"Ministro, seré ministro". Era la respuesta que Pedro Antonio Sánchez
 ofrecía a los siete años, a poco de hacer la Primera Comunión, a esos 
impertinentes que, con voz de flauta, suelen preguntar a los niños qué 
quieren ser de mayores. Se puede suponer el pasmo o la perplejidad que 
provocaría a su alrededor aquel mocoso de familia modesta en un pueblo 
perdido en el mapa.
Tal vez pensarían, a pesar de la gravedad con que se
 expresaba, que con el tiempo sentaría la cabeza y aspiraría a una 
profesión más acorde a sus circunstancias. No obstante, en Puerto 
Lumbreras había por aquellos años remotos un considerable trajín 
ministerial, tal vez capaz de generar vocaciones.
El eterno alcalde 
falangista, Juanito García Caballero (más de treinta años en el poder, a
 dedo, lo contemplaron) solía invitar con relativo éxito de aceptación a
 ministros del régimen franquista y coronar a las hijas de éstos o de 
sus subalternos como reinas de las fiestas de la localidad; según la 
leyenda, tal invitación era irresistible porque corría por los foros de 
la Corte que el viaje incluía una visita discreta a los exóticos Baños 
de Mula antes o después de la exaltación patriótica y festiva.
Hubo 
algún edificio público de Puerto Lumbreras que fue inaugurado hasta tres
 veces a lo largo de los años, dicen los veteranos del lugar, para 
justificar la presencia sucesiva en la localidad de prebostes del 
régimen, quienes una vez purificados en dulce compañía por las aguas 
milagrosas de Mula, contribuyeron con su apoyo a la longevidad política 
de aquel alcalde singular, el primero de España que tuvo la visión 
posmoderna de invitar a Massiel a su pueblo después de la patriótica 
victoria del La, la, la en Eurovisión para que inaugurara un monolito en
 su honor en la plaza central de la localidad.
Aquella inocente 
escultura fue derribada en una acción clandestina por un jovencísimo 
artista local, Ángel Haro, quien junto a otros precoces activistas 
antifranquistas veían en aquella pieza un símbolo del régimen (precoces 
también frente al esculturismo-rotondismo), pero fueron los socialistas,
 primeros gobernantes de la democracia, los que decidieron cambiar el 
nombre a la placeta, que pasó a llamarse de Paco Rabal, con gran 
disgusto del actor cuando tuvo noticia del homenaje, pues proclamó: «No 
puedo aceptar que con mi nombre se le quite una plaza a María Ángeles, 
que es una gran amiga mía».
Para colmo, al poco, Massiel se hizo del 
PSOE, a pesar del agravio en el pueblo que se había apresurado a 
vitorearla como heroína de España. En compensación, a pesar de que 
oficialmente todavía luce en el lugar el nombre de Rabal, el pueblo 
sigue denominándolo con el de la cantante.
Por supuesto, el 
niño, el adolescente y el joven Sánchez era ajeno a estas trastiendas, 
pero algún impacto debió producirle aquellas parafernalias de alto 
protocolo político todavía más llamativas por producirse con la 
solemnidad de los grandes salones en un pueblo de frontera, en cuya 
rambla podría haberse rodado, con profusión de bojas volanderas, la 
trilogía inaugural del spaguetti westerm, aunque Sergio Leone se 
instalara a tan solo unos kilómetros de distancia.
Sánchez, 
contra lo que suele ser habitual con las volubles vocaciones iniciales, 
mantuvo la inspiración de la suya, pero la vida política, ya en 
democracia, ofrecía novedades muy interesantes. La institución de las 
Comunidades autónomas generó oportunidades insólitas, y todavía persiste
 el debate sobre si es más importante ser ministro o presidente de una 
Comunidad, incluso cuando se trata de una Comunidad de la Señorita Pepis
 como la murciana. No hay color: ser jefe en el propio territorio supera
 con creces la vanidad de integrar la galería de retratos de algún 
ministerio que, con el tiempo, hasta cambia de nombre o desaparece como 
tal.
Así que Sánchez tomó el camino más a mano y optó por el mejor 
superministerio: la presidencia de su Comunidad. En el fondo, no se 
desdijo de sus proclamas infantiles, sino que incrementó su ambición. Y 
objetivo conseguido. Obviamos el relato, ya resabido, de las 
circunstancias por las que esta aventura ha sido culminada en un visto y
 no visto, tan sólo durante dos años. Pero tal vez todo este preámbulo 
pudiera servir para sugerir que es el momento en que Sánchez debiera 
recuperar su espíritu infantil para volver al enunciado original: 
«Ministro, quiero ser ministro».
