Lo preparó todo con minuciosidad. Cerró su cuenta bancaria. Vendió su auto. Evitó cualquier contacto con la organización. No acudió a ninguna reunión. No rezó. Se procuró el arma fatal sin que nadie pudiera sospechar el uso que haría de ella. La colocó en lugar seguro. Esperó. Esperó. Llegado el día D, procedió al ensayo del crimen. Transitó y recorrió el futuro itinerario de sangre. Midió los obstáculos. Imaginó los remedios. Y cuando llegó la hora, puso por fin en marcha el camión de la muerte…
La inaudita bestialidad (1) del atentado de Niza, el pasado 14 de julio –que viene a sumarse a otras masacres yihadistas recientes, en particular las de Orlando (49 muertos) y Estambul (43 muertos)– nos obliga, una vez más, a interrogarnos sobre esa forma de violencia política que llamamos terrorismo. Aunque, en este caso, habría que hablar de “hiperterrorismo” para significar que ya no es como antes. Un límite impensable, inconcebible, ha sido franqueado. La agresión es de tal desmesura que no se parece a nada conocido.
Hasta tal punto que no se sabe cómo llamarlo: ¿atentado?, ¿ataque?, ¿acto de guerra? Como si se hubiesen borrado los confines de la violencia. Y ya no se podrá volver atrás. Todos saben que los crímenes inaugurales se reproducirán. En otra parte y en circunstancias diferentes sin duda, pero se repetirán. La historia de los conflictos enseña que, cuando aparece una nueva arma, por monstruosos que sean sus efectos, siempre se vuelve a emplear... Alguien, de nuevo, en algún lugar, lanzará a toda velocidad un camión de diecinueve toneladas contra una multitud de personas inocentes…
Sobre todo porque este nuevo terrorismo tiene, entre sus objetivos, el de impactar las mentes, sobrecoger el entendimiento. Es un terrorismo brutal y global. Global en su organización, pero también en su alcance y sus objetivos.
Y que no reivindica nada muy preciso. Ni la independencia de un territorio, ni concesiones políticas concretas, ni la instauración de un tipo particular de régimen. Esta nueva forma de terror total se manifiesta como una suerte de castigo o de represalia contra un “comportamiento general”, sin mayor precisión, de los países occidentales.
El término “terrorismo” también es impreciso. Desde hace dos siglos, ha sido utilizado para designar, indistintamente, a todos aquellos que recurren, con razón o sin ella, a la violencia para intentar cambiar el orden político. La experiencia histórica muestra que, en ciertos casos, esa violencia resultó necesaria. “Sic semper tirannis”, gritaba Bruto al apuñalar a Julio César, que había derribado la República. “Todas las acciones son legítimas para luchar contra los tiranos”, afirmaba igualmente, en 1792, el revolucionario francés Gracchus Babeuf.
Sobre ese irreductible fenómeno político, que suscita a la vez espanto y cólera, incomprensión y repelencia, emoción y fascinación, se han escrito miles de textos. Y hasta, por lo menos, dos obras maestras: la novela Los Endemoniados (1872), de Fiódor Dostoyevski, y la obra de teatro Los Justos (1949), de Albert Camus. Aunque, cuando el islamismo yihadista está globalizando el terror a niveles jamás vistos hasta ahora, el proyecto de “matar por una idea o por una causa” aparece cada vez más aberrante. Y se impone ese rechazo definitivo que Juan Goytisolo expresó magistralmente en su frase: “Matar a un inocente no es defender una causa, es matar a un inocente”.
Sin embargo, sabemos que muchos de los que, en un momento, defendieron el terrorismo como “recurso legítimo de los afligidos”, fueron luego hombres o mujeres de Estado respetados. Por ejemplo, los dirigentes surgidos de la Resistencia francesa (De Gaulle, Chaban-Delmas) que las autoridades alemanas de ocupación calificaban de “terroristas”; Menahem Begin, antiguo jefe del Irgún, convertido en primer ministro de Israel; Abdelaziz Buteflika, ex responsable del FLN argelino, devenido presidente de Argelia; Nelson Mandela, antiguo jefe del African National Congress (ANC), presidente de Sudáfrica y premio Nobel de la Paz; Dilma Rousseff, presidenta de Brasil; Salvador Sánchez Cerén, actual presidente de El Salvador, etc.
