Dice el profesor de Lancaster Bob Jessop (El Estado,
Catarata, Madrid, 2017) que la democracia liberal “disfraza la
naturaleza del poder de clase de manera más efectiva que cuando el
aparato estatal está controlado más abiertamente por las clases
dominantes (o las fracciones de clase), o por gestores del
Estado que tienen estrechos vínculos con el capital depredador o están
dirigiendo abiertamente regímenes cleptocráticos para su enriquecimiento
personal”.
Esto ultimo retrata en la práctica lo que está
pasando en España. Ante la quiebra de su credibilidad, la respuesta del
poder en esos momentos es agitar los fantasmas de un conflicto en
apariencia irresoluble. Porque de tanto robar, la riqueza se acaba y ya
no cabe dar más pedales afanando. Además de que el Estado –en este caso
los jueces- no pueden hacer caso omiso a todas las tropelías –que se
quemen todas las pruebas, que prescriban todos los delitos, que se
mueran todos los imputados- sin que se ponga en juego su propia
supervivencia por falta de legitimidad. El sistema tiene muchos
recursos.
El golpe del 23-F nunca se dio para que ganara. Se hizo para
sembrar miedo. Por eso triunfó. El PSOE entró en el gobierno
disciplinado unos meses después, igual que los sindicatos y las fuerzas
de izquierda se hicieron más obedientes, se consolidó la entrada en la
OTAN y cesaron las exhumaciones de la guerra civil. Regresó el miedo.
Doscientos mil fusilados pesan. ¿No le interesa acaso al PP agitar de nuevo el miedo? Aunque regrese, como las cosas repetidas, en forma de farsa.
En los próximos meses vamos a ver otra vez a cuadros de máxima
relevancia del Partido Popular desfilar por los juzgados (o por los
cementerios). Si el PdeCat anda desesperado por los juicios del 3%, el
PP anda desesperado porque su corrupción abarca treinta años, a toda la
cúpula del partido y a una buena parte del gobierno. Y no parece
prudente que se mueran todos. El penúltimo imputado, Gallardón, puede terminar cantando el Cara al Sol a la sombra. Por eso extreman el conflicto. Los desesperados sólo pueden sobrevivir en situaciones colectivas de desesperación.
Al Jefe del Estado, por su parte, ni está ni se le espera. Su padre
Emérito; él, inédito. No se está ganando su sueldo. Mientras, los
heraldos del miedo siguen haciendo sonar sus trompetas.
Al PP le apoyan grupos que votan por rutina. Creen que votar PP es
votar continuidad, aunque hayan vaciado la hucha de las pensiones; les
votan sectores franquistas nostálgicos de la Plaza de Oriente –y sus
cachorros-; pensionistas a los que les han metido el miedo en los
tuétanos de la memoria; ultracatólicos antiabortistas, antidivorcistas y
enemigos de los homosexuales, de las feministas, de los inmigrantes;
también grupos no pequeños de gente a la que le han enseñado a odiar a
la izquierda –a veces incluso con argumentos- por encima de cualquier
otra consideración; incluyamos gente conservadora –porque les ha ido
bien este tiempo, porque son egoístas como principio vital, porque son
cobardes y necesitan justificarse-; añadamos sectores económicos que se
han beneficiado del capitalismo del compadreo y están, por lo general,
implicados de una forma u otra en la corrupción -o en las amnistías
fiscales-; y presentadores, tertulianos,periodistas y columnistas que
comen, más que de defender al PP, de echar basura sobre las alternativas
-especialmente Podemos- y saben que han estrechado su espacio de
credibilidad tanto que, perdida la condición de periodistas, sólo tienen
futuro como mercenarios de Génova.
