Ahora, ese hombre que, a base de autodisciplina y autocontrol, consigue que sus gestos sean suaves, sus formas amables y su sonrisa afectuosa está a un paso de sentarse en el banquillo de los acusados por un presunto delito de cohecho pasivo impropio. Una figura jurídica que se introdujo en el artículo 426 de la reforma del Código Penal realizada en noviembre de 1995 referida a los cargos públicos que admitan "dádivas o regalos que le fueren ofrecidos en consideración a su función". Y Francisco Camps, presidente de la Generalitat valenciana, no se explica por qué estas cosas le pasan a él que, cada mañana, cuando se levanta y se mira en el espejo, ve a un hombre honrado, austero y afable. Y, como no lo entiende, las pocas veces que habla sobre el caso en el que está implicado dice cosas como: "Quedan uno o dos escaloncitos y entonces toda esta cuestión tan extraña, tan absurda y tan estrafalaria habrá pasado".
"Esta cuestión" es, nada menos, su imputación en un presunto delito de cohecho a cuenta de los trajes que le regaló la red corrupta ligada al PP conocida como el Caso Gürtel. Una implicación a la que Camps, de puertas afuera y dentro de su partido, siempre quitó importancia. Primero se mostró convencido de que no se admitirían a trámite las investigaciones efectuadas por el juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón; luego, que no le imputarían, y más tarde, que se archivarían las diligencias en su contra. Nunca creyó que "el ratito largo" que auguró en una de sus comparecencias en las Cortes Valencianas fuera a ser tan largo. De hecho, todavía no cree que esté pasando lo que le está pasando. Cuando se refiere a su imputación como "esa cosa extraña", expresa su percepción de la realidad. Un catedrático de psicología social de la Universidad de Valencia opina que Camps "se siente ajeno y distanciado de lo que está ocurriendo. No lo entiende ni lo asimila. Él trabaja por el bien común, por la verdad y le contestan con inculpaciones. La sensación de extrañamiento implica una pérdida de identidad. Camps no se reconoce en lo que dicen de él porque no hablan de él. Hablan de otro".
El hombre que se mira al espejo, agrietado desde que el 6 de febrero el juez Garzón abrió una investigación por una trama de corrupción ligada a cargos del PP, empezó en política muy joven. Una tarde de verano de 1982, poco antes de matricularse en tercero de derecho, se dirigió a la sede de Alianza Popular en Valencia para afiliarse y se quedó con las llaves de la sede. Un hecho nada insólito en una época en que la derecha valenciana se encontraba huérfana de bases y de apoyos sociales. El actual vicepresidente del Consejo General del Poder Judicial, Fernando de Rosa, tras abrirle la ficha de militante, se las entregó. En ese momento inició un largo y trabajoso camino en el seno del PP que le llevaría desde la base hasta la cúpula. Su primer trabajo institucional, en 1983, consistió en ser el asistente de un concejal de la oposición, y luego, en una rápida sucesión de cargos a partir de 1991: concejal de Tráfico, primer teniente de alcalde y concejal de Hacienda en el Ayuntamiento de Valencia; diputado en el Congreso por Valencia, consejero de Cultura, secretario de Estado en el Ministerio de Administraciones Públicas, de nuevo diputado y vicepresidente de la Mesa del Congreso de los Diputados, delegado del Gobierno en la Comunidad Valenciana y, por fin, presidente de la Generalitat en 2003. Camps es el paradigma del político: nunca ha sido otra cosa.
En mayo de 2003 el mundo (valenciano) estaba en sus manos: "Ser presidente de la Generalitat es lo más importante que puede ser un valenciano", dijo entonces. Aquel alumno de los jesuitas, que en su etapa de estudiante de derecho fue el animador de una tertulia política en el bar El Agujero, que se encontraba a espaldas de la facultad, en la que participaban dos amigos suyos, Gerardo Camps y Esteban González Pons, se sentía el hombre más feliz de la tierra. La amistad del triunvirato se prolongaría en la política. Gerardo Camps, que fue secretario de Estado en el Ministerio de Trabajo con Eduardo Zaplana, ha formado parte de todos los gobiernos autonómicos de Francisco Camps y ahora es vicepresidente económico del Consell. González Pons, que también formó parte del gobierno valenciano, ahora es diputado nacional y portavoz de la ejecutiva del PP de Mariano Rajoy.
