La elección de Donald Trump convulsiona al mundo. No sólo por los
imprevisibles cambios en la nación más poderosa, sino porque marca un
hito en la rebelión global contra una globalización incontrolada y las
élites políticas y financieras que la propugnan. En la cultura
anglosajona se habla de pitchforks para referirse a las rebeliones
campesinas que blandieron sus horcas para enfrentarse a los señores que
explotaban a los granjeros.
Y,
en parte, de eso se trata ahora. De un basta ya contra la marginación
económica, cultural y política que sufren amplios sectores de la
población, ignorados y despreciados por las élites cosmopolitas que los
consideran deleznables, aferrados a valores tradicionales, sexistas y
racistas. Y dependientes de industrias obsoletas desplazadas por la
relocalización de actividades y la modernización tecnológica. En la
movilización por Donald Trump late la misma ira que anida en el Brexit,
en Marine Le Pen y en los movimientos xenófobos y ultranacionalistas que
se expanden en Finlandia, Noruega, Dinamarca, Hungría, Polonia,
Holanda, Austria y Alemania. En Estados Unidos la revuelta popular es
contra el sistema político en su conjunto. Los republicanos no la han
canalizado, aunque ahora lo intentarán. De hecho, Trump ha tomado el
partido por asalto y fue eliminando al establishment republicano, si
bien actualmente intenta pactar con una parte.
El análisis de quién votó a Trump deja las cosas claras.
Aunque Hillary Clinton parece haber ganado el voto popular, el voto por
estado, el que vale, está definido en términos de clase, sexo, raza,
edad y geografía. Votaron a Trump el 70% de los hombres blancos y el 60%
de las mujeres blancas sin educación universitaria. Es decir, la clase
obrera blanca tradicional que se sitúa en viejas zonas industriales como
Ohio y como Pensilvania, Michigan, Wisconsin, feudos demócratas que
cambiaron de campo. Ahí se concentran las zonas de desesperanza, con los
peores índices de salud y la mayor incidencia de la epidemia de drogas
opiáceas que corroe al país. En cambio, en Manhattan, sede de la
economía financiera, el 82% votaron por Hillary, así como dos tercios de
los votantes de Silicon Valley y otras zonas de alta tecnología, los
triunfadores de la economía global.
Pero la división racial de Estados Unidos es el factor
decisivo: es el miedo blanco a convertirse en minoría. El 58% de los
blancos votaron por Trump. No es cierto que las minorías fallaran. Los
latinos votaron por Hillary Clinton en un 65%, los negros en un 88% y
los asiáticos en un 65%. Pero aunque Estados Unidos es cada vez más
diverso étnicamente, casi el 60% de la población es blanca, mientras que
los latinos son el 11% de los votantes. De 250 condados con mayoría
blanca, 249 votaron por Trump. La movilización latina hizo ganar a
Hillary en Nevada, Nuevo México y Colorado, y redujo la ventaja
republicana en Texas y Arizona. Pero cuanto más avanzan los latinos, más
reacción xenófoba se produce contra la inmigración mexicana.
Así empezó Trump y así ha conseguido un bloque de voto
blanco y xenófobo que le es fiel. De ahí que los hombres blancos de
educación superior, que no son económicamente marginados, también
votaran mayoritariamente por Donald Trump. A esta reacción se añade el
miedo de los hombres a perder el poder en su casa. Racismo y sexismo se
conjugan. Tras un presidente negro, una presidenta era demasiado. Por
eso el macho alfa, el obrero blanco, es el apoyo básico de Trump, al
verse amenazado al mismo tiempo por la globalización, por la inmigración
y por valores feministas y de tolerancia sexual.
Las mujeres votaron más a Hillary que a Trump (54%/42%) a
diferencia de los hombres (41%/53%), pero no así las mujeres blancas,
porque las mujeres blancas de menor educación votaron mayoritariamente
por Trump.
Los viejos votaron por Trump, los jóvenes por Hillary. Pero
en las zonas industriales los jóvenes también se unieron al voto de
protesta, mientras que los viejos decidieron el voto por Trump en
estados clave como Florida. Es decir, el voto blanco y el voto de clase
fueron determinantes y el voto mayoritario de las mujeres por Hillary
Clinton no pudo superar las barreras de clase y raza.
Las zonas rurales del Medio Oeste y del Sur votaron
masivamente por Trump. Hay un fuerte contraste entre las grandes
ciudades, diversas y cosmopolitas y los territorios de la nueva
economía, como California, Washington o Nueva Inglaterra, y la vieja
América industrial y rural. Se trata de un sobresalto de la América que
fue para defenderse de la América que viene.
Hillary agravó la situación. A pesar de su valía
intelectual y experiencia, fue una mala candidata, como lo fue en las
primarias del 2008 y del 2016, con el 60% de ciudadanos desconfiando de
ella. Su actitud de inevitable ganadora alienó todavía más a los
votantes, que vieron en ella la encarnación de las élites, de Wall
Street a Washington.
Hay coincidencia en que Sanders hubiera sido un mejor
candidato capaz de suscitar entusiasmo y movilizar a los jóvenes como
hizo Obama en el 2008. Pero fue bloqueado con malas artes por el aparato
demócrata, capturado desde hace tres décadas por la dinastía Clinton,
financiada por su fundación, alimentada por corporaciones
multinacionales (como Walmart) y, dícese, diversos gobiernos. Urge una
liberación del Partido Demócrata de sus ataduras con los Clinton. Y
aunque los Obama y Sanders jugaron lealmente, no fueron capaces de
levantar las sospechas que se cernían sobre la candidata.
Y así fue como un oligarca como Trump se convirtió en
apóstol de la clase obrera blanca y como un declarado misógino, sexista,
racista y xenófobo llegó a la presidencia de Estados Unidos. La futura
traición a sus promesas demagógicas hará que sea más dura su caída.
(*) Profesor de Sociología y de Urbanismo en la Universidad de California en Berkeley