China tiene que evitar caer en dos trampas. Una, la trampa de los ingresos medios. La otra, la trampa de Tucídides.
Así de claro se lo dijo el presidente chino Xi Jinping a Soraya Sáenz de Santamaría en la mañana del 24 de noviembre de 2016, cuando los dos
se reunieron en Las Palmas de Gran Canaria.
Era una visita más protocolaria que otra cosa. Xi regresaba de América
Latina y, como habían hecho sus predecesores Hu Jintao en 2005 y 2012 y
Jian Zemin en 2001, hizo una escala de una noche en Canarias.
La
información de la visita en las webs del Gobierno chino es un comunicado oficial intrascendente.
En ningún momento se recoge que el hombre que ha acumulado más poder en
la Historia de China desde que murió Mao Zedong en 1976 reflexionara
con la vicepresidenta del Gobierno español sobre el futuro de su país.
La trampa de los ingresos medios es la incapacidad de un país para salir completamente de la pobreza
y entrar en el mundo industrializado. Es algo visible sobre todo en
América Latina, cuyas dos grandes potencias -Brasil y México- nunca
alcanzan sus expectativas, pero que se da en el resto de esa región y
también en África y Asia.
Pero lo que justo dos años y medio después del encuentro de Gran Canaria se ha convertido en la frase obligatoria para explicar la geopolítica mundial
es la otra trampa mencionada por Xi: la de Tucídides, el general
ateniense que, tras ser desterrado de la ciudad, escribió, literalmente a
medida que iba sucediendo, la guerra de 27 años entre Atenas y Esparta
que acabó con la aniquilación de la primera.
Más de 2.400 años
después de su muerte, el padre de la historiografía se ha transformado
en el padre de la futurología. Porque, las 368 páginas de La Guerra del Peloponeso son la mejor explicación para saber lo que está sucediendo -y lo que puede llegar a suceder- entre China y Estados Unidos.
Lo único que tiene que decidir el lector es quién es el equivalente
moderno de los contendientes. O sea, quién es Atenas y quién es Esparta.
Todo está contado por alguien que combatió en esa guerra y fue
desterrado por perder una batalla: el propio Tucídides. Así que no sólo
es historia; también es una autobiografía política. Hasta el nombre está
cargado de ideología. Tucídides, ateniense, quiso poner el conflicto en
el Peloponeso, donde estaba Esparta, en lugar de en el Ática, que es la
región ocupada por su ciudad. Ya lo puso Cervantes en su Quijote, y
luego Borges le dio la vuelta a la misma frase en su Pierre Menard: «La
verdad, cuya madre es la Historia...».
Spoiler: lo que
lea no le va a gustar. No es que el final sea una sorpresa, porque eso
se decidió hace 2.423 años. Lo peor son los personajes. Según
Tucídides, la política internacional se rige por tres factores: miedo,
honor (hoy lo llamaríamos orgullo o hipernacionalismo) e interés, «siendo el miedo el principal, con los otros dos detrás».
En La Guerra del Peloponeso,
la democracia ateniense puede ser mucho más brutal que la oligarquía
espartana. «Los fuertes hacen lo que pueden hacer, y los débiles sufren
lo que tienen que sufrir», dicen los representantes de la democrática
Atenas a los pacíficos habitantes de Milo antes de arrasar la ciudad,
matar a todos los hombres y hacer esclavos a todos los niños y mujeres.
Incluso el hombre al que en Europa se considera modelo de estadista, el
ateniense Pericles, es un demagogo que hace que su ciudad-estado «sea
una democracia sólo en el nombre».
Y, para acabar de preocuparnos, está la razón por la que la guerra estalla. En palabras de Tucídides, «lo que hizo la guerra inevitable fue el crecimiento del poder de Atenas y el temor que eso causó en Esparta». En otras palabras: si una gran potencia debe hacer frente a la irrupción de un rival, la guerra es única manera de preservar el status quo.
Y, para muchos,
lo que está iniciando Donald Trump contra China es una guerra económica.
Una guerra económica que, para otros, no es más que la continuación de
un ataque sistemático que Pekín lleva lanzando desde hace décadas,
copiando patentes industriales, sometiendo sus empresas a los dictados
del Partido Comunista y de las Fuerzas Armadas, y exigiendo ser
considerada una economía en vías de desarrollo a la hora de recibir
tratamiento preferencial en aduanas y en organismos internacionales como
el Banco Mundial, pese a que es capaz de poner a hombres en el espacio
exterior.
Es una guerra económica que puede definir el futuro de
ambos países. Como declaraba esta semana en una nota a sus clientes Bank
of America, el segundo mayor banco de Estados Unidos, «la actual guerra comercial podría permitir a EEUU permanecer como poder hegemónico del mundo en las próximas décadas». Así, detrás del boicot a Huawei y de los aranceles, está la supremacía mundial.
Esparta contra Atenas, 25 siglos más tarde.
