Vivimos horas de tribulación por
la insumisión a la Ley de las autoridades autonómicas de Cataluña, pero
unos actos como estos son lo que necesita España para volver a
reconocerse a sí misma y respetarse. El nacionalismo radical es un
cáncer muy antiguo, una enfermedad social y política que mina los
Estados y busca imponer, incluso por la fuerza, regímenes filo nazis y
segregaciones poblacionales, con gran desprecio no sólo de la pluralidad
política y social sino de los más elementales derechos demo- cráticos y
personales.
Busca la creación de Estados de nuevo cuño basándose en
falsas interpretaciones históricas y sobre bases que vulneran los
principios del derecho nacional e internacional, al tiempo que promueve
el odio y la división en la sociedad basándose en un catálogo de
afrentas, la inmensa mayoría imaginarias, que calan en una parte de la
población, a menudo la menos instruida, dinámica e informada.
Las
naciones democráticas tienen una forma muy tibia de enfrentar estas
actitudes, puesto que el pensamiento político, por dañino que sea, se
tolera hasta extremos muy peligrosos para la convivencia, dado que no es
posible sancionar a nadie por sus ideas siempre y cuando éstas no se
hayan convertido en actos punibles.
Cuando formaciones
ultranacionalistas y filo nazis ocupan instituciones democráticas las
degradan con objeto de imponer sus postulados. Los votos, salvo para el
totalitarismo, no dan derecho a todo. En democracia se vota, pero no
solo se vota. Se votaba en el Soviet Supremo de la URSS, y siempre se
ganaba por mayoría, pero aquello no era una democracia.
El nacionalismo catalán, que es
separatista, viene causando daño a la sociedad catalana y, por tanto, a
la española desde que ejerce el poder. Se ha inculcado el odio a España
en las escuelas y se viene fomentando la segregación social aislando a
todos los no nacionalistas creando un clima irrespirable, entre otros
hechos lamentables que consideran imprescindibles para construir su
idílico nuevo estado, porque como tal jamás existió, haciendo creer a
muchos que viven en una ocupación por una potencia extranjera que los
subyuga. Sería innumerable la lista de disparates que han inoculado en
la sociedad catalana que, desgraciadamente, han calado en parte del
sentir general.
Todos estos lamentables hechos no
han podido tener una respuesta adecuada por parte del Estado, dada la
estructura política española y porque son sibilinos y muchos de ellos se
pueden considerar como parte de la libre acción política. En democracia
se puede mentir a los ciudadanos, incluso todo el tiempo y a todas
horas, y son estos los que tienen que sancionar tal actitud.
El
nacionalismo consigue, como consiguió Hitler en su momento, que mentiras
muy repetidas les parezcan a muchos ciudadanos grandes verdades. Sin ir
más lejos, la misma celebración de la Diada se basa en la
reinterpretación de unos acontecimientos de una forma tan torticera que
parece mentira que se acepte sin rechistar semejante cosa.
Pero esa es
la magia del nacionalismo, que entrando directamente en lo visceral y
sin pasar por cabeza alguna puede llegar a conseguir que un ciudadano
cualquiera meta a otro en una cámara de gas, cuanto más que se crea una
conveniente mentira histórica o ansíe una absurda e ilegal
independencia.
Ahora, por fin, el Estado, es
decir España, a través de sus instituciones tiene la oportunidad de
enfrentar el problema y poner a las claras sobre la mesa el daño que el
ultranacionalismo separatista provoca en la sociedad.
Ahora, por fin, se
han quitado la careta con su actuación en el Parlamento, con la forma
anti- democrática con la que han torcido el derecho para de una forma
ilegal aprobar aquello que bien les ha parecido, echándose en brazos de
antisistemas que lo que buscan es el fin de la democracia.
Y ahora, al
fin, se ha evidenciado que están solos en el ámbito internacional, cuyas
instituciones y potencias han dejado claro que ni respaldan ni
comprenden ni van a cobijar sus aspiraciones.
Así, es una buena noticia que
España se vea obligada a enfrentar de una vez por todas la nueva versión
del separatismo catalán que lucha, en vano, por destruirla, y con todo
el respaldo de su legítimo armazón institucional, del conjunto de las
naciones democráticas y de los organismos internacionales que la
reconocen, no podrá más que derrotar las alocadas aspiraciones de
conflicto de una ínfima parte de catalanes separatistas radicales que
circunstancialmente se han hecho con el poder autonómico.
Hay que despertar del sueño a
todos aquellos que creen que Cataluña es una nación que tiene derecho a
un Estado a costa de cualquier cosa. Aunque despertar les cause estupor y
les resulte desagradable, más vale que las sociedades vivan su propia
realidad que mantenerlas siempre en la vana e inútil esperanza de que
alguien les va a proporcionar un idílico futuro, porque su presente es
peor por culpa de otros.
Y Cataluña está, como toda España, llena de
gente estupenda que está abrumada por este clima de conflicto artificial
que interesadamente se ha creado. No es necesario para vivir en una
sociedad moderna levantarse cada mañana envuelto en una bandera, ni la
catalana ni la española ni ninguna. Y, desde luego, no es en pleno siglo
XXI una legítima aspiración construir nación alguna desde la
vulneración de las leyes, el autoritarismo, el atropello de los derechos
de los ciudadanos y el pisoteo de la legalidad internacional.
Ya hemos visto actuar a la
presidenta del Parlament. Ya hemos visto la imposición del rodillo
separatista. Ya hemos visto a los antisistema reírse del espectáculo,
tan de su agrado. Y ya hemos visto, y ha visto todo el mundo, la bajeza
moral que se esconde tras el separatismo que es capaz de atropellar los
derechos y formalidades más elementales de un sistema parlamentario.
Esto en sí ya es una victoria del Estado, que guardará sus formas, su
legalidad y legitimidad para dar adecuada respuesta a todas estas
afrentas, gozando del respaldo del orden constitucional y la legalidad
internacional. Como no se puede mentir todo el tiempo, ni desobedecer
todo el tiempo, ni mantener este tinglado todo el tiempo, llegará un
día, no muy lejano, en el que estarán, si no están ya, contra las
cuerdas, agotados y vencidos, que es la posición en la que ellos mismos
se han puesto.
Y al día siguiente, cada uno a lo
suyo, y en el café la gente hablará de fútbol, del tiempo o de nada,
pero pueden olvidarse de que cuando estén purgando las penas que les
correspondan sigan siendo por mucho tiempo tema de conversación. España
seguirá siendo la democracia moderna, legítima y reconocida que es, su
integridad territorial seguirá incólume y por fin podremos hablar de
cómo mejorar nuestro sistema de convivencia, obviando de una vez a todos
los que lo desean quebrar. Y todo esto será una bendición que llegará
gracias a que el separatismo ha decidido que debía ser derrotado.
(*) Profesor de Finanzas y Banca