Dónde están hoy las élites, quiénes las integran y qué conductas promueven son preguntas clave en una sociedad como la nuestra, donde los comportamientos de las figuras de referencia son cada vez más imitados, dada la enorme difusión que les conceden los medios de comunicación. Pero este nuevo entorno no parece que traiga noticias esperanzadoras, en la medida en que marca el paso de sociedades regidas por unas élites que se señalaban a sí mismas como modelo, a otras donde las figuras de referencia apenas poseen valores que las hagan destacables.
Como asegura José Fernández Dols, profesor de psicología social de la Universidad Autónoma de Madrid, hasta principios del siglo XX había tres clases de élites (la financiera, la militar y la política) a la que, iniciado el siglo, se sumó una cuarta instigada por Hollywood, “la de las estrellas, personas que son famosas no a causa de sus méritos sino por una especie de círculo vicioso: son populares porque son populares”.
Y lo más negativo de esta situación, apunta Fernández Dols, es que esa búsqueda del estrellato ha terminado contaminado a las otras élites. De este modo, “ya no se exige al profesional que posea determinadas cualidades intelectuales o que se comporte de un modo éticamente válido, sino que se le pide que se convierta en una estrella. Da igual que sea un abogado, un cirujano o un arquitecto: ya no se valora su historial sino que se repara sólo en su relevancia mediática”.
Carmen Valle, profesora de psicología social de la Universidad San Pablo-CEU, insiste en que el proceso de selección de esas nuevas figuras de influencia se realiza conforme a criterios poco productivos socialmente. Así, “lo que se busca es gente que atraiga la atención, que sea llamativa o extravagante. Da igual que sea para bien o para mal. Lo importante es que sean capaces de hacer a los demás hablar de ellos”.
De modo que, asegura Valle, muchas personalidades públicas acaban prestándose al juego, “y si tienen que decir una barbaridad para salir en los medios lo harán, porque saben que les resultará rentable”.
Producto de esta tendencia nos encontramos con que “las personas relevantes que al final se convierten en líderes de opinión se reducen a dos o tres políticos y a un montón de famosillos”. Lo que es un problema serio, advierte Valle, ya que hablamos de personajes que realmente influyen en la sociedad.
“Si un experto en trastornos de la alimentación acude a un programa televisivo a tratar el asunto y tiene que debatir con Belén Esteban, saldrá perdiendo: el público tomará mucho más en cuenta la opinión de ese personaje popular que la del experto”.
Sabemos desde hace mucho tiempo, afirma Valle, que adquirimos nuestras actitudes y opiniones a través de la observación del entorno: vemos lo que hacen nuestros padres, nuestros familiares y las personas a las que valoramos, y de ahí extraemos ideas y actitudes que nos guían a la hora de actuar.
Una tendencia que se intensifica cuando no sabemos muy bien qué opinar. Si nos adentramos en un terreno que desconocemos, solemos reparar mucho más en nuestro entorno (ya sea en el más cercano o en el de las figuras de referencia que conocemos a través de los medios) para saber qué deberíamos pensar o hacer.
“Y lo paradójico es que, en un gran porcentaje, las opiniones que más se tienen en cuenta no son las más sólidas moralmente o las mejor argumentadas, sino aquellas que más gente sigue. Lo más usual es que nos fijemos en lo que piensa la mayoría de la gente y acabemos creyendo lo mismo que ellos. Así, cuando observamos a un personaje determinado, lo que solemos valorar es cuánta gente le apoya y no si vale la pena lo que dice o hace”.
Por eso, afirma Valle, cuando un medio de comunicación poderoso decide defenestrar a un político, acaba consiguiéndolo. Y de igual modo ocurre cuando decide ensalzar a alguien. El mejor ejemplo sería Obama: “Antes de ser elegido y, por lo tanto, antes de hacer nada, ya se le había dado una gran relevancia en los medios. Se convirtió en un referente sin haber realizado acciones que lo justificasen”, justo lo que ha ocurrido con un Nobel que ha premiado la esperanza y no la realidad.
Pero este tipo de sociedad en la que sólo prima lo visible es perjudicial en muy diferentes sentidos. Y uno de los más significativos es la cantidad de frustración que genera, asegura Fernández Dols, ya que nos ofrece modelos muy difíciles de imitar.
