¿Quién puede evaluar el coste de los daños causados por
las prácticas corruptoras de Odebrecht? Para dar una idea, una
insignificante esquirla de ese grupo
blanqueó en España 26 millones de euros,
el equivalente al importe del salario mínimo anual de 2.625
personas. Habría que añadir ceros y ceros para calcular el monto total
de lo calculable.
Cambiando de escenario, el Eurobarómetro de 2014
revelaba que más de tres cuartas partes de los entrevistados pensaban
que la corrupción estaba generalizada en su país; más de la mitad
consideraba que se había incrementado en los últimos tres años.
Estas anécdotas evidencian la distribución geográfica –dimensión
planetaria– y la profundidad sociológica –dimensión sistémica o
estructural– de la corrupción. Los daños estrictamente económicos son
una pequeña parte del total porque la corrupción, a través de sus
efectos inmediatos y colaterales, es un fenómeno social total que puede
representarse metafóricamente en la figura de la hidra.
Como admite un informe de la UE: “Sin embargo, el
verdadero costo social de la corrupción no puede medirse simplemente por
la cantidad de sobornos pagados o fondos públicos desviados. Además de
permitir que florezcan las ineficiencias económicas, la corrupción
afecta negativamente a los objetivos del gobierno, que van desde una
mejor distribución del ingreso hasta una mejor protección del medio
ambiente.
Lo que es más importante, la corrupción socava la confianza en
los gobiernos, las instituciones públicas y la democracia en general”.
En la cartografía oscura de la corrupción cabe destacar varios planos:
ético (destruye la fibra moral de los seres humanos, reducidos a meros
medios), social (pervierte las reglas de juego y distorsiona los
criterios de justicia para la distribución de recursos), psicológico
(daña la confianza y la autoestima de la ciudadanía damnificada y
deshumaniza a los responsables), y político, al que se dedicará este
artículo.
El 9 de diciembre es el Día Internacional contra la
Corrupción y el 10 de los Derechos Humanos. Esta proximidad cronológica
puede tener algo más que un alcance simbólico. Robert I Rotberg, autor
de The Corruption Cure: How Citizens and Leaders Can Combat Graft (2017),
propuso la creación de un Tribunal Internacional Anticorrupción, habida
cuenta de que los sistema judiciales nacionales no pueden ser
operativos si los tribunales son permeables a la influencia, y la
magistrada guatemalteca Claudia Escobar ha caracterizado la corrupción
como una violación de los derechos humanos, en la línea de otras
propuestas encaminadas a crear la figura de los crímenes económicos
contra la humanidad, algo que probablemente sería aplicable a prácticas
de corporaciones como Odebrecht.
Pero el término inicial del círculo vicioso que aquí se ventila no es la
corrupción sino la desigualdad. Eduardo Larraz, exconsejero delegado
de Arpegio e imputado en el caso
Púnica, y
su mujer
piden 10.000 euros al mes para subsistencia,
porque entienden que es lo mínimo para llegar a fin de mes. Al
matrimonio le fueron descubiertos 146 lingotes de oro en un banco suizo.
Uno de los efectos del oro es que hace perder el sentido de la realidad
(a veces también de la humanidad).
Los Larraz no deben saber que
10.000 euros son más de lo se gana en doce meses de salario mínimo.
Millet (caso Palau) pagaba el tabaco con billetes de 500 euros.
Probablemente ninguno de estos y otros implicados tiene conciencia de la
gravedad del delito de corrupción, arropados en esa especie de creencia
implícita de que la corrupción es un delito sin víctimas. Pero de su
gravedad da cuenta desde hace tiempo la literatura sociológica. En White Collar Crime (1961),
Edwin Sutherland sostenía que los delincuentes de cuello blanco son los
más peligrosos para la sociedad en cuanto a los efectos sobre la
propiedad y las instituciones sociales; son depredadores sociales que
minan la moral pública y destrozan la organización social.
En la misma
dirección y partiendo de la tesis de Robert Putnam sobre el capital
social, Mark E. Warren concluye que la corrupción es capital social malo
y que este tipo de capital tiene más probabilidades de producirse en
aquellas condiciones en que quienes soportan los costes de la
externalidades negativas –las víctimas– carecen de recursos para
resistirse a ellas. Warren apunta en una dirección congruente con el
grueso de la filosofía política: “la teoría democrática sugiere la
existencia de una conexión estrecha entre la distribución desigual del
contexto de poderes (empowerments) y el funcionamiento negativo del
capital social”.
