Helo aquí, supérstite de todos los naufragios, incólume a todas las
lanzadas, impune por todas las corrupciones, ilegalidades y mentiras,
apalancado en la Moncloa, dizque traidor, seguro inconfeso y encima
mártir, llegando hoy ab intestato al podio de la Gigantomaquia, entre dos filas de cadáveres cuyas huellas y bigotes se diluyen en la memoria de esas playas.
Nada puedo añadir a la entomología del estafermo –esta
tampoco es una lección de anatomía-, pero sí tratar de explicar la
clave profunda de su éxito o más bien de su prevalencia contra todo
baremo de justicia, ética, mérito o esfuerzo. No sólo como explicación
de una carrera política sino como regla de tres de esas flagrantes
analogías -quién no conoce un caso así- que a todos nos han dejado
alguna vez atónitos en la vida.
Porque Rajoy es al liderazgo del PP, lo que zutano fulánez mengano es
a la cabecera de X, trátese de un grupo editorial, una empresa del IBEX
o una asociación sin ánimo de lucro. Y al margen de las habilidades de
cada uno de sus beneficiarios en la administración de venenos o el
manejo de cuchillos, la catapulta de la mediocridad siempre funciona por
algo o para algo.
El más celebrado de los chistes apócrifos,
malvadamente atribuidos al probo Fernando Morán, nos señala el camino.
Lo que nos hace sonreír cuando decimos “Cero grados, ni frío ni calor”
es esa excepción absurda en la que el significante contradice al
significado. No hará ni frío ni calor, pero esa es la temperatura del
yermo de las almas.
Exactamente ahí, y por igual razón,
encontramos al Rajoy que ni sube ni baja porque está inmóvil, que ni
suda ni tirita porque no tiene sangre, que ni siente ni padece por falta
de capacidad emocional. Al Rajoy que permanece porque no existe, que
está porque no es.
Fijémonos en el cero. Una de las principales
funcionalidades del último guarismo incorporado a nuestro sistema
numérico es servir de partición entre las dos opciones de una escala,
como la quieta raya de tiza de una competición de sokatira en perpetuo movimiento. Así es Rajoy, pantocrátor dentro de su óvalo, no por neutral sino por neutro.
El
cero es lo que está entre el 1 y el -1, un portal vacío entre el primer
piso y el sótano. Su inutilidad al aplicar las cuatro reglas
aritméticas es patente: no suma, no resta, anula todo valor en una
multiplicación y ni divide ni puede ser dividido. Eso pasa con todos los
mediocres a quienes, como escribía ayer David Jiménez Torres, el éxito solo ayuda a empeorar.
Sin
embargo la incorporación del cero a nuestro sistema numérico, cuando
los árabes lo trajeron de la India en fecha tan tardía como el siglo
XII, supuso un progreso inmenso para el desarrollo del cálculo
matemático por su versatilidad posicional y representativa. Escrito
detrás de cualquier otro guarismo, el cero significa las decenas, las
centenas o los millares; delante y precedido de una coma, las fracciones
más infinitesimales; colgado diminutamente del alfeizar de otra cifra,
el ordinal de una enumeración; rodando por parejas sobre la tabla
deslizante de una barra inclinada, los tantos por cientos del circo
estadístico.
El cero es la prueba candente de la rebelión de las masas: guarismos
escuálidos como el 1 o el 7, guarismos pícnicos como el 6 o el 8,
guarismos conformistas como el 2 o el 4, pueden alcanzar cotas siderales
si van seguidos de unos cuantos ceros. Pero el orden de factores sí
altera el producto: el cero, tan útil como clase de tropa, liliputiza a
todo el ejército -véase cómo es hoy el PP- cuando se le promueve al
generalato. Nefasto para liderar, óptimo para ser liderado.
El
cero se emplea para todo porque, como signo que identifica un conjunto
vacío, como número que no recoge ni lo singular ni lo plural, no es sino
la nada. Una nada historiada –véase el libro de Robert Kaplan The nothing that is. A natural history of Zero-, una nada con sifón o en el caso político que nos ocupa, una nada con barba y anteojos.
Lo explica muy bien Sartre en El ser y la Nada,
la obra que le lanzó a la fama: "Para que podamos interrogarnos sobre
el ser, es preciso que la Nada se dé de alguna manera". Sartre escribe
"ser" con minúscula y "Nada" con mayúscula porque, desde la perspectiva
nihilista del existencialismo, el partido de la Nada lo ocupa todo y
domina por mayoría más que absoluta al del ser.
Será discutible en
la filosofía, pero la experiencia acredita que esto sucede demasiadas
veces en la política. De cuando en cuando las urnas, en el mejor de los
casos -un golpe de Estado, una guerra, en el peor-, reparten las cartas
del poder; luego las expectativas se frustran y se produce un apagón, un
silencio, el vacío, la nada.
Así tituló la novela emblemática de la
postguerra Carmen Laforet: Nada. Eso es lo que vivieron las
generaciones consumidas durante el franquismo viendo pasar el tiempo en
vano, lo que parecía que iba a terminar ocurriendo con la perpetuación
del felipismo, lo que en grado superlativo percibimos ahora durante el
marianismo: nada.
¿Percibimos? De la gran mayoría de la población,
alienada por el consumismo, aborricada por la televisión, abotargada en
sus rutinas ágrafas, ni siquiera puede decirse eso. La sociedad se
divide entre la minoría que cree estar esperando algo –a Godot tal vez- y
la mayoría, envuelta, arrullada por la nada, incapaz de plantearse la
mera hipótesis de que ese algo pueda suceder.
