domingo, 27 de julio de 2025

La casta analfabeta / Gabriel Albiac *



No hace falta que Pachinadie desvele titulaciones académicas. Las lleva escritas en la cara. Resuenan en sus doctas palabras. Cobran fuerza corpórea en la gracia con que dobla el espinazo ante el Jefe. Es epítome del parlamento español, sin duda. Daría risa, si fuera una excepción. Pero es la norma.

A la política profesional sólo acude en España la gente que no tiene otra manera de ganarse la vida. Lo peor de cada familia, sin duda. Con título, sin título, con título comprado, con título falsificado. Da lo mismo. 

Desde un primer ministro plagiario de tesis doctoral, hasta los no sé cuántos mil émulos de Pachinadie que vivaquean desde el parlamento o el Senado hasta la última sinecura de aldea, la política española es esto: una opípara merienda de caníbales. A quienes engordamos con nuestros impuestos.

No tiene ya remedio. Es tarde. La podredumbre se apoderó del Estado desde el final de los años setenta. Habíamos llegado a la democracia con una ingenuidad digna, tal vez, de ternura. Pero mortífera. Y a nadie pareció pasársele por la cabeza que la vulnerabilidad mayor de un régimen democrático es su ausencia de blindaje frente a la corrupción. 

Desde el primer día, sabíamos que la financiación de los partidos era perfectamente ficticia. Y, al cabo de muy poco tiempo, todos los constructores contabilizaron el pellizco político del dos o el tres por ciento como el «ábrete sésamo» de su acceso a la obra pública.

Alguien tenía, en los partidos, que organizar el cobro de ese impuesto anómalo. Convenía, naturalmente, que fueran sujetos con no demasiados escrúpulos. Y dispuestos a embolsarse un pellizquito a modo de justa compensación por su maloliente lugar de faena. Al cabo de unos años, fueron ellos los verdaderos amos de sus respectivos partidos, porque un partido es lo que decide quien administra sus fondos. 

Y todo aquel novato que soñaba con llegar a la política, estaba soñando, en realidad con hacerse acreedor a igual de generoso desodorante tras remover la sentina. Para ese tipo de tarea, la formación académica es un estorbo. Lo es la integridad moral.

No siempre fue así. Nadie me venga con la cantinela de que jamás gente académicamente sólida y moralmente recta pisó el parlamento español. Inimaginablemente para los de hoy, las inteligencias más altas de España ocuparon escaño en diversos parlamentos de los años treinta. 

En la dispersión ideológica que es de exigir a una asamblea verdaderamente democrática. Unamuno u Ortega, Azaña o Marañón, Clara Campoamor o Victoria Kent, Ramiro de Maeztu o Francisco Pérez de Ayala, hicieron de la Carrera de San Jerónimo un lugar de sabiduría. 

Y de grandeza. 

Más o menos como ahora, vamos. ¿Qué había allí ladrones, analfabetos, bestias y asesinos? Los había. Pero no sólo. Y esos nombres de sabios mayores salvan la dignidad de la patria amarga en que vivieron.

Y es que incluso para equivocarse con dignidad –aunque esta dignidad sea trágica– está exigido ser sabio y ser decente. Y es que, para estar –como todos ellos lo estaban– infinitamente por encima de sus titulaciones académicas, es imprescindible haber surcado la inhóspita carrera de obstáculos con las que esas titulaciones garantizan una competencia mínima. Lo impensable hoy.

Está bien que una diputada que falsificó su currículum haya tenido la elemental decencia de dimitir al ser descubierta. Estaría mucho mejor que el parlamento español fijase una barrera mínima de cualificación académica y profesional para sus miembros. No por elitismo alguno. 

Por el hecho elemental de que los ciudadanos, a los que esos diputados dicen estar representando, pueden abrirse tan sólo paso en la vida a costa del duro esfuerzo del que los de la Carrera de San Jerónimo –del Senado, mejor ni hablo– se proclaman exentos. 

Empezaremos a creer en la representatividad del parlamento español el día en el que todos los carentes de saber y oficio hayan sido expulsados de ese lugar que no debieron haber pisado nunca. 

¡Quedarán tan pocos! Un alivio. Además de un ahorro.

 

(*) Filósofo 

 

https://www.eldebate.com/opinion/20250728/casta-analfabeta_320943.html 

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