Como principio de acción y método de lucha, el terrorismo ha sido reivindicado, según las circunstancias, por casi todas las familias políticas. El primer teórico que propuso, en 1848, una “doctrina del terrorismo” no fue un islamista alienado, sino el republicano alemán Karl Heinzen en su ensayo Der Mord (El Homicidio), en el cual declara que todos los procedimientos son buenos, incluso el atentado-suicida, para apresurar el advenimiento de... la democracia. Como antimonárquico radical, Heinzen escribe: “Si debéis hacer saltar la mitad de un continente y propiciar un baño de sangre para destruir el partido de los bárbaros, no tengáis ningún escrúpulo. Aquel que no sacrifica gozosamente su vida para tener la satisfacción de exterminar a un millón de bárbaros no es un verdadero republicano” (2).
La actual “ofensiva mundial del yihadismo” y la propaganda antiterrorista que la acompaña pueden hacer creer que el terrorismo es una exclusividad islamista. Lo cual es obviamente erróneo. Hasta hace muy poco, otros terroristas estaban en acción en muchas partes del mundo no musulmán: los del IRA y los legitimistas en Irlanda del Norte; los de ETA en España; los de las FARC y los paramilitares en Colombia; los Tigres tamiles en Sri Lanka; los del Frente Moro en Filipinas, etc.
Lo que sí es cierto es que la hiperbrutalidad alucinante del actual terrorismo islamista (tanto el de Al Qaeda como el de la Organización del Estado Islámico, OEI) parece haber conducido a casi todas las demás organizaciones armadas del mundo (excepto al PKK kurdo) a firmar apresuradamente un alto el fuego y un abandono de las armas. Como si, ante la intensidad de la conmoción popular, no desearan verse para nada comparadas con las atrocidades yihadistas.
También cabe recordar que, hasta hace muy poco, una potencia democrática como Estados Unidos no consideraba que apoyar a ciertos grupos terroristas fuese forzosamente inmoral... Por medio de la Central Intelligence Agency (CIA), Washington preconizaba atentados en lugares públicos, secuestros de oponentes, desvíos de aviones, sabotajes, asesinatos...
Contra Cuba, Washington lo hizo durante más de cincuenta años. Recordemos, por ejemplo, este testimonio de Philip Agee, ex agente de la CIA: “Me estaba entrenando en una base secreta, en Virginia, en marzo de 1960, cuando Eisenhower aprobó el proyecto que llevaría a la invasión de Cuba por Playa Girón. Estábamos aprendiendo los trucos del oficio de espía incluyendo la intervención de teléfonos, micrófonos ocultos, artes marciales, manejo de armas, explosivos, sabotajes... Ese mismo mes, la CIA, en su esfuerzo por privar a Cuba de armas antes de la inminente invasión de exiliados, hizo volar un buque francés, Le Coubre, cuando estaba descargando un cargamento de armas de Bélgica en un muelle de La Habana. Más de 100 personas murieron en aquella explosión...
En abril del año siguiente, otra operación de sabotaje de la CIA con bombas incendiarias destruyó los almacenes El Encanto, principal tienda por departamentos de la capital, provocando decenas de víctimas... En 1976, la CIA planificó, con la ayuda del agente Luis Posada Carriles, otro atentado, en esta ocasión contra un avión de Cubana de Aviación en el que murieron las 73 personas de a bordo... Desde 1959, el terrorismo de EEUU contra Cuba ha costado unas 3.500 vidas y ha dejado a más de 2.000 personas lisiadas. Los que no conocen esta historia pueden encontrarla en la clásica cronología de Jane Franklin, ‘The Cuban Revolution and the United States (3)’” (4).