Una consideración que remite a una apreciación
compartida: “la corrupción es profundamente subversiva para la
democracia, porque mina los principios democráticos que estipulan que
las personas deben tener las mismas oportunidades para influir sobre el
debate público y el mismo poder en cuanto a la toma de decisiones”.
Pero la corrupción adquiere una nueva coloración cuando se la relaciona
con otra variable, con la cual mantiene una relación simbiótica porque
se refuerzan mutuamente, la desigualdad. El politólogo Eric M. Uslaner
ha explorado este campo en un ensayo titulado Corrupción, desigualdad y confianza y
en elaboraciones posteriores. Si la corrupción funciona como una trampa
que genera círculos viciosos, la desigualdad cumple las mismas
funciones pero en una escala más amplia que da cabida a aquella.
Según
Uslaner, la desigualdad alimenta la corrupción por tres vías
complementarias: 1) impulsando a los ciudadanos a ver la política como
un sistema hostil, 2) generando en ellos un sentimiento de dependencia
y de pesimismo ante el futuro que mina el compromiso de tratar
moralmente a los vecinos y 3) distorsionando las instituciones
competentes para garantizar la justicia y la imparcialidad. De este modo
se instala un modelo de proceso que funciona como un círculo vicioso:
desigualdad → baja confianza en el sistema político → corrupción →
aumento de la desigualdad.
Uslaner coincide con Warren en que la
corrupción es “capital social malo” y, a la vez, un capital social que
tiende a perpetuarse a través de malas prácticas, que resultan posibles
gracias a la captura de las instituciones por las élites poderosas. Pero
para romper ese círculo hay que situarse más arriba: “combatir la
corrupción significa atajar el problema de la desigualdad”.
La conexión entre los dos términos sirve de inspiración a
un estudio detallado de Jong-Sung You. En ese estudio You propone una
secuencia causal que enlaza la desigualdad con la corrupción. El primer
impacto de la desigualdad es que escinde la sociedad entre una élite
económica poderosa y una masa empobrecida. La primera ejerce su
influencia de dos maneras: la captura y el clientelismo. La captura de
la élite poderosa se expresa a través de prácticas como el soborno o las
contribuciones a la financiación opaca de líderes, partidos y campañas
políticas que los benefician.
El clientelismo, por su parte, se expresa
en versiones distintas de corrupción política y compra de voto, así
como el patrocinio y la corrupción burocrática. La teoría política
clásica coincide en asignar una función social, no meramente individual o
egoísta, a la propiedad. La tesis weberiana sobre el origen del
capitalismo incide en esta dirección subrayando el elemento ascético. El
capitalismo que conocemos en este siglo no se reconoce, en términos
generales, ni en su talante ascético ni en su compromiso social.
Para
Adam Smith en su obra clásica, “ninguna sociedad puede ser floreciente y
feliz si la mayor parte de sus miembros están en la pobreza y en la
miseria”. La desigualdad genera una riqueza que se desentiende de su
obligación normativa de ser útil. La corrupción es una de las funciones
de la propiedad sin función. De la ascesis que el capitán de empresa se
imponía a sí mismo hemos pasado a la austeridad externalizada.
La desigualdad en la distribución de los recursos tiene el
poder de replicarse, como constató La Boétie refiriéndose a la
situación que provocaría la revolución por excelencia: “los tiranos
cuanto más saquean más exigen; cuanto más depredan y destruyen tanto más
se les da, se les sirve; y tanto más se refuerzan y se vuelven cada vez
más poderosos y más dispuestos para aniquilar y destruir todo”.
Las
respuestas sociales a las desigualdades sangrantes ha sido
tradicionalmente dos: la resignación y la revolución. La primera,
obviamente, no deja huella en los libros de historia. La segunda sí.
Branko Milanovic, exdirector económico del Banco Mundial y autor de
Global Inequality: A New Approach for the Age of Globalization, recuerda que
la desigualdad fue determinante en el desencadenamiento de la primera Guerra Mundial y ha resultado igualmente decisiva en las cuatro grandes revoluciones de la era moderna: francesa, rusa, china e iraní.
Puesto que la igualdad, en cuanto isonomía, es una nota
definitoria de la democracia, sería de esperar que la extensión de este
marco político acabara poniendo coto a las desigualdades. Pero en el
momento presente hay dos fenómenos que interfieren en esta exigencia: el
neoliberalismo y el populismo.