Pero
la popularización de la Guerra del Peloponeso para entender la política
del siglo XXI se debe a un estadounidense de 79 años nacido en la
ciudad de Charlotte, en Carolina del Norte. Se llama Graham Allison,
lleva 34 años asesorando a los secretarios de Defensa de EEUU, y ha
sido decano de la escuela de relaciones internacionales Kennedy de la
Universidad de Harvard, y director del Centro Belfer de esa misma
institución. Su salto a la fama se produjo en 2017 con una tesis
atractiva por su simplicidad: en el 75% de los casos en los que
países emergentes disputaban a potencias ya establecidas la supremacía,
el resultado era una guerra.
El resto lo hizo una
expresión fácil de recordar: la trampa de Tucídides. Y, también, un
libro de título alarmante publicado en 2018: Destinados a la guerra. ¿Pueden Estados Unidos y China eludir la trampa de Tucídides? Así es cómo en el taquillazo de Hollywood Wonder Woman,
el verano pasado, Diana se ponía a hablar de Tucídides para seducir al
malo de la película, el general alemán Ludendorff. Antes lo habían
hecho, en el mundo real, un sinnúmero de generales de verdad y altos
cargos de Defensa de EEUU y, curiosamente, de Australia, el país
occidental y blanco más cercano a China.
En su análisis,
Allison tomó 16 casos en los últimos 540 años. España sale en tres de
ellos, pero sólo en uno evita la guerra: con Portugal, por el control de
América, en los siglos XV y XVI. En la Guerra Fría, la
expulsión por EEUU de la influencia británica de América en el siglo
XIX; y la pugna entre Francia y Gran Bretaña, por un lado, y Alemania,
por otro, por el control de Europa tras la caída del muro de Berlín
también se evita el derramamiento de sangre. Allison explica esas
soluciones pacíficas con justificaciones diferentes en cada caso.
El modelo no ha convencido a todos. Es mecanicista. Es determinista.
Ignora que el exceso de confianza -por ejemplo, en la invasión de Irak
o, a un nivel aún más grave, en la de Polonia por Alemania que
desencadenó la Segunda Guerra Mundial- provoca muchas más guerras que el
miedo. Y es eurocéntrico - u occidental-céntrico-
y, por tanto, no es aplicable a un país como China, tan diferente de
Occidente que en 4.000 años de Historia jamás ha conocido algo tan
europeo como una sola guerra de religión.
Otros lo ven como una manera de empaquetar de manera fácil la vieja teoría del Realismo ofensivo
en relaciones internacionales. «En un mundo anárquico, sin una policía
ni unos juzgados globales, los países sólo están preocupados por su
supervivencia y por su poder relativo», explica el decano de la IE
School of Global and Political Affairs, Manuel Muñiz.
Así, Allison simplemente habría reducido a un eslogan a lo que a John Mearsheimer le llevó 592 páginas en su clásico
The Tragedy of Great Power Politics,
publicado hace 18 años. Para Mearsheimier, el mundo sigue como con
Tucídides. Por eso, en la década de los 90, este profesor de la
Universidad de Chicago defendió que Ucrania se quedara con parte del
arsenal nuclear soviético. Lo que entonces fue visto como una locura
cobró sentido en 2014, cuando
Rusia invadió Ucrania.
La
cuestión es que posiblemente tanto Xi como Trump compartan la visión de
Tucídides. Los dos son nacionalistas. Los dos proceden de culturas que
se consideran a sí mismas el centro del mundo. Y que, pese a
ser los países más poderosos de la Tierra, tienden a verse vulnerables y
rodeados de enemigos en un mundo hostil.
Y, ahora, los chinos parecen, también, haber abrazado el pensamiento de Tucídides. O eso se deduce del relato hecho a Papel por Adam Posen, presidente del think tank
de Washington Peterson Institute for International Economics y ex
miembro del Comité de Política Monetaria del Banco de Inglaterra.
Hace
dos semanas Posen estuvo en China, y allí tuvo una reunión que recuerda
en estos términos: «Fue con un alto cargo del Politburó. Cada año nos
vemos con ellos, con la idea de que quieren enviar un mensaje a Estados
Unidos a través de nosotros. Este año, lo curioso es que recibimos
una lección de 15 minutos en los que nuestro anfitrión sólo paró para
dejar trabajar al traductor y para recuperar aliento antes de volver a
repetir que esto es un choque de civilizaciones. Y algunas
cosas eran extremas.
Tal vez fuera que estaba de mal humor. O que había
leído lo que había dicho el secretario de Estado de EEUU, Mike Pompeo,
sobre China. No lo sé. Pero fue muy directo: Estados Unidos tiene una
política exterior tan agresiva porque es una cultura mediterránea, lo
que significa que tiene divisiones internas y está obsesionado con la
religión. No mencionó ni una sola vez ni a Mao ni a Marx, ni dijo nada
de la lucha de clases. Todo fue historia, geografía y cultura».
(*) Periodista