No es fácil encontrar – aunque los
hay- voceros del PP que no estén abrevando en sus comederos, sea a
través de publicidad, filtraciones de la brigada política, subvenciones,
tertulias, columnas o puestos de algún tipo. En conjunto, los votantes
del PP no llegan al 30% pero controlan medios de comunicación, el Ibex
35, una parte de la judicatura, las relaciones con la UE más
reaccionaria de la historia, e incluso, en algún momento, llegaron a
convencer a alguno de los grandes sindicatos. Son una minoría
exigua, menguante (el PP está ahora mismo en seis millones y medio de
votos frente a los once millones que tuvo), que se siente amenazada y
que, como un animal herido, lanza zarpazos moribundos que pueden aún
hacer mucho daño. Gentes que votan plebiscitariamente al PP, y
con su voto sancionan el fin del estado de derecho, la pérdida de
derechos laborales, la crisis de las pensiones e, incluso, la
corrupción, a la que prefieren antes que a un gobierno alternativo. No
vinculan su situación con la existencia de derechos, sino con una
suerte de privilegio personal, y esa transacción, donde abandonan a la
sociedad desde su bienestar, les permite tolerar la corrupción. Aunque a
su alrededor el mundo se devaste.
El PP no entiende el lenguaje de la calle. Entiende el
lenguaje del dinero. Y es hora de que el capital entienda que esto va
mal. Si las élites económicas españolas siguen apoyando al Partido
Popular se va a romper el acuerdo social que se recuperó después de la
muerte del dictador Franco. No solamente se ha roto el ascenso social, condenando por vez primera en cuatro decenios a los hijos a vivir mucho peor que sus padres; no es que se estén saqueando las arcas públicas
con los Gürtel, los Púnica, los Lezo y lo que venga, que empobrece al
conjunto de los españoles y quita dinero para la sanidad, la educación y
las pensiones; tampoco que la corrupción ligada a los contratos públicos esté debilitando al conjunto del empresariado español
al permitirle no ser competitivo –para qué competir aumentando la
productividad si puedes recurrir a un mayor beneficio con el asalto al
Estado-; y tampoco, con ser grave, el debilitamiento
institucional que implica querer controlar la judicatura, tener a
Ministros reprobados, romper pruebas judiciales a martillazos o quemar
archivos con pruebas procesales de la corrupción.
Se trata de que la desesperación torpe del Partido Popular está
rompiendo la convivencia territorial en España, logrando que los que
están en contra de la independencia terminen del lado de los
independentistas solamente porque el Gobierno les está victimizando negándoles votar, expresarse, defender cambios constitucionales. Un país preñado de desigualdades no es un país cohesionado.
Es evidente que lo que le está haciendo y lo que le haga el PP a
los independentistas luego se lo hará al conjunto de los españoles. Defendiendo
que no hagan desde el gobierno determinadas cosas nos estamos
defendiendo a nosotros mismos. ¿Tiene que significar eso que los
independentistas han ganado? No. La independencia no es ninguna
solución luminosa para el conjunto del Estado, incluida Catalunya. Los
fines de época marcan una desmesura que nos impide entender con
claridad. ¿Van a contribuir a la soberanía catalana los que durante
decenios han entregado el bienestar de Catalunya a la globalización
neoliberal, a los recortes, a las privatizaciones y a la represión?
Terminarán negociando con el poder. Por eso necesitamos otra solución que no permita atajos cuando, una vez más, la promesa independentista fracase.
La independencia ha crecido desde que está gobernando Rajoy.
De manera que para frenar la independencia lo más eficaz es salir de
quien la está alimentando. El PP, heredero de la derecha
franquista, siempre le dio a la victoria del 18 de julio la condición
legitimadora del gobierno. “Para eso ganamos una guerra”. Y por eso
siempre han tenido tantas dificultades para aceptar quedarse, por culpa
de unas elecciones, fuera del gobierno. Ganaron mandar en España en 1939
gracias a las armas y parece que aún no han salido de esas. Aceptaron
tarde la democracia, aceptaron tarde la Constitución, aceptaron tarde el
municipalismo, aceptaron tarde la igualdad, el aborto, el divorcio, el
matrimonio homosexual, aceptaron tarde Europa, aceptaron tarde la
justicia internacional, aceptaron tarde la confesionalidad del Estado y
van a aceptar tarde la plurinacionalidad.