Francisco Enrique Camps Ortiz heredó su primer nombre de su padre y el segundo de su abuelo. La familia procede de Poble Nou, una pedanía de Valencia situada en plena huerta, donde todavía se vive en alquerías y desde donde el abuelo del presidente se trasladaba en tartana hasta el Ateneo Mercantil, en la ciudad de Valencia. El iaio Enrique vivía en la alquería de Felip junto con sus seis hermanos y sus padres. Allí trabajó en la huerta como labrador, al tiempo que participaba en la gestión de la línea de autobús Valencia-Burjassot que explotaba la familia. Persona emprendedora, emigró a Argentina y a su regreso fundó la empresa Transportes Camps, que cubría el trayecto Valencia-Madrid. Su nombre figura entre los fundadores del Valencia CF, que contribuyeron a la construcción del estadio de Mestalla en 1923.
El presidente de la Generalitat siempre se ha mostrado orgulloso de sus orígenes. Valenciano por nacimiento, valencianista en la versión más romántica del concepto e hincha del Valencia CF -"tanto como ser jefe del Consell, me gustaría ser presidente del Valencia", ha confesado en alguna ocasión-, Camps fue el primer mandatario autonómico que realizó su discurso de investidura íntegramente en valenciano, jurando su cargo sobre la Constitución, el Estatuto de Autonomía, un ejemplar de Els Furs (Los Fueros) de Jaime I y una Biblia. En estos cuatro volúmenes se condensa su visión de la política y de la vida.
Los primeros 100 días de su mandato estuvieron marcados por la autoexigencia de desmarcarse del estilo de su antecesor, Eduardo Zaplana. Donde antes hubo boato, soberbia, ambición desmedida, gusto por el gasto y ausencia del idioma valenciano, Camps apostó por la sobriedad ("más importante que la ampliación del museo del IVAM es la construcción de escuelas", dijo González Pons, por entonces consejero de Educación), la cercanía (era fácil verle por la calle paseando con su esposa tras acudir con sus hijos a la cabalgata de Reyes) y un valencianismo militante. Si Zaplana apoyó la fusión de las cajas valencianas, Camps defendió lo contrario y si aquél tenía una visión laxa del presupuesto, éste creó una comisión delegada de asuntos económicos para controlarlo.
Tanta autonomía política fue insoportable para Zaplana, quien confiaba en controlar, con el mando a distancia desde el Ministerio de Trabajo, al bon xiquet (buen chico) que había designado como heredero. La tensión entre ambos llegó a ser tan brutal que Camps se planteó muy seriamente dimitir. La intervención de destacados barones del PP valenciano, entre ellos Carlos Fabra, y de algún notable de la burguesía valenciana frenó la crisis. Camps atravesó un auténtico calvario, con los zaplanistas amagando constantemente con desestabilizar su gobierno y con José María Aznar acusándole poco menos que de catalanista por su valencianismo.
Paradójicamente, la derrota del PP en marzo de 2004 fue la válvula de escape de un presidente que no podía controlar todos los fuegos internos. A partir de esa fecha se produce un punto de inflexión, un giro de 180 grados. Camps, tan sumiso ante el gobierno de su partido, construye un discurso que todavía hoy es imbatible por la oposición socialista. Recupera su discurso valencianista, al que añade, no gotas, sino litros de medievalismo en los que combina religión, historia -con dos velas a Jaime I y una a El Cid- y literatura -Ausiàs March y Joanot Martorell, nada de Joan Fuster ni de Vicent Andrés Estellés-; construye un argumentario victimista contra Zapatero, del que la reivindicación del agua, las infraestructuras y la financiación autonómica eran sus ejes centrales, y descubre que los fastos que tanto criticaba a Zaplana dan un rédito político impagable. Las apuestas por la Copa del América, la puesta en marcha del Palau de les Arts, la Volvo Ocean's Race, la fórmula 1, la visita del Papa... Nada es bastante para un barón territorial que ha conseguido matar a su padre político y que, tras su máscara de bon xiquet, se muestra como un político coriáceo, ambicioso y mejor estratega de lo que muchos imaginaban.
La síntesis de modernidad, tradición y autoestima, acompañados de un endeudamiento sin tasa, el crecimiento económico que proporciona el urbanismo salvaje, más una oposición desnortada conseguirán que en las elecciones autonómicas de 2007 Francisco Camps alcance el 53,3% de los votos, el mejor resultado de la historia en la Comunidad Valenciana. Es su momento de gloria. Nada ni nadie es capaz de prever hasta dónde puede llegar en política el bon xic de Poble Nou. Uno de sus más estrechos colaboradores dirá en ese momento: "Lo hemos conseguido, el PP es a la Comunidad Valenciana lo que Convergència a Cataluña". La conclusión es simple: Camps es Jordi Pujol, quien ataque a Camps, atacará a Valencia.
