MURCIA.- José Cervantes es un sacerdote diocesano que, desde 
hace diecisiete años, sirve como misionero en Bolivia. Su formación es 
dilatada: es doctor en Filología Clásica y en Teología Bíblica; 
licenciado en Filosofía y Letras - Filología Semítica Hebrea, en Sagrada
 Escritura y en Estudios Eclesiásticos; y diplomado en Filosofía y 
Ciencias de la Educación. Actualmente, pasa la mitad del año en la 
Diócesis de Cartagena como profesor de Exégesis del Nuevo Testamento en 
el Instituto Teológico San Fulgencio de Murcia y el resto del tiempo es 
misionero diocesano en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) donde, además 
de trabajar con los menores de un barrio marginal de la ciudad en un 
proyecto que él mismo puso en marcha, también es profesor invitado de la
 Universidad Bíblica Latinoamericana. Coincidiendo con el Mes Misionero 
Extraordinario lo hemos entrevistado para conocer mejor en qué consiste 
su labor y cómo está viviendo esta convocatoria misionera del Papa 
Francisco.
Usted es sacerdote diocesano y misionero, ¿en qué consiste su tarea?
Mi
 misión es difundir el Evangelio y es una tarea apasionante. Soy 
profesor especializado en Biblia y me dedico a dar clases y charlas en 
el Instituto Teológico San Fulgencio y en la Universidad. He tenido, 
además, la gracia de Dios en la vida de poder dedicarme a estudiar los 
evangelios en sus lenguas originales y he concentrado mi vida, como 
sacerdote, en la profundización de la Biblia. Además, llevo 17 años 
trabajando en la Archidiócesis de Santa Cruz de la Sierra en Bolivia, en
 una de las barriadas más pobres de toda Latinoamérica conocida como el 
“Plan 3.000” de la ciudad de Santa Cruz donde, como en todas las grandes
 ciudades de Sudamérica, en el cinturón de la periferia se vive la 
pobreza extrema. Allí, entrego mi vida a los niños y jóvenes abandonados
 que están en la calle y que no tienen, ni siquiera, dónde reposar la 
cabeza.
¿Qué es lo que más le impresionó al llegar a Santa Cruz de la Sierra?
Una
 de las cosas que más me impresionó es cómo la pobreza se hace patente 
en niños y jóvenes que viven en la calle y que deambulan fuera de sus 
casas. Desde pequeños se encuentran una vida deshecha y desestructurada.
 Viven en los límites del mal de este mundo como son la droga, la 
delincuencia, el alcohol, etc. Problemas que les pueden afectar desde 
muy pequeños puesto que están viviendo a la intemperie y sin referentes 
adultos en la mayoría de los casos.
En Bolivia puso en marcha el proyecto Oikía, ¿cómo se inició y con qué fin?
Recuerdo
 cómo surgió Oikía. Todo comenzó porque me encontré con un chico que 
estaba medio muerto en mitad de la calle. Después de intentar entablar 
un diálogo con él y de darle un bocadillo de queso porque tenía mucha 
hambre, le pregunté por su familia, de dónde venía, dónde vivía y demás.
 Su respuesta me impactó enormemente, porque me contestó, literalmente: 
“mire, padre, yo no tengo a nadie en el mundo”. 
Aquella frase me impactó
 tanto que le dije: “a partir de ahora no vuelvas a decir jamás esa 
frase, me tienes a mí para lo que te haga falta”.
Intenté
 llevar a aquel chico a sitios donde pudieran acogerlo, pero me di 
cuenta de que no había ningún lugar específico que atendiera a los niños
 de la calle, así que pensé en diseñar un proyecto para ellos y eso es 
lo que hice. 
Con la autorización del cardenal de Bolivia y, ahora, con 
el apoyo del arzobispo de allá, he creado una obra eclesial y social, 
vinculada al ejercicio de la caridad, con los niños más pobres y 
marginados de aquella tierra. La casa se llama Oikía –que significa 
“casa, familia y hogar” – y pretende ser la casa del padre Dios para los
 niños y jóvenes sin recursos. Cuenta con tres centros -noche, día y 
recreo- que permiten realizar todas las actividades propias de la vida 
ordinaria de un niño.