Al primer grupo
pertenecen los políticos, los periodistas y los lectores de artículos
como este. Desde hace ya unos cuantos años Rajoy es para nosotros como
el protagonista de La bestia en la jungla, ese personaje de
Henry James llamado John Marcher que se pasa la vida reservándose para
estar a la altura del gran acontecimiento que en un momento u otro tiene
que ocurrir. Verás cuando Mariano sea candidato, verás cuando ejerza
como jefe de la oposición, verás cuando gobierne, verás ahora que tiene
mayoría absoluta, verás cuando deje de estar en funciones... Y al final
el lector descubre que el único acontecimiento que se desencadena es la
toma de conciencia por parte de Marcher del vacío de la vida que no ha
vivido.
Algo parecido debió sentir el despótico sultán Abdel Hamid II cuando
prohibió en los libros escolares toda referencia al agua como H2O,
siendo la “O” griega el origen de la representación del cero. Había
llegado a sus oídos que algún ingenioso joven turco lo utilizaba como
despectiva alusión encriptada - “Hamid II es Nada”- y prefería que se
resintiera la enseñanza de la química a que lo hiciera su imagen
pública.
La literatura y la historia sirven para mostrarnos que
los acontecimientos están dentro de nosotros, que lo que salva al ser
del agujero negro de la nada no es aguardarlos sino provocarlos. Pero
también ayudan a entender a Sartre cuando alega que puesto que "la Nada
no es", solamente "podemos hablar de ella porque posee una apariencia de
ser, un ser prestado". Y cuando a continuación nos pregunta: "¿Cómo ha
de ser este ser con respecto a la Nada para que, por medio de él, la
Nada advenga a las cosas?". En el universo de la política española
podemos responder sin balbuceos: ha de ser como Rajoy.
Eso es
Rajoy, un agente nihilizador, "un ser prestado" mediante el que la Nada
en que flotamos se hace carne e interactúa a diario con nosotros. Si el
estilo es el carácter, nadie negará que Rajoy viste como un cero, habla
como un cero y se mueve como un cero. ¿Y qué es su método analítico, su
planteamiento dialéctico, su apelación recurrente al sentido común como
última ratio sino el cero patatero ideológico?
Para examinar el
sentido y aportación final de su actuación como gobernante hay que
volver a Sartre y en concreto a su teoría de que lo que caracteriza la
condición humana es la "interrogación", es decir las preguntas que
planteamos a la realidad, aguardando respuestas afirmativas o negativas
que nos transmitan el frío o el calor. Según el oráculo de Les Deux
Magots, la espera es algo intrínseco a la interrogación porque –fíjense
en esto- "el espacio que hay entre la pregunta y la respuesta es el
vacío".
¿Qué hizo Rajoy en relación a las preguntas de los
españoles sobre el final de los atentados de ETA, la conveniencia del
rescate de la UE para superar la crisis o el debate sobre una ley del
aborto, a la vez vigente y recurrida ante el TC por quien gobernó con
mayoría absoluta sin modificarla, sino prolongar indefinidamente ese
"espacio" que debería anteceder a las respuestas? ¿Qué hace ahora en
relación a Cataluña, la gestación subrogada o las restricciones de Trump
a los derechos humanos y la libertad de comercio sino instalarse
estructuralmente en ese silencio propio del "vacío"?
Alguien
alegará que junto al estereotipo de este Rajoy indolente que espera que
el tiempo decida por él en relación a todo, existe también un Rajoy
astuto que mira al calendario político y al reloj de las pasiones
mientras cumple con pulcritud sus funciones institucionales y
administrativas. Pero la dicotomía Jekyll-Hyde es en este caso un
espejismo, en la medida en que "el ser por el cual la Nada adviene al
mundo debe ser su propia Nada".
No se trata pues de que tras su apoteosis de este fin de semana Rajoy
vaya a reanudar una acreditada trayectoria de "actos nihilizadores",
sino de que siendo esta tarea "una característica ontológica del ser
requerido", alguien debe decirles a los dóciles compromisarios del PP
-por ejemplo, yo- que están coronando al Dios del Cero de los mayas, al
Rey Nada que se bajó de aquel taxi vacío del que Churchill vio salir a
Attlee.
No es Rajoy sino la Nada de Rajoy quien se perpetuará
otros cinco años. Pero eso tiene grandes ventajas porque seguro que la
matrícula de aquel taxi terminaba en cero y, ante la polémica sobre si
se trata de un número par o impar, a nadie va a molestarle que circule
todos los días "como quien no quiere la cosa" -propongo que este sea el
lema de Rajoy-, tal y como ocurrió en Paris cuando en 1977 se
introdujeron por primera vez restricciones al tráfico rodado para paliar
la contaminación.
Ante dos grandes egos –Rato, Mayor Oreja-,
contra dos personajes con proyecto –Aguirre, Gallardón- frente a dos
narcisos ensimismados –Sánchez, Iglesias- nada tranquiliza como la
fundada modestia del cero. En el crepúsculo del deber, en la muerte de
las ideologías, cuando como dice Wittgenstein “de lo que no se puede
hablar, mejor callar”, germina la ambigüedad del cero y se vota en
silencio por la nada.
Pongamos las cartas boca arriba, aunque el cero sea el joker
que se ríe de quien no lo tiene. De igual manera que se testaba la
condición de los espectros comprobando si dejaban o no el vaho del
aliento en los espejos, sugiero que en la primera rueda de prensa que
siga a su apoteosis de este domingo, algún sastrecillo valiente le haga
el traje de la cuestión que más puede preocupar hoy a los españoles:
“¿Perdone la insolencia, señor Rajoy, pero si usted fuera número, sería
par o impar?”.
Y una vez que concluya el “espacio” entre la pregunta y la respuesta, pues oye, tolerancia cero.
(*) Periodista