Tal es su poder y su capacidad de influencia que todos los analistas políticos le incluyen en las quinielas para sustituir a Mariano Rajoy al frente del PP si éste tiene que abandonar la presidencia del partido. Pero no es el caso. Camps, que como gobernante es un Don Tancredo de la política, sabe muy bien cómo moverse en su partido. Tiene estrategia y piensa a medio y largo. Un año antes de la confrontación entre Esperanza Aguirre y Rajoy de cara al último congreso nacional del PP, sabía muy bien a quién no tenía que apoyar: a la presidenta de Madrid. Su apuesta era Rodrigo Rato o Ruiz Gallardón, pero nunca lo dijo. En ausencia de ambos se volcó con Mariano Rajoy.
El congreso del PP en Valencia será su cénit político. El hombre que se maneja como pocos entre las crujías de su partido, que se ha movido con la habilidad de un saltimbanqui de un puesto a otro en su meteórica carrera, parece imparable. Obsesivo y metódico, corrige sus ciclotimias con un autocontrol férreo, tiene al partido en un puño, salvo Alicante, donde los zaplanistas resisten con una escasa pero suficiente mayoría. Actúa sin complejos. Y si cuando llegó al poder en 2003 soñó una televisión autonómica pública, plural y profesional y en valenciano, ahora no le importa que se la considere como una de las más sectarias de España. Incluso parece que le gusta. Se siente omnipotente.
Y esa prepotencia será la causa de sus actuales desgracias.
El espejo en el que se mira el hombre que se ve a sí mismo como una persona honrada y austera se agrieta un poco más cuando EL PAÍS publica el 19 de febrero que el fiscal implica al presidente de la Generalitat en la trama del Caso Gürtel; se rompe cuando este periódico da a conocer sus conversaciones con Álvaro Pérez, cabecilla en la Comunidad Valenciana de la red corrupta, en las que Camps trata de "amiguito del alma" al empresario al que su gobierno le ha adjudicado cerca de ocho millones de euros en contratas (un empresario valenciano con muchos lustros dirá tras leer la transcripción "[Camps] habla como un pijo"); y se caerá al suelo hecho añicos el 6 de julio cuando el auto del magistrado del TSJ de la Comunidad Valenciana José Flors desmonte toda la estrategia del político, confrontando los hechos: las empresas de la trama corrupta hicieron frente a los gastos de vestuario y de zapatos de Camps, frente a sus palabras: "Yo me pago mis trajes".
¿Qué ha ocurrido para que el honrado y austero Francisco Camps pueda acabar sentado en el banquillo de los acusados por la comisión de un presunto delito de cohecho pasivo impropio? La mayor parte de las fuentes consultadas coinciden en una misma palabra: vanidad, y en un mismo nombre: Álvaro Pérez.
El Bigotes. En el PP valenciano reniegan de la hora en que Ricardo Costa -hermano del ex ministro de José María Aznar, Juan Costa, diputado autonómico desde 1993 y persona de la absoluta confianza de Camps, quien le hizo secretario general del PP valenciano en 2007- puso en contacto a Camps con Álvaro Pérez. Ocurrió a principios de 2006. En julio de ese año el Papa iba a venir a Valencia a celebrar el Encuentro Mundial de las Familias y el presidente valenciano sintió la necesidad de contar con un vestuario adecuado para la ocasión. Costa, que conocía con anterioridad a los responsables de la trama, como se ha comprobado por las grabaciones efectuadas a sus cabecillas, puso en contacto a los dos personajes.
Pérez desplegó todos sus encantos, halagó la vanidad del presidente, le convenció de la necesidad de disponer de unos ternos más adecuados a su situación social y Camps, que hasta entonces se hacía sus trajes en El Corte Inglés de Valencia, se fue de la mano de Pérez a Madrid, donde cambió de tienda y de sastre, cayendo, en palabras de una persona próxima al presidente, "en manos de un pelota profesional que explotó todas sus debilidades".