Porque, a ver, volver a la 
presidencia de la Comunidad en 2019, como se sospecha que pretende, es 
una quimera. Y debiera dejar de dar señales al respecto, ya que la 
percepción de ese supuesto conduce a una mayor erosión de su 
personalidad política, que, dado que se trata de una característica ya 
indisociable a su vida, habría de proteger con estricto cuidado para que
 no termine de hacerse añicos si es que consiguiera superar los procesos
 judiciales que le acechan, algo que se empieza a antojar muy difícil.
La
 elección personal para ser sustituido en la presidencia de la Comunidad
 por un político criado a sus pechos y todavía no destetado pone a 
Sánchez ante dos encrucijadas que contienen sendas contradicciones.
Una.
 Fernando López Miras, el sustituto, arrastra una inevitable estela de 
político tutelado. Esto es fatal para su imagen, de modo que el PP no 
podrá sino desgastarse si ésta persiste. Pero la paradoja es que si 
Sánchez dejara de tutelar a López Miras, tal vez éste se quedaría 
colgando de la brocha, dado que ha sido designado precisamente porque 
precisa de la orientación política externa de su mentor. Podría 
concluirse así que peor que estar tutelado sería que dejara de estarlo. 
Un bucle infernal.
Dos. Si con la inspiración de Sánchez, López 
Miras sale a flote, no habrá opción para que el primero recupere el 
cartel electoral, pues para eso ya estará López Miras. Pero si éste no 
consigue afianzarse con su gestión, el desgaste político incluirá 
también a Sánchez, ya que éste sería el responsable político del 
batacazo, y constituiría una mala solución para el PP insisitir con 
cualquiera de los dos.
En este contexto, tropezamos con otro 
dilema. Dado que la inevitable imagen pública es la del tutelaje 
presidencial, sería fácil borrar esa fotofija con un golpe de timón 
desde San Esteban o con gestos o actitudes que prefiguraran 
independencia o distanciamiento. Pero esto todavía podría ser peor. En 
primer lugar, porque no hay motivos para que esto se produzca, a no ser 
mediante una elaboración artificial, y en segundo porque supondría el 
inicio de una desestabilización interna que no ayudaría a la 
gobernación. Tal es así que, aunque con el tiempo el nuevo presidente 
dejara de gatear y se transportara por sí mismo, seguiría manteniendo la
 imagen de estar siendo guiado.
En definitiva, no es López Miras
 quien debe romper con Sánchez, sino que ha de ser Sánchez quien se 
aleje de López Miras. Y esto de una manera que resulte gráfica desde 
todo mirador. Pero este esfuerzo es imposible, pues supondría la misma 
rectificación del modelo que acaba de ser inaugurado y, como digo, no 
traería buenas consecuencias, ya que el diseño de este Gobierno responde
 a que Sánchez es, en realidad, el que inspirará, determinará y vigilará
 sus actuaciones. Si dejara de hacerlo, como digo, López Miras quedaría 
en indefensión y tal vez tendría que empezar a mirar a su espalda.
Todo
 esto no son sutilezas, sino elementos sustantivos de la vida política, 
por lo demás, ya ensayados en una etapa reciente en el caso 
Valcárcel-Garre cuando el presidente cesante desconsideró la 
independencia de su sucesor, a quien incluso llegó a emboscar mediante 
la colaboración del inefable Vicente Martínez Pujalte con la dimisión de
 Antonio Cerdá para intentar salvar su culo del caso Novo Carthago. En 
aquella ocasión, ya que el tutelaje no se pudo ejercer por las buenas, 
se prolongó por las malas, pero al menos dio lugar a que se pudiera 
visibilizar la entereza del presidente ejerciente frente a los intentos 
conspirativos de quienes pretendían modular la actuación de la Justicia.
No estamos ni mucho menos en tal caso extremo, aunque es inevitable
 que observemos la doble cara de Jano en el Gobierno, una evidencia que 
podría darnos para un cierto relato literario, pero aun obviando las 
metáforas que nos presta la figura del dios romano, lo más práctico 
sería que Sánchez recuperara su imaginario infantil y se buscara las 
mañas para ser ministro, lo que, una vez resueltos a su favor los casos 
judiciales que le afectan, sin duda podría estar a su mano. Y salir por 
fin de San Esteban.
(*) Columnista