Los contornos que ha venido a adquirir esta forma
postmoderna de capitalismo que denominamos neoliberalismo hacen
sumamente difícil marcar una divisoria clara entre la economía blanca y
la negra. El propio sistema dibuja una amplia y elástica zona gris donde
la legalidad pierde su brillo y su jurisdicción. Con la particularidad
de que la escolástica liberal es la ortodoxia, económica y también en
buena medida política, del momento. Los economistas son los sumos
sacerdotes. La economía de la oferta es un artefacto de probada eficacia
para bombear recursos desde la base hasta la cúspide de la pirámide
social.
Una persona avezada en estas transacciones tiraba de
léxico religioso: madre superiora, capellán, mosén, misales… Era un
recurso literario. W. Benjamin escribió un artículo, “El capitalismo
como religión”, en el que afirmaba que “el capitalismo es,
presumiblemente, el primer caso de un culto que no expía la culpa sino
que la engendra. Aquí, este sistema religioso se arroja a un movimiento
monstruoso. […] El capitalismo es una religión hecha de mero culto, sin
dogma”.
Los paraísos –otra importación del lenguaje teológico– fiscales
son el más allá venturoso para la cosecha de la desigualdad y hay
miles de bufetes de especialistas financieros dedicados al sacerdocio de
oficiar transacciones ilícitas y otros tantos de togas doradas
encargados de defender a los pecadores pillados. Los técnicos de
Hacienda
han identificado hasta 130 paraísos fiscales,
sin duda un material tentador para añadir a esa soberbia exposición
sobre la cartografía que muestra ahora la Biblioteca Nacional. Gabriel
Zucman, catedrático de la Universidad de California, estima que en torno
a un 8 % de la riqueza mundial se oculta en paraísos fiscales (
The Hidden Wealth of Nations —The Scourge of Tax Havens,
2015).
A falta de dogma tenemos los textos sagrados que dan cuenta de
su existencia: Papeles de Panamá, Paradise Papers (¡), LuxLeaks, más
otros menos solemnes como la lista Falciani. Por no hablar de cajas B y
otros artefactos opacos de esta teología de la expropiación.
Naturalmente cada teología crea su propia legalidad. La
desigualdad no es un pecado y la corrupción oscila entre el mérito o el
pecado venial; fácilmente amnistiable. Cuando a Jordi Pujol le
comentaron que sus hijos andaban en negocios sospechosos contestó que lo
hacían mejor que los demás, y así quedó la cosa; incluida la historia
de la herencia paterna. Las historias del ático de Ignacio González
–implicado en el caso Lezo con el negocio del agua de por medio– y los
regalos de Mato, son de la misma escuela discursiva. La permisividad y
la amnistía son la regla en esa zona gris en la que reina un liberalismo
amoral.
Se ha caracterizado la democracia como un sistema de
controles y contrapesos. Uno de ellos se refleja en la dialéctica entre
estado (democracia) y mercado (sistema económico). Es una obviedad que
en los últimos años el fiel ha basculado brutalmente del lado del
último. La trinidad neoliberal –desregulación, privatización,
liberalización– ha erosionado hasta límites insospechados la soberanía
popular y el zócalo de los derechos sociales. Para ello se ha
manufacturado una artillería retórica asentada en el mito de que la
gestión privada es superior.
Lo que ha llevado a la merma de instancias
de titularidad pública y está erosionando crudamente los pilares del
estado social: sanidad, educación, agua, justicia, dependencia,
pensiones. Defender la gestión pública es pura herejía y proponer gastos
sociales pecado mortal. Del mito se desprende, asimismo, de forma
natural una cruzada mercantilizadora: nada puede sustraerse al mercado;
todo es susceptible de compraventa, de los órganos a los recursos
básicos, de la voluntad a la justicia. Los beneficios de los accionistas
y los bonos se han convertido en el fulcro de la actividad económica.
Los trabajadores son relegados al purgatorio de los costes laborales y
las leyes no son más que estorbos que deben ser esquivados, torciendo su
brazo o saltándoselas.
Los castigos por estos delitos no causan
estigma, no parece existir la pena social que correspondería a una
transgresión insolidaria. Parecería que la corrupción misma es parte del
mercado hasta el punto de que cabe hablar de un mercado de la
corrupción, con una demanda cada vez más cautiva por el crecimiento de
la asimetría en la redistribución: Too big to fail, too big to jail.
Nada está tampoco por encima del criterio del beneficio. La finalidad
económica se ha convertido en un fin en sí misma y ha capturado a la
política. Las elecciones corren el riesgo de convertirse en un ritual
sin mordiente efectivo, porque desde otras instancias rige un dogma
inapelable, el de la disciplina de las reformas estructurales y los
presupuestos austericidas.