Camps conoció a El Bigotes en 2006, aunque cuando estalló el escándalo sufrió una amnesia temporal, borrando de su memoria a su "amiguito del alma" hasta que la publicación en EL PAÍS de unas conversaciones telefónicas pusieron en evidencia la estrecha relación que ambos habían establecido a lo largo de dos años. Quedó claro que Pérez obsequió con regalos de mucho valor -"te has pasado 20 pueblos"- a la mujer. Tanto se había pasado que ésta dijo que se los iba a devolver: "No, en serio, no me los voy a quedar".
Pero antes de la relación personal con Camps, Álvaro Pérez se había instalado profesionalmente en Valencia. Orange Market se había registrado en julio de 2003 en Algemesí, una ciudad de 28.000 habitantes situada a 40 kilómetros de la capital. La filial de la trama corrupta del PP empezó a trabajar para el PP y la Generalitat, a la que llegó a facturar cerca de ocho millones de euros en diversas contratas. La relación de El Bigotes con el partido era muy estrecha, tanto que entraba y salía como Pedro por su casa de la sede regional del PP y tenía un acceso fácil al Palau de la Generalitat. En el seno del Gobierno y del PP valenciano, Pérez tenía fama de ser un profesional competente.
Pero vanidad más amistades peligrosas no tienen por qué ser sinónimos de corrupción. No, al menos, para alguna gente. "Paco", dice una fuente del PP, "no se venderá jamás por dinero; pero hay algo que le puede: el halago, le encanta que le hagan la pelota y tiene debilidad por la ropa". Dentro del PP, partidarios y detractores del presidente coinciden en subrayar que Camps sigue siendo una persona honrada. Una persona cercana a Eduardo Zaplana es categórica: "Camps no es maleable en sus convicciones. Es mucho más duro de lo que aparenta, nunca se relaja y no es comunicativo, pero no es un tipo de llevárselos". Los más críticos no le ahorran puyas por la deriva que ha seguido en estos últimos años: "Ha pecado de soberbia. Tiene el pecado capital de la vanidad". "Cómo va a entender lo que le pasa si se cree omnipotente", comenta un destacado cargo del PP. "El poder se le ha subido a la cabeza. Se ha visto cerca del Papa, mantiene relaciones fluidas con presidentes de empresas que cotizan en Bolsa, Ecclestone condiciona la celebración de un campeonato de fórmula 1 a su elección... Está tan por encima del bien y del mal que por eso se equivocó al negar sus relaciones con Álvaro Pérez y negar lo de los trajes".
No es ésta la opinión de un estrecho colaborador del presidente valenciano: "El mejor de la historia en nuestra Comunidad. Un hombre que pone los intereses generales por encima de los particulares. Véase cómo ha afrontado el tema de las células madre. Por sus creencias debería de haber frenado su investigación; pero ha apostado por facilitarla".
Ángel Luna, portavoz socialista en las Cortes Valencianas, no se cree la imagen de bon xic ni la del personaje honesto y austero. "¿Es deshonesto? Con lo que sabemos no se puede sostener la imagen de austeridad ni de honestidad. ¿Buen chico? Es un bonapartista, si por él fuera no se convocarían ni elecciones. Es un personaje con un tremendo apego al poder que desprecia todas las opiniones que no sean las suyas. Implacable contra quienes cree que son sus adversarios. No repara en ningún tipo de manipulación. Miente, oculta y amenaza. Tiene todas las características de una persona autoritaria".
El espejo en el que se miraba Camps desde que empezó en política está roto. Partidarios y adversarios lo saben. Como lo saben los empresarios que acuden a los actos públicos y le aplauden para que la demora en los pagos de la Generalitat no se alargue en demasía.
Pero no está tan claro que lo sepa el personaje que en él se mira. Está convencido, "sabe", que al final se le absolverá. El catedrático de psicología ve en Camps a una persona "entregada a una causa, consistente en salvar Valencia, hacerla más honesta y más auténtica. Pero sus creencias, más que sociales o políticas, son religiosas. Cuanto más duro sea el camino, más valioso será el esfuerzo. Camps se ve a sí mismo como un bon xic que tiene un gran destino por delante que debe cumplir. Salvo que se rompa por el camino".
El personaje se mira en un inexistente espejo en el que sólo se ve él. Tal vez por eso no percibe las sombras que le rodean y que ha tolerado y apoyado a lo largo de sus años de mandato. Políticos tan turbios como Carlos Fabra y otros implicados en múltiples escándalos de corrupción con los que convive sin aparentes muestras de incomodidad.
Cuando se tiene un destino histórico, y Camps siente que lo tiene, todo lo demás es accesorio.
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