Pero no les importa una higa.
Viven en la doble vara de medir. Ellos son España y España es lo que
ellos dicen que es, el espacio que coincide con sus intereses. Aunque
tengan el dinero en Suiza o Panamá. Pueden odiar a los marroquíes y al
mismo tiempo entender que Franco trajera a la Guardia Mora a matar
españoles con licencia. Pueden aceptar regalos de Gadafi y después mirar
hacia otro lado mientras lo asesinaban. Hablan de derechos humanos en
Caracas y hacen cartera en Riad o en Pekín.
El independentismo no ayuda. Y su agenda ni siquiera es el
independentismo. Quieren negociar. Y por eso no se debe entrar en ese
juego. Hay que cerrar la herida territorial de una vez por todas. El
PdeCat está luchando a la desesperada por una amnistía y su horizonte es
lograr beneficios para la élite económica catalana (con migajas para la
ciudadanía). A ERC, salvo muy honradas excepciones, sólo le interesa
sustituir a la antigua CiU, cargar el pasado sobre sus hombros como si
ella no tuviera nada que ver, y ser la que negocie nuevas condiciones
con el Estado. Están esperando, con inteligencia, que el PP
haga lo que está haciendo. A mayor represión, más legitimidad. Las CUP
viven en una égloga pastoril que desprecia cuanto ignora. Una mezcla
poco digerible.
Nunca antes de Rajoy el independentismo tuvo tanta fuerza. Pero basta
encarcelar a alcaldes, cargos públicos, voluntarios, prohibir actos,
meter en el calabozo a impresoras (como metían en la cárcel a los burros
coceadores en los cuarteles de Franco), declarar a las papeletas armas
de destrucción masiva y usar la violencia estatal contra la voluntad de
expresarse de los catalanes para que todo llegue al borde del
precipicio. Y eso que los asuntos identitarios están en Catalunya y en
España muy detrás en las preocupaciones de los españoles. Pero
si el PP sigue rompiendo cosas de la convivencia, la marcha atrás se
complica. ¿A quién le interesa una psicosis de guerra? Porque guerra no
va a haber y tampoco independencia. Las metáforas bélicas, de
trincheras, trenes son el anuncio repetido que cada cual quiere ver para
solazarse en sus sentimientos. Sólo puede haber diálogo. Diálogo al
que, como siempre, el PP llegará tarde.
Los catalanes terminarán, sin duda, votando. Ningún juez a
quien nadie ha elegido va a sustituir ese derecho. Y si Felipe VI no lo
entiende, le pasará como a su bisabuelo. Este conflicto, que en verdad es un reto, se solventa votado. Convendría que los catalanes votaran
también con todos los españoles. En un proceso constituyente que tendrá
que reconocer la condición plurinacional de España y el encaje que los
catalanes decidan. Podemos debiera recordar que nació
reclamando un proceso constituyente, aunque los gritos de la turba
mediática le hicieron olvidarlo.
Dentro de ese proceso constituyente,
los catalanes podrán votar su inserción en el Estado español como un
sujeto soberano que decidirá -o no- formar parte del sujeto soberano del
Estado. Con todas nuestras peculiariedades. Pero para que
vayamos reconociéndonos, debemos ir pensando en votar. Que ya va siendo
hora. ¿O no era lo que se pedía a la izquierda abertzale? Para que de
una vez por todas podamos dedicarnos a luchar contra nuestros verdaderos
caminantes blancos –cambio climático, empleo, envejecimiento,
guerras y migraciones- en vez de estar distraídos en cosas que, vistas
con distancia, dan bochorno y demuestran que tenemos, igual que la peor prensa de Europa, los peores gobernantes del viejo continente.
(*) Profesor titular de Teoría del Estado en la Universidad Complutense