En su discurso hace unas fechas Quim
Torra se preguntó en dos ocasiones "¿ahora, qué?" Y él mismo venía a
responderse diciendo que la respuesta la daría la gente, la ciudadanía.
Y así ha sido. La Diada atronó con su triple mandato: Independencia, República Catalana y libertad de los presos políticos. Y el Govern se propone actuar en cumplimiento de ese mandato, que reitera el del 1-O y lo pone en curso de colisión con el Estado
En un plan de ataque al Estado injusto, la Generalitat abre el curso con este anteproyecto de ley anunciado por Artadi que
tiene un horizonte ambicioso de memoria histórica, comisión de la
verdad y justicia post-transicional al margen de lo que esté haciendo el
Estado.
Es
como si la Diada hubiera renovado su empoderamiento a las instituciones
y partidos que las gestionan. Estos, a su vez se sienten injustamente
tratados por esa acusación muy extendida de que aumenta la distancia
entre un pueblo rupturista y unos políticos pactistas. Para redimirse
ponen en marcha ipso facto medidas orientadas a la consolidación de la
República como ente de hecho, aunque no de derecho (español),
crecientemente rupturistas con el marco constitucional. Reiteran además
su unidad de acción.
Si el PDeCat ha retirado su desafortunada moción de pacto con el PSOE "dentro de la legalidad" ha
sido por el efecto de la Diada. Esa coordinación entre una ciudadanía
movilizada y unos dirigentes vinculados por un programa y un mandato es
un arma política poderosísima. Los políticos responden ante la gente y
la gente responde por los políticos.
Esta
situación paradójica en la que Catalunya resulta tener más estabilidad
política que España es la que permite a la Generalitat preguntar a
Sánchez si el fracaso de la política de la represión y el miedo del PP, ayer escenificado en una Diada apoteósica, no le hace reflexionar. En
otros términos, la Generalitat sigue esperando propuestas concretas del
Estado para resolver un conflicto que es imposible negar ni siquiera
minimizar. Es el problema de España.
Pero
España no está en condiciones de resolverlo porque se encuentra en el
habitual marasmo de crisis entrecruzadas todas originadas en la
corrupción sistémica heredada del franquismo. El veto del PSOE a la
comisión de investigación sobre la presunta corrupción del ex-rey Juan
Carlos ha barrido de un golpe el último vestigio de legitimidad que le
quedaba a esta corona, legado directo del franquismo.
La
corrupción política ha deslegitimado el resto del cacareado Estado de
derecho. La corrupción en los tribunales de justicia, como en la
Universidad pública, son dos casos específicos de un mal que aqueja a la
totalidad del sistema político en el que las instituciones están al
servicio de los partidos políticos. Corrupción es asimismo la
pervivencia del franquismo en todos los órdenes, desde los
arquitectónicos a los nobiliarios, pasando por los presuntos delitos
contra la Hacienda pública.
Y
corrupción es la desaforada represión de la libertad de expresión que
lleva a la cárcel a Pablo Hasel, al exilio a Valtonyc o al calabozo a
Willy Toledo simplemente por decir lo que piensan sin causar daño real a
nadie.
Todo
ese barullo de atropellos, injusticias, abusos, corrupciones,
persecuciones, etc., tiene muy entretenidos a los medios porque llaman a
escándalo y también entretenidos a los políticos defendiéndose y
atacándose mutuamente en fuegos cruzados. Pero de atención, reflexión y
propuestas sobre el mayor problema constitucional del Estado español,
hoy en el punto de mira de la opinión internacional, nada de nada.
El
gobierno no está en condiciones de ofrecer nada a Catalunya. Ni el
gobierno ni la oposición: Podemos, no participa en la Diada porque el
independentismo rompe la "normalidad"; el PP pide el 155; y C's sigue
haciendo el ridículo con teatrillos callejeros sin público. Del rey no
hablemos. Es el Estado el que ha fallado (a propósito, aquí el texto de mi artículo ayer en elMón.cat. que versa sobre la materia).
Cada vez más claramente, es un Estado fallido porque no está en
situación de garantizar el imperio de (su) ley democráticamente en
Catalunya, esto es, un gobierno voluntariameente aceptado por los
gobernados. Solo puede hacerlo a la fuerza con lo que no habrá
aceptación sino dictadura, algo difícil de defender en Europa. La
votación de hoy en el Parlamento Europeo sobre Hungría es una
advertencia.
La
medida anunciada por Artadi tiene mucho alcance pues es de carácter
soberano. Equivale a enjuiciar el pasado del conjunto del Estado español
desde una perspectiva catalana. Jurídicamente no hay objeción puesto
que entra en sus competencias. Pero políticamente provocará incomodidad y
recelos. Una posible justificación de la Generalitat que, por lo demás,
no la necesita, es que actúa en lugar del Estado porque en cuarenta
años este no ha cumplido su deber de justicia post-transicional.
Si,
como sostienen muchos, entre ellos Palinuro, se trata de un presunto
crimen de genocidio, este no prescribe y alguien debe acometer la tarea
ineludible de hacer justicia a las víctimas, con independencia de si el
Estado, finalmente decide cumplir con su deber o no.
Y
así procederá la política de la Generalitat, si entiendo bien la
táctica indeependentista: seguir funcionando como una república de hecho
hasta el momento de una ruptura que, dadas las circunstancias, parece
inevitable. La cuestión es qué forma tomará. Si pacífica o violenta;
entendiendo por "violenta" no solamente los actos cruentos sino toda
aquella situación en que se emplee la fuerza para impedir que los
ciudadanos ejerzan sus derechos.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED