De las cuatro fuentes del poder social que Michael Mann identifica en su obra magna, Las fuentes del poder social,
esto es, las relaciones ideológicas, las económicas, las militares y
las políticas, las primeras y las últimas son las más escurridizas y
difíciles de tratar Todo el mundo sabe lo que es el poder económico (el
capital) y el poder militar (la violencia) pero, al llegar al poder
ideológico y el político, la cuestión se torna más imprecisa y compleja.
Hay quien piensa que son dos momentos de un mismo poder, de forma que
el político es la institucionalización del ideológico y el ideológico,
la legitimación del político. Para algunos partidarios de la teoría del
Estado como conquista, el poder político es emanación directa del
militar y así pensaba Oppenheimer. Para los marxistas, el poder político
es emanación del económico, amparado por el militar y justificado por
el ideológico.
El
poder político, la capacidad de conseguir la obediencia de los
gobernados, se consigue convenciéndolos por las buenas (ideología) o
por las malas (militar), esa dualidad sempiterna entre la auctoritas y la potestas,
rebautizada hoy por Nye como "poder blando o suave" y "poder duro". Por
supuesto, el poder político es la forma de expresarse del poder
económico dominante, el capital.
Las
izquierdas han tratado de poner en pie una forma de legitimación que no
fuera del poder económico dominante sino del dominado, algo que hasta
la fecha se presentaba como un pensamiento entre reformista y
revolucionario. El poder ideológico que justificaría el político de las
clases subalternas. Pero no lo han conseguido. Al poder político solo
llegan si acaso los reformistas más moderados y están sometidos a un
hostigamiento permanente desde el poder económico, de forma que su
autoridad es precaria.
La idea revolucionaria se había formulado al
amparo del sufragio universal. Al ser los trabajadores inmensa mayoría,
el voto los llevaría al poder. Tal cosa no sucedió y la izquierda quedó
dividida entre un sector reformista y otro revolucionario. Una división
con formas y matices distintos según los momentos y países, pero que
aparece siempre, de forma que el gran problema, el sempiterno problema
de la izquierda es la unidad, la falta de la cual la hace sucumbir a la
derecha, mucho más unitaria.
Innecesario decir que el poder
ideológico de la derecha acentúa el discurso unitario con pleno respaldo
del poder económico y del militar. Eso hace que su poder político sea
sólido, presentado como tal por los medios que controla el poder
económico, que no sea nunca precario, ni siquiera cuando se encuentra en
minoría.
Ese es el extremo
que ilustra a la perfección el magnífico dibujo de Manel Fontdevila. Si
no tienes mayoría absoluta, no tienes poder. Pero menos tienen los
otros, cuyos porcentajes son aun menores y, además, están divididos y
enfrentados. O sea, una buena base de poder político es la impotencia de
los adversarios. Por eso puede el gobierno de Rajoy hacer lo que "le da
la gana" con el auxilio de una oposición que va por ahí presumiendo de
eficaz.
Tampoco
es nuevo. Rajoy ya demostró su capacidad para hacer lo que le da la
gana durante el año de mandato en funciones, cuando elaboró la doctrina
de que un gobierno en funciones no responde ante el Parlamento y el
asunto acabó en el Tribunl Constitucional (TC) en donde, como era de
prever, duerme el sueño de los justos.
A
la vista del éxito, el consejo de ministros presentará en breve un
conflicto de competencias ante el TC para limitar la actividad del
legislativo a base de impedirle que pueda levantar los vetos
interpuestos por el gobierno en nombre de la intangibilidad de los
gastos de la ley de presupuestos. La cuestión es evidente: si el
gobierno se sale con la suya (y es probable que lo haga pues el TC está
bien surtido de magistrados de su cuerda ideológica), el Parlamento
puede irse de vacaciones hasta la próxima cita electoral porque el
gobierno podrá bloquear cualquier iniciativa legislativa invocando
motivos económicos.
En efecto, el poder que procede de la impotencia ajena es tan sólido como el que descansa sobre el poder militar.