El otro escollo para la democracia es el populismo. El historiador
Timothy Snyder escribe (
Sobre la tiranía. Veinte lecciones para aprender del siglo XX, 2017):
“Podríamos caer en la tentación de pensar que nuestro legado
democrático nos protege automáticamente. Se trata de un reflejo
equivocado. Nuestra tradición nos exige que examinemos la historia para
comprender las profundas fuentes de la tiranía y que reflexionemos sobre
la respuesta adecuada que hay que darle. No somos más sabios que los
europeos que vieron cómo la democracia daba paso al fascismo, al nazismo
o al comunismo durante el siglo XX”.
Añade que los movimientos que
desembocaron a la II Guerra Mundial fueron reacciones a las
desigualdades y a la incapacidad de las democracias para hacerlas
frente. Líderes mesiánicos encandilaron a las masas con los mitos de la
raza, la nación o el imperio. Así, Weimar sucumbió en pocos años a las
botas etnopopulistas (völkisch) del nazismo.
Así, la razón se
vio anegada por el mito y las emociones incandescentes que prometían
devolver la grandeza perdida a las banderas. Make America great again,
nos suena a déjà vu: la monserga del destino robado. No somos más listos
pero somos probablemente más vulnerables. Goebbels no disponía de la
división de cibermercenarios que han prestado unos servicios al parecer
decisivos a Trump, los cruzados del Brexit, Marine Le Pen, Putin,
Duterte, y antes a los liguistas, Berlusconi o Fujimori. El
etnopopulismo no puede entenderse sin esta instancia de mediación que a
través de las redes sociales produce realidades y verdades alternativas.
Existe también un mercado de la (pos)verdad en la misma manzana del
mercado de la corrupción.
Con ello llegamos a la tercera pieza del argumento. Hemos
visto la estrecha relación que existe entre desigualdad y corrupción.
Estudios recientes han mostrado una conexión no menos inquietante entre
corrupción y populismo. Un informe de Transparency International (Corruption and inequality: How populists mislead people)
sostiene que el incremento de la percepción de la existencia de
corrupción en los servicios públicos y de la impunidad que suele
favorecer a los beneficiarios empuja a los países hacia líderes
populistas que hacen del discurso contra las élites y de la promesa de
acabar con la corrupción su bandera.
El informe establece que
“corrupción y desigualdad social están estrechamente relacionadas y son
una fuente de malestar popular”; y añade que el “balance de los líderes
populistas para hacer frente al problema es deprimente”. El estudio
avala la tesis de la simbiosis, en términos más técnicos, la
bidireccionalidad de la relación causal: los dos fenómenos interactúan
en un círculo vicioso en el que la corrupción favorece la desigualdad en
la distribución de poder y esta asimetría se traduce en una desigual
distribución de riqueza y oportunidades.
El título de uno de los
apartados no puede ser más transparente: “captura del estado, corrupción
a gran escala y muerte de la democracia”. Quizás habría que ir pensando
en la figura de los delitos de lesa democracia. Entre tanto, han
apuntado bien los organizadores de la “marcha contra la vergüenza”, que
ha recorrido varias ciudades israelíes el 2 de diciembre pasado,
precisamente para protestar contra la corrupción y el intento de
Netanyahu de forzar las leyes para asegurarse la impunidad tras varios
casos que le afectan. Vergüenza que cabe sentir la ciudadanía de
cualquier país afectado por haber elegido a esos políticos y haberlos
colocado en las altas instituciones del estado, las que nos
representan.
A la vista de ciertos resultados electorales, parece claro
que el populismo ha sabido aprovecharse del extendido descontento con
un sistema o un régimen corrupto, presentándose como solución. Acaso el
populismo es una suerte de clientelismo emocional que, como el otro, se
aprovecha de la vulnerabilidad de los más pobres a los que, huérfanos de
la protección que les debe el estado, no les queda otro remedio que
agarrarse a estas soluciones mágicas y peores que la enfermedad. El
populista pesca en el caladero de las frustraciones y capitaliza los
resentimientos nacidos de la desafección hacia la instituciones
(incapaces de proveer los servicios básicos) y la rabia contra la
desigualdad (expectativas fallidas).
En la medida en que el populismo
pone el foco en el líder en vez de en el partido o la organización
contribuye a menguar la confianza política (el líder populista es a
menudo antisistema) y a debilitar la responsabilidad del electorado. La
confianza es un factor clave. Como sostiene otro minucioso estudio, la
corrupción debilita la confianza en las instituciones políticas y los
populistas explotan esa veta del descontento. Por eso la recuperación de
la confianza en la integridad de la política es la pieza clave para
salir del círculo vicioso.