“Los medios nos muestran a personas jóvenes y ricas, en muchas ocasiones únicas, con talentos elegidos arbitrariamente (como dar patadas a un balón) y con trayectorias en las que conseguido grandes recompensas sin demasiados esfuerzos”. Y ese mundo que vemos a través del televisor, lleno de chicos y chicas jóvenes y guapos/as, que todo lo hacen bien y que tienen mucho dinero “es el que pretenden copiar gran parte de los adolescentes. Y como es una tarea imposible”, asegura Carmen Valle, “acaban viviendo en una continua insatisfacción. Muchos desórdenes en la alimentación y muchos trastornos de ansiedad provienen de esa enorme frustración”.
Al mismo tiempo, cualquier ejemplo que tenga que ver con el esfuerzo, el mérito y el largo plazo, tiende a ser rechazado: “los jóvenes quieren ser estrellas porque es lo que se les muestra. Incluso cuando quieren ser profesionales de éxito pretenden imitar a los más populares. Un aspirante a arquitecto quiere ser, como mínimo, Calatrava o Norman Foster. Para ellos, no hay término medio: o eres una estrella o eres un fracasado”.
Y este conjunto de problemas están sirviendo para generar una creciente nostalgia política y social, advierte Javier Gomá, director de la Fundación Juan March y autor de Ejemplaridad pública (Ed. Taurus). Y es que el paso de las sociedades aristocráticas, donde las élites se promovían a sí mismas como modelo, a otras más abiertas, está generando múltiples roces no del todo resueltos.
Según Gomá, “hay quienes piensan que hemos vivido durante siglos en una sociedad jerarquizada, bien ordenada y con ejemplos claros de conducta y que ahora, con la llegada de estas sociedades igualitarias y secularizadas, hemos caído en un mundo sin jerarquía en el que reina el desorden y el libertinaje, por lo que se hacen imprescindibles nuevas élites”.
Enfrente encontramos a quienes creen que los problemas que pueda generar este aumento de la libertad resultan irrelevantes respecto de sus enormes ventajas. Para quienes defienden estas tesis, “vivimos en una época de liberalismo consumado, donde las esferas de la libertad han crecido hasta llegar a su máximo.
Por eso, debemos mantenernos en ese lenguaje de la liberación que entiende que la moral privada no es más que un conjunto de planes de vida y que, por tanto, rechaza toda insinuación sobre el uso que debe hacer de su libertad, ya que es algo que pertenece exclusivamente a la vida privada”
Para Gomá, ambas posturas son poco adecuadas, en tanto considera que si bien no debemos regresar al tradicionalismo tampoco hemos de profundizar en estas tendencias que provocan sociedades “liberadas pero no emancipadas”. Más bien, de lo que se trataría es de “hacer un uso cívico y responsable de la libertad, dotando de un contenido ético a unos espacios de emancipación ampliados de manera consensuada y no de forma coactiva, como ocurría en el pasado”.
Es ahí donde la figura de la ejemplaridad se vuelve importante, ya que se trataría de ofrecer, a través de los comportamientos privados, criterios de actuación positivos, “ejemplos que si se generalizasen tendrían efectos cívicos y sociales muy beneficiosos”.
En ese sentido, y más allá de la sociedad concreta en la que se inserten, los expertos consultados entienden que los ejemplos individuales son un arma de primera magnitud. “El día a día de las personas” afirma Fernández Dols “transmite modelos de comportamiento a los demás que pueden tener una gran relevancia”. Incluso actos en apariencia nimios pueden revelarse como catalizadores de grandes cambios.
Dols lo sintetiza en una anécdota: “Contaba Desmond Tutu que siendo niño, daba un paseo con su madre (mujer y negra, lo peor para aquella sociedad) se encontraron con un sacerdote que se levantó de la mesa en la que estaba tomando un café para saludarla. El religioso se quitó el sombrero como signo de cortesía. Y ese simple gesto es algo que Tutu no olvidó en la vida, ya que le enseñó que los blancos podían ser de otra manera, lo que le influyó notablemente en su visión política. Y, en consecuencia, en la de todo un país”.