
Hasta ahora los mandatarios de la UE vienen celebrando frenar a la extrema derecha electoral
en países como Francia y Holanda, sin embargo no hace falta ganar en
votos para condicionar el aire que se respira en sociedad. Ejemplos como
Hungría, Austria, el ascenso de AfD en Alemania con la consecuente
inestabilidad para formar gobierno no resuelta, o la reciente
manifestación nacional polaca, hacen que éste sea un problema de primer
orden.
A ésto podemos añadir e ir anticipando que los efectos de la retirada de los estímulos monetarios del BCE
no aportarán nada bueno, especialmente a países como España. Ante los
sucesivos ‘desafíos’ planteados, independientemente del origen y la
motivación de la crítica, la UE ha respondido siempre del mismo modo. Su actitud fue la misma contra Syriza hasta que alcanzó el gobierno, instante desde el cual la UE –y la socialdemocracia-,
lejos de aprovechar su victoria como una oportunidad para salvar a
Europa decidió enterrarla y destrozar a Grecia para escarmentarles, a ellos y a quien demande una mayor democratización.
Pero, ¿qué nos dice esa actitud de la UE cuando insiste en negar las causas que ponen en peligro su viabilidad futura? Si bien el
57% de los europeos observan a la UE como algo bueno, una “comunidad de
estabilidad presupuestaria” tal y como la imaginaban los ordoliberales
alemanes, solo puede concebirse como un mero y frágil cálculo de
cuentas. Toda identidad necesita de elementos emocionales
impermeables a los argumentos racionales y la débil construcción de la
identidad europea carece de ellos.
El problema de Europa es la anemia
pasional que arrastra, porque tal y como recuerda quien fuera Presidente
de la Comisión Europea, Jacques Delors, “nadie se enamora de un mercado común, se necesita otra cosa”. Desde
el momento en que se buscan respuestas ante la incertidumbre, este
déficit de pertenencia en la identidad europea provoca y facilita el
retorno a lo nacional.
La identidad europea, en su incapacidad y
su negativa por atender lo suficiente a estos elementos inherentes a la
vida pasional colectiva, esto es a la vida social, ha permitido que
acaben encontrando en la certeza de lo nacional una salida donde poder
desfogarse de la peor manera. Negando asumir la condición humana, la UE
ha provocado que la dimensión afectiva acabe por refugiarse en aquellas
construcciones que ofrecen un marco que simboliza al mundo, nuestra
presencia y convivencia en él. Tratando de dejar atrás los
nacionalismos y el siglo XX, la UE ha dejado atrás los elementos
constitutivos de toda forma de identidad, que de haber forjado la
europea, podría haber reducido los nacionalismos, lo cual no
significa disolver las distintas formas de pertenencia en aras de una
lectura plana “cosmopolita”.
Carl Schmitt, tan lúcido como reaccionario,
consideraba que “la unidad global del mundo corresponde a la visión
técnico industrial del mundo”. El problema reside en que la técnica
pretende sustituir a lo que es insustituible, esto es, que “el problema
crucial del orden mundial es siempre un problema político”. Europa
ha intentado construirse de ese modo anodino que describe Schmitt,
tratando de olvidar la política y elevar la técnica como modo de
organizar la convivencia.
La UE, en lugar de hacerse cargo, no
de las expresiones antieuropeistas por supuesto, sino de las
motivaciones que las impulsan y canalizan, opta por despreciarlas en
virtud de una superación aristocrática-técnica que no es capaz de
acogerlas en su seno. En lugar de preocuparse por ofrecer una brújula y
un fin deseable a esa búsqueda de sentido por parte de las sociedades
europeas, la UE parece regañar a los pueblos. El secuestro de la
democracia bajo la omnímoda presencia de las necesidades financieras,
condiciona y desgarra cualquier forma de comunidad.
Si el problema
de la UE es que se centra solo en los efectos y se olvida de las
causas, eso significa que la propia UE se convierte en la causa de los
problemas: el nacionalismo del siglo XXI ensalza lo nacional en defensa de una Europa enfrentada a la UE.
El retorno al nacionalismo comparte en sus diferencias el mismo origen
señalado: Europa.
Una manera inicial de construir identidad europea
puede pasar por invertir esa relación. Sentir pertenecía gracias a que
se comparte un mismo origen: Europa. La identidad, cualquiera que ésta
sea, necesita de lazos que generen apego, significaciones e imaginarios
compartidos que doten de sentido a la realidad.
Compartir derechos y
bienestar que emane de Europa, junto con una mayor capacidad de
intervención democrática, es un primer paso que necesariamente obliga a
revisar la arquitectura institucional de la UE. No parece ser hoy la tendencia actual, pero el objetivo democrático no puede ser otro que construir la federación de los ‘Estados Unidos de Europa’.
(*) Sociólogo y escritor
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