Conviene mencionar un par de afinidades electivas entre
neoliberalismo y populismo. Por un lado, se observa una variante de las
puertas giratorias: figuras que han ocupado puestos de relevancia en
instancias de las corporaciones financieras se incorporan luego a las
filas de las formaciones etnopopulistas. Orban o Netanyahu entran en el
lote; pero citaré un caso más novedoso, el de Alice Weidel, economista y
empresaria, que inició su carrera en Goldman Sachs y fue figura
destacada en la lista de AfD en las elecciones de septiembre. Weidel
combate el euro, el ‘centralismo europeo’, el islam y la inmigración.
Por otro, a menudo el populismo sirve como hoja de parra para tapar (con
frecuencia con los colores de la bandera) las vergüenzas de la economía
criminal. La demonización de los inmigrantes es un variante del mismo
fenómeno. A veces los populismos pueden servir para ayudar a los amigos
en apuros: la decisión de Trump sobre el traslado de la embajada en
Israel coincide con una ola de protestas contra Netanyahu por
corrupción.
La democracia tiene entonces que combatir una hidra de
tres cabezas: la desigualdad, la corrupción y el populismo. El coste
social de la desigualdad queda reflejado en estas palabras de alguien
tan poco sospechoso de izquierdismo como el conde de Chateaubriand en
sus Memorias de Ultratumba.
A la pregunta de si “un estado
político donde unos pocos tienen millones, mientras que otros se mueren
de hambre, puede subsistir cuando la religión no está ya ahí, con sus
esperanzas fuera de este mundo, para explicar el sacrificio”, responde
en vísperas de las revoluciones de 1848: “La excesiva desproporción de
las condiciones y fortunas se puede soportar mientras se haya ocultado,
pero tan pronto como esta desproporción es percibida de manera general,
el golpe mortal está dado. Recomponer, si se puede, las ficciones
aristocráticas e intentar convencer al pobre, pero cuando sepa leer no
creerá más; intentar persuadirlo de que debe someterse a todas las
privaciones mientras que su vecino posee miles de veces más lo
superfluo. Como último recurso, deberán matarlos.”
Desgraciadamente el populismo nos ha enseñado que no basta
con saber leer, hace falta saber lo que se lee y lo que se escucha. El
impacto de la corrupción también lo conocemos y no hace falta recurrir a
la sofisticación de los modelos matemáticos de regresión y otros que
hacen las delicias de los economistas.
Yves Mény y Donatella Della Porta
(eds. Démocratie et corruption en Europe, 1995) lo resumen en
pocas palabras: “La corrupción pone en peligro los valores mismos del
sistema: la democracia es herida en el corazón; la corrupción sustituye
el interés público por el privado, mina los fundamentos del Estado de
Derecho, niega los principios de igualdad y de transparencia
favoreciendo el acceso privilegiado y secreto de ciertos agentes a los
recursos públicos”. Se ha dicho que la corrupción es una de las
consecuencias de la desigualdad y que las dos juntas alumbran el
descontento (o el cinismo: recordemos algunos argumentos desde
posiciones supuestamente progresistas apoyando a Trump) de que se
alimenta el populismo, un “síntoma mórbido de una crisis política”,
según Franz Bauman.
No somos más listos que los europeos de los tiempos de la
República de Weimar, pero podemos aprovecharnos de su experiencia.
Porque sabemos, no solo que los ídolos caídos pueden volver a
levantarse, como escribió G. Orwell, sino que muy bien estos de
pararreligión y pospolítica que son los populismos pueden estar
incubando otros hasta ahora desconocidos. En inglés la expresión an elephant in the room
hace referencia a un problema grave al que no se presta atención. Pero
ignorarlo no le resta importancia, al revés.
La ubicuidad de los efectos
y la omnipresencia de las noticias alusivas pueden conducir a una
especie de banalización por habituación, pero es difícil exagerar el
peligro que augura la hidra. Por eso hay pocas tareas menos urgentes. No
conviene olvidarlo estos días en que se habla tanto de Constitución.
Pero sin duda el problema desborda las fronteras nacionales, de modo que
convendría atender a dos propuestas que han adelantado algunos
expertos: establecer la figura de los crímenes económicos contra la
humanidad y, a la vista del carácter transnacional y global del mal,
crear un Tribunal Penal Internacional Anticorrupción. Acaso no resulte a
la postre tan anecdótico que el Día Internacional contra la Corrupción
sea víspera del Día Internacional de los Derechos Humanos.
(*) Doctor en Ciencias Políticas y Licenciado en Sociología, Filosofía y Psicología