Oikía es una casa fundada en valores cristianos y 
solidarios, que se mantiene exclusivamente con las ayudas que la gente 
quiere brindar a través de la asociación “Ayuda a los niños de Bolivia”. 
Nosotros no contamos con financiación, ni del estado ni de otro sitio. 
Atendemos a chicos y chicas desde los 8 hasta los 18 años –que son las 
edades según las Naciones Unidas correspondientes a la etapa infantil–, 
con una atención y una educación muy personalizada gracias a la entrega 
de los voluntarios, –tanto de Bolivia como de España y del resto de 
Europa– que, después de hacer con nosotros un curso de formación, 
ofrecen su vida y su tiempo para cuidar de los niños, normalmente, entre
 seis meses y un año. Desde la fundación de este proyecto hemos sacado 
adelante a más de 300 chicos y chicas cuya alternativa real era la 
cárcel o la muerte.
Nos encontramos en pleno Mes Misionero Extraordinario convocado por el Papa Francisco, ¿cómo está viviendo usted esta llamada?
La
 experiencia de este mes es que, efectivamente, la Iglesia está 
intentando que los cristianos seamos conscientes de que todos los 
bautizados somos misioneros. Tenemos que ser personas que dan testimonio
 con su palabra, con su obra y con su acción de la gran alegría de la 
salvación de Jesucristo, muerto y resucitado. 
Eso es lo que noto que se 
está avivando en este mes de octubre en toda la Iglesia. Según los 
datos, somos, aproximadamente, 13.000 los misioneros que estamos por 
todo el mundo difundiendo el Evangelio: sacerdotes, religiosas y laicos. 
En la Diócesis de Santa Cruz, por ejemplo, somos 200 curas para atender
 a dos millones de personas, de ellos sólo son autóctonos 34 sacerdotes,
 lo que significa que, el resto, somos misioneros de distintas partes 
del mundo. Como dice el Papa Francisco, la Iglesia de Jesucristo “o es 
Iglesia misionera o no es Iglesia de Jesucristo, es otra cosa”. 
Por eso,
 transmitir todo lo que he podido estudiar en lugares recónditos, en 
poblaciones y en capillas donde celebro la misa, entregando la vida con 
mucha ilusión, creo que es mi pequeña aportación a esta gran tarea 
misionera.
El pasado domingo fue la Jornada Mundial por las 
Misiones, Domund, ¿qué importancia tiene esta campaña para todos los 
misioneros?
La gran alegría de hablar de 
Jesucristo, como aquel que puede transformar el corazón de los seres 
humanos, es la gran recompensa de nuestra vida y esto se potencia, 
especialmente, con la campaña internacional del Domund, que se hace para
 sostener todas las misiones que se están llevando a cabo en lugares de 
miseria y de pobreza. Por ejemplo, mi casa –Oikía–  tiene un presupuesto
 de unos 115.000 euros anuales que necesito sacar de los donativos que 
recibimos, el Domund entre ellos. Para mí, esta es su gran importancia, 
ayudar a la obra misionera de la Iglesia.
Durante 
este mes también está teniendo lugar el Sínodo de la Amazonía. ¿Cree que
 este evento está relacionado de alguna manera con la convocatoria del 
Mes Misionero Extraordinario que ha hecho el Papa Francisco?
Desde
 luego. Creo que este Sínodo es un fruto clarísimo de la tarea misionera
 de la Iglesia en el mundo. Con él se busca llamar la atención sobre lo 
que está ocurriendo en la Amazonía y, en consecuencia, plasmar la gran 
preocupación pastoral de la Iglesia, desde el contexto de la Amazonía, 
por diversos problemas internacionales que se centran, sobretodo, en el 
cuidado de la “casa común” y la dignidad de la persona.