Diez años separan  los incidentes racistas   de El Ejido y los de Rosarno en Italia y muestran cómo el racismo  europeo  se mantiene y crece en estos tiempos de crisis económica, alimentado  también por la retórica política xenófoba.
  
 El racismo social  crece, además,  por el discurso institucional que destilan las políticas de inmigración  de la Unión Europea, sometidas a un proceso de endurecimiento progresivo   desde la cumbre de Tampere de 1999 hasta la aprobación de la “Directiva  del retorno” o de la vergüenza, de 2008, que ha impulsado  cambios regresivos en las legislaciones nacionales, un mayor blindaje  de las fronteras comunitarias y un esfuerzo en aumentar las  repatriaciones  de indocumentados. 
  
 Estas personas han  pasado a ser el máximo  chivo expiatorio de los discursos de políticos que, en busca de réditos  electorales, criminalizan la inmigración e impulsan el debate xenófobo.  El presidente italiano Berlusconi es el máximo exponente de los delirios   verbales contra los clandestini: a finales de febrero declaraba  que “menos inmigrantes significa menos criminalidad y menos Mafia”. 
  
 Pero no es sólo  Berlusconi, o Sarkozy.  Otros gobiernos también han puesto más restricciones a los procesos  de nacionalización, con exámenes de idiomas, contratos de integración,  condiciones de trabajo y vivienda, restringen aún más el derecho de  asilo y aumentan las expulsiones por medio de vuelos conjuntos, firma  de convenios de repatriación con nuevos países o la extensión del  Frontex por todo el Mediterráneo hasta Turquía.
 También presenciamos   al intento de restringir los pocos derechos que se contemplan para los  indocumentados, y a la criminalización  a los ciudadanos y los organismos civiles que les proporcionan  asistencia  humanitaria y social. 
  
 Pero también  percibimos muestras de  resistencia. El pasado 1 de marzo, en Francia se han realizado  movilizaciones  con la iniciativa "Un día sin inmigrantes, 24 horas sin  nosotros". No es casual que este movimiento haya empezado allí,  donde un importante movimiento huelguista de trabajadores indocumentados   lleva meses exigiendo su regularización, y donde la inmigración  extracomunitaria,  especialmente la de origen musulmán, está puesta en el punto de mira,  presionada entre otras cosas por el debate sobre la “identidad”  francesa.
  Una iniciativa de  movilización que obtuvo también eco diverso  en Italia, Grecia o varias ciudades españolas.  Movimientos importantes  en un momento en que el discurso xenófobo encuentra apoyo en un sector  creciente de la ciudadanía europea, especialmente ahora que la  competencia  por unos recursos sociales y laborales cada vez más escasos aumenta  la pulsión discriminadora.
  
 También en España  tenemos muestras  de ello, con la enésima reforma de la Ley de Extranjería en diciembre  de 2009, que elevó el periodo de detención en los CIE de 40 a 60 días  o dificultó el reagrupamiento familiar.
 A sólo dos meses de  esta  reforma,  la polémica ha vuelto a propósito del empadronamiento en Vic y Torrejón  y ha sacudido a diversas fuerzas políticas en una carrera por ver quién  muestra más dureza contra los sin papeles, mirando las próximas  citas electorales. Algunos no han dudado en seguir vinculando, una vez  más, inmigración y delincuencia, como muestran los recientes incidentes  en Salt.  
  
 La crisis ha elevado  el rechazo hacia  los inmigrantes, aumenta la demanda de políticas migratorias más  restrictivas  y consolida una imagen negativa de las migraciones, asociada al  deterioro  de las condiciones laborales y sociales. Pese a la evidente contención  de los flujos migratorios, la intransigencia social con el extranjero  aumenta, espoleada por la sensación de competencia y los problemas  de convivencia o seguridad. 
  
 Todo ello sin  olvidar que si antes fueron   fundamentales en los tiempos de crecimiento, la población inmigrante  es la que ha sufrido el ajuste más duro en la crisis: su tasa de paro  se elevó desde el 17% en 2008 hasta superar el 30% al final de 2009;  con el añadido de que, si no pasan directamente a la economía sumergida  y logran mantener sus empleos, tienen condiciones laborales con salarios   más bajos, reducción de beneficios y más trabajo. 
  
 Aunque la duración   de la crisis definirá   su verdadero impacto en la migración, el papel fundamental que en esta  última década ha desempeñado su aporte laboral sugiere que será  difícil que la economía se recupere sin mano de obra migrante. 
  
 Por  ello no se debe  sacar a la migración de la respuesta a la crisis  financiera  y  no sucumbir a las medidas populistas de alto riesgo para la  convivencia,  de combatir la crisis con medidas migratorias severas. 
  
 Las políticas  restrictivas y cortoplacistas son el germen de mayor exclusión y  rechazo,  y fomentan el conflicto entre las capas mas desfavorecidas. Y todas  las administraciones públicas, central, autonómica y local, deben  garantizar que los sistemas de protección social puedan atender las  necesidades de la población residente necesitada, sea autóctona o  extranjera.
  
 Por ello hacemos un  llamamiento a la  responsabilidad de las fuerzas políticas y de los medios de  comunicación,  porque juegan un papel fundamental en la presentación y percepción  de la inmigración ya que un determinado discurso puede reforzar los  prejuicios xenófobos y contribuye a crear un grado de intolerancia  social. Los inmigrantes piden reconocimiento, que es el punto de partida   mínimo para poder hablar de convivencia.
  La convivencia no  mejorará  fomentando el odio al migrante, al indocumentado, sino comprometiendo  en la solución de los problemas a todos, porque a todos nos atañen  como sociedad. De ello depende, en buena medida, que sociedades  plurales,  como la murciana hoy, puedan funcionar de forma cohesionada y justa.
  (*) De Convivir sin Racismo                                                                                
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