
Los
personajes que el destino reúne en el bar de la plaza de los Mostenses
(creo) son un sintecho estilo El Bautista, un fetichista de lencería,
una chica así como normal, un hipster de la publicidad, una ludópata, la
dueña estilo Madame un poco apache, un ex-policía con el vino agrio y
el dependiente del bar, algo corto. Tribus urbanas. Los dos únicos que
se nos antojan normales son el cliente impaciente y el tío de securitas o
algo así que sale a socorrerlo y es porque los matan al comienzo de la
película. El arranque de la historia es brillante.
Pero cuando esta se estabiliza, hay que tirar de personajes y encadenar los episodios que motiven el clima creciente de locura que se instala cuando se saben encerrados por una razón que no comprende. Al menos lo suficiente, por inconexo que sea, para que la crítica hable de un thriller. La falta de información por medios tecnológicos los lleva a fabular disparates.
Pero cuando esta se estabiliza, hay que tirar de personajes y encadenar los episodios que motiven el clima creciente de locura que se instala cuando se saben encerrados por una razón que no comprende. Al menos lo suficiente, por inconexo que sea, para que la crítica hable de un thriller. La falta de información por medios tecnológicos los lleva a fabular disparates.
Ahí
asoma la idea simbólica al entrecruzarse al azar unos destinos vulgares
en una circunstancia límite para la que ninguno está preparado. Muy
teatral. Un Huis Clos estrepitoso, abigarrado, algo demencial.
Dicho lo cual, el ritmo se acelera, entreverado de rasgos de ingenio y
burlas consistentes a algunos terrores del siglo, como el ébola. Ya en
el tremendismo de ir a provocar, nos pasamos un tercio final de la
historia literalmente nadando en la mierda de las cloacas de Madrid y no
son las de El tercer hombre.
El
factor humano, que tampoco prometía mucho, queda en casi nada, devorado
por la historia del retorno al estado de naturaleza o lucha entre lobos
(bastante torpes, por cierto) por la supervivencia. Mensaje que se abre
con un gag de astracanada de unos gordos tratando de pasar por el
boquete de la cloaca y que se repite para solaz del público mientras el
sintecho recita lo del ojo de la aguja del evangelio.
Vale. No está mal. Pero aburre un pelín.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
No hay comentarios:
Publicar un comentario