En Nicaragua, en los años 1980, Washington actuó con igual brutalidad contra los sandinistas. Y en Afganistán contra los soviéticos. Allí, en Afganistán, con el apoyo de dos Estados muy poco democráticos –Arabia Saudí y Pakistán–, Washington alentó, también en la década de 1980, la creación de brigadas islamistas reclutadas en el mundo arabomusulmán y compuestas por los que los medios de comunicación dominantes llamaban entonces los “freedom fighters”, combatientes de la libertad... Sabemos que fue en esas circunstancias cuando la CIA captó y formó a un tal Osama Ben Laden, quien fundaría posteriormente Al Qaeda…
Los desastrosos errores y los crímenes cometidos por las potencias que invadieron Irak en 2003 (5) constituyen las principales causas del terrorismo yihadista actual. A ello se han añadido los disparates de las intervenciones en Libia (2011) y en Siria (2014). Algunas capitales occidentales siguen pensando que la potencia militar masiva es suficiente para acabar con el terrorismo. Pero, en la historia militar, abundan los ejemplos de grandes potencias incapaces de derrotar a adversarios más débiles. Basta con recordar los fracasos estadounidenses en Vietnam en 1975, o en Somalia en 1994. En efecto, en un combate asimétrico, aquél que puede más, no necesariamente gana: “Durante cerca de treinta años, el poder británico se mostró incapaz de derrotar a un ejército tan minúsculo como el IRA –recuerda el historiador Eric Hobsbawm–, ciertamente el IRA no tuvo la ventaja, pero tampoco fue vencido” (6).
Como la mayoría de las Fuerzas Armadas, las de las grandes potencias occidentales han sido formadas para combatir a otros Estados y no para enfrentarse a un “enemigo invisible e imprevisible”. Pero en el siglo XXI, las guerras entre Estados están en trance de volverse anacrónicas. La aplastante victoria de Estados Unidos en Irak, a principios de los años 2000, no es una buena referencia. El ejemplo puede incluso revelarse engañoso. “Nuestra ofensiva fue victoriosa –explica el ex general estadounidense de los Marines, Anthony Zinni–, porque tuvimos la oportunidad de encontrar al único malvado en el mundo lo suficientemente estúpido como para aceptar enfrentarse a Estados Unidos en un combate simétrico” (7). Los conflictos de nuevo tipo, cuando el fuerte se enfrenta al débil o al loco, son más fáciles de comenzar que de terminar. Y el empleo masivo de medios militares pesados no permite necesariamente alcanzar los objetivos buscados.
La lucha contra el terrorismo también autoriza, en materia de gobernación y de política interior, todas las medidas autoritarias y todos los excesos, incluso una versión moderna del “autoritarismo democrático” que tomaría como blanco, más allá de las organizaciones terroristas en sí mismas, a todos los que se opongan a las políticas globalizadoras y neoliberales. Por eso, hoy, es de temer que la caza de los “terroristas” provoque –como lo estamos viendo en Turquía después del extraño golpe de Estado fallido del pasado 16 de julio– peligrosos resbalones y atentados a las principales libertades y derechos humanos. La historia nos enseña que, bajo pretexto de luchar contra el terrorismo, muchos Gobiernos, incluso democráticos, no dudan en reducir el perímetro de la democracia (8). Ojo a lo que viene. Podríamos haber entrado en un nuevo periodo de la historia contemporánea, donde volvería a ser posible aportar soluciones autoritarias a problemas políticos…
(*) Periodista y profesor de la Universidad de París
(1)
Ochenta y cuatro muertos, de ellos una decena de niños, y más de
doscientos heridos, de los cuales unos veinte entre la vida y la
muerte...
(2) Citado por Jean-Claude Buisson en: Emmanuel de Waresquiel (bajo la dir. de), Le Siècle rebelle. Dictionnaire de la contestation au XXe (El Siglo Rebelde. Diccionario de la contestación en el siglo XX), Larousse, París, 1999.
(3) Ocean Press, Minneapolis, 1997.
(4) Philip Agee, “El terrorismo y la sociedad civil como instrumentos de la política de EEUU hacia Cuba”, Rebelión, 26 de julio de 2003. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=18132
(5) Véase, por ejemplo, el “Informe Chilcot”, que establece un balance de la intervención británica en Irak en 2003. Cf. Le Monde, París, 6 de julio de 2016.
(6) La Repubblica, Roma, 18 de septiembre de 2001.
(7) El Mundo, Madrid, 29 de septiembre de 2001.
(8) Véase Ignacio Ramonet, El Imperio de la vigilancia, Clave intelectual, Madrid, 2016.