, a pesar del aparente esplendor. Se ha desatado una  situación de pánico al constatar el inminente apocalipsis. 
El dueño de  la empresa, antes de que sus empleados y ejecutivos le expongan el  insalvable problema, les exige: "imagínense que tengo el nivel de  comprensión de un niño, o sea, que eviten tecnicismos y planteamientos  retorcidos y cuéntenme lo que está ocurriendo con lenguaje claro y  contenido entendible, háganlo rápido y háblenme en inglés".
El director J. C. Chandor, autor de esta ópera prima tan sorprendente  y necesaria, adopta la misma actitud que ese empresario al contarnos a  los espectadores esta historia tan turbia y pavorosamente actual. Nos  explica con lucidez y profundidad cómo un supuesto imperio financiero se  ha construido haciendo trampas, la falsedad de las estimaciones sobre  las que reposa la estructura comercial de ese banco, el nulo valor de  sus activos en el sector hipotecario. 
También las consecuencias  desastrosas, la crisis económica mundial que van a provocar estos  respetables piratas del dinero, su mezquina y maquiavélica facilidad  para vender humo a precio de saldo en Wall Street, salvarse del  naufragio que ellos han creado y hacérnoslo pagar al resto de la  humanidad. Pero como recuerda con asumido cinismo el urdidor de la gran  infamia, las crisis son cíclicas y siempre impunes para sus  responsables, algo natural en la historia del capitalismo. Por su parte,  los tiburones que las han creado mantienen o aumentan sus ganancias.
Margin call  transmite mucho miedo. Lo logra con el retrato creíble de esos  personajes tan implacables (sus sirvientes se pueden permitir el lujo de  ser humanos), que se bonifican a sí mismos con sueldos escandalosos  mientras que están jugando con la seguridad de los demás, con la  sumisión a directrices ilegales en nombre de sus privilegios de los que  saben que el negocio al que sirven es una opulenta farsa, un castillo de  naipes que se puede derrumbar en cualquier momento, una estafa  legalizada.
El director J. C. Chandor solo necesita tres  escenarios que recrean la modernísima cueva de los pulcros dragones, un  guión tan poderoso como bien desarrollado y un grupo de excelentes  actores (Spacey, Irons, Bettany, Tucci) para que su película te aterre  al verla y que ese desasosiego permanezca al recordarla. 
En una época  que recomienda el escapismo ante la que está cayendo, este director mete  el dedo en la llaga con talento y penetración. Es didáctico en el mejor  sentido. Nos desvela muy bien las raíces y los mecanismos que han  generado esa tragedia que deja sin trabajo, en la incertidumbre de  perderlo o de no encontrar el primero a tanta gente madura y joven en  cualquier parte del mundo. El efecto mariposa no es casual, tiene  culpables de carne y hueso. Y por supuesto, el sistema que ha consentido  sus permanentes fechorías.
Cuenta Paula Markovitch, directora de El premio, que  su película es autobiográfica, que ella fue esa niña argentina de siete  años que, en compañía de su desesperada madre, tiene que refugiarse en  una casa abandonada al lado del mar huyendo de la persecución de los  militares, con el referente atroz de una familia masacrada por ellos,  con la duda de si el ausente y añorado padre también fue asesinado. 
Todo  mi respeto para unas vivencias tan duras, pero la forma de reconstruir  esos lacerantes recuerdos con imágenes y sonidos, me deja sensaciones  emparejadas a la frialdad y el aburrimiento. Es de esas películas, que  tanto gustan en los festivales de cine, en las que si un personaje  recorre un kilómetro a lo largo de una playa, se mantiene el tiempo  real, la cámara lo enfoca desde que es una silueta en la lejanía hasta  que llega delante de ella. 
En ese fatigoso tiempo, inevitablemente me  dedico a pensar en mis cosas en vez de interesarme por lo que ocurre en  la pantalla. Ese ritmo cansino se mantiene hasta el final. Y reconozco  que lo que le ocurre a esa confusa y desamparada niña parece veraz, que  en algún momento te hace sentir su frío interno, su inocencia y su  miedo, pero también reconozco que no paro de mirar el reloj y de  removerme en la butaca, que se me hace eterno su intolerable drama.