Lo que es del común es de ningún
La
elección del nombre del nuevo partido de Ada Colau y Xavier Domènech
está lejos de ser una improvisación. La referencia a los comunes
evidencia el ánimo de consagrarlo heredero de la contestación
asamblearia indignada que suele englobarse bajo el término 15M. Son los
comunes, la gente de la calle. En algún lugar la idea está
institucionalizada de antes. Por ejemplo, el defensor del pueblo canario
se llama “diputado del común”.
Es
también un intento de apuntarse al carro del populismo soslayando el
término de dudosa fama. El común es lo de todos (y lo de ninguno, según
el viejo refrán), sin partidismos. Es un movimiento. Por eso, El Comuns
huyen del término partido y prefieren llamarse “sujeto político”. Pero
se darán de alta en el registro de partidos.
El
elemento definitorio confeso de principio es el municipalismo. Algo
similar a lo que sucede en Madrid, en donde la alcaldesa recordando el
carácter municipal de su movimiento, anda ya buscándose un sucesor o
sucesora en la tarea. Colau, en cambio, apunta a una segunda candidatura
suya a la alcaldía. Y, sin embargo, el “sujeto político” que ha
alumbrado tiene una clara vocación y propósito extramunicipales. Los
Comunes se plantean como partido (en realidad, una confederación o
confluencia o amalgama de varios) en un ámbito autonómico, con un
discurso adecuado, pero que también se proyecta confusamente a escala
estatal.
Els
Comuns representan una opción de izquierda catalana con vocación de
política española, pero sin dejar de hacer propuestas propias tanto en
aquella como en la catalana, a veces con alegre desconsideración de las
estructuras jurídico-políticas dominantes, como la opción de la
República catalana dentro del Estado (monárquico) español o la de la
soberanía compartida. El mensaje parece ser: no somos maximalistas ni
pedimos imposibles pero no renunciamos a nada; queremos soberanía para
actuar por nuestra cuenta y también tener voz en la política española.
La
nueva formación es un caso más de una tendencia general por la cual,
las grandes ciudades tienen una cultura y un comportamiento políticos
distintos a los del conjunto del país. Los Comunes vienen a insertarse
en el complejo sistema político catalán como voz barcelonesa de una
izquierda catalana que, sin ser independentista, tampoco haría ascos a
la independencia. Recuérdese: no se renuncia a nada. Ese pragmatismo que
lo hace configurarse como una especie de partido “gorrón” lo
singulariza frente a los demás. Del PDeCat lo separa la ideología. De
ERC y la CUP, con quienes coincide, en principio, en la cuestión
republicana y el municipalismo, el independentismo.
Aquí
está el debate: independentismo como cuestión de principio o como
rendimiento marginal. Esto es: la independencia como objetivo o la
independencia como resultado final, después de haber pasado por unas
etapas intermedias tan inverosímiles como las andanzas de Ulises.
Los
Comunes dirigen su crítica catalana al bloque independentista al que
acusan de valerse del señuelo de la independencia para hacer política
electoral de partidos. Es decir, una acusación de hipocresía. La
cuestión es saber qué porcentaje de electores se sentiría atraído por
esta crítica y la propuesta sustitutoria de unas imprecisas o
incomprensibles relaciones con el Estado español.
En
todo caso, de esa duda se sale en breves meses, cuando corresponda
culminar la hoja de ruta con la celebración del referéndum anunciado. En
ese momento será preciso adoptar una actitud y en condiciones
imprevisibles porque no sabemos cómo cumplirá su compromiso JxS ni cómo
reaccionará el Estado. Solo sabemos que habrá que estar a favor o en
contra del referéndum. O llamarse andana sosteniendo algo así como que
se está a favor del referéndum, pero no de ese referéndum.
El
referéndum, que responde al deseo de tres cuartas partes de la
población de Cataluña, es un acto de soberanía. Els Comuns pueden
sumarse sugiriendo al Estado español que la comparta.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED