En 1939 la izquierda española sufrió una derrota histórica por dos
motivos principales: la superioridad militar de su enemigo y su propia y
suicida desunión. La derecha fascista, en cambio, tuvo un triunfo
igualmente histórico que consolidó mediante una dictadura de genocidio y
terror, administrada por delincuentes, que duró cuarenta años.
En
1945, la derecha fascista europea sufrió una derrota histórica mientras
que la derecha democrática y la izquierda conseguían una victoria
también histórica que asentarían en un régimen de libertades y
prosperidad en toda la Europa occidental de la postguerra menos en
Portugal y España, en donde gobernaba la derecha fascista con regímenes
de opresión y miseria. La derecha europea se había ganado sus
credenciales democráticas enfrentándose al fascismo en los campos de
batalla, cosa que no hizo la española, que siguió siendo fascista e
impregnó con su cultura política los 40 años del franquismo.
En
1975, con la muerte del genocida, la derecha fascista española, en un
contexto internacional hostil, creyó conveniente adaptarse a los tiempos
y disfrazarse de demócrata. Tal cosa posibilitó la transición,
un pacto entre franquistas que no podían seguir gobernando como hasta
entonces y una izquierda atemorizada, debilitada, incapaz de imponer la
ruptura porque, además, estaba tan dividida como en 1939. Así echó a
andar el sistema político de la segunda restauración, pronto bajo
gobierno de una socialdemocracia que, por miedo, conformismo, excesiva
buena fe o las tres cosas a la vez, fingió que este régimen era una
democracia homologable a las europeas, a pesar de que no se hizo nada
por depurar las responsabilidades de la dictadura ni se impartió
justicia a las más de 140.000 víctimas asesinadas por la vesania
franquista, que la rácana Ley de la Memoria Histórica no se aprobó hasta
2007 y nunca, en realidad, ha sido eficaz, estando hoy prácticamente en
desuso por obra del PP
Visto
que la izquierda cumplía su compromiso de no exigir responsabilidades
ni hacer depuraciones, la derecha incumplió el suyo de reconducirse a un
espíritu democrático, se quitó la careta y reapareció como lo que
siempre ha sido, una derecha fascista, sin complejos, como la
animaban los comunicadores de su cuerda y su ánimo le pedía. El país
siguió lleno de calles dedicadas a los franquistas, de bustos de Franco,
con el Valle de los Caídos como monumento a la victoria del fascismo y
la Fundación Francisco Franco dedicada a honrar la memoria del
delincuente dictador, mientras los ayuntamientos estaban plagados de
fascistas afiliados al PP, muchos de los cuales presumen de ello en las
redes sociales.
Con
las elecciones de noviembre de 2011, ganadas merced al engaño, el
fraude y la financiación ilegal, el país volvió a ser regido por
franquistas como una dictadura de hecho. Había y hay una Constitución
vacía de contenido y una estructura formalmente democrática, pero, en
realidad: 1) se gobierna mediante decreto-ley; 2) el parlamento no pinta
nada; 3) los tribunales de justicia, salvo excepciones, obedecen al
ejecutivo; 4) los medios de comunicación son un monopolio al servicio de
la agit-prop del gobierno y su partido; 5) se vuelve a la legislación
represiva como la Ley Mordaza y se vulneran derechos y libertades; 6) la
iglesia católica sigue siendo un Estado dentro del Estado coronado de
privilegios y con control del sistema educativo; 7) la tasa de
explotación de los trabajadores es de las más altas de europa, igual
que la de expolio y saqueo de los recursos públicos mediante
privatizaciones o simple robo; 8) se retorna al centralismo territorial;
9) domina la oligarquía y el caciquismo tradicionales en una estructura
de corrupción; 10) se ahoga y descapitaliza la cultura pero se
subvencionan los espéctaculos sangrientos y de alienación colectiva,
como las corridas de toros. Y todo esto lo gestiona una asociación de
presuntos malhechores repleta de nacionalcatólicos, embusteros y
matones.
Frente
a ello, la izquierda, como siempre, está atomizada, enfrentada,
hundida. El PSOE, con una larga gestión de gobierno con luces y sombras,
ha sucumbido al colaboracionismo con una derecha nacionalcatólica,
disfrazada de neoliberal, está aburguesado y carece de programa
convincente que no sea la conservación del trono, el altar, los
caciquismos locales y las poltronas de sus dirigentes y no osa presentar
una moción de censura a un gobierno de franquistas. IU es ya un grupo
marginal aferrado como siempre a su política de antisocialismo visceral
que la convierte en aliada objetiva de la derecha fascista y
actualmente está en proceso de desaparición fagocitada por Podemos.
Podemos, una fuerza emergente, no consigue superar, aunque se lo
proponga, las viejas limitaciones del antisocialismo y es víctima de una
mezcla de oportunismo, jerarquización, ambigüedad, pedantería y culto a
la personalidad que la descalifican como verdadera renovación de la
izquierda. Por último, los confusos intentos de articulación de una
cuarta opción que levanta bandera propia y aparte bajo el absurdo grito
de la confluencia y la unidad, al estilo de Ahora en Común, no
parece ser otra cosa que una colección de divos y divas en procura de
algún lugar en el escenario político sin más base real que sus ganas de
figurar porque el grado de narcisismo en sus filas es muy elevado.
En
todos estos grupos disparatados, enfrentados y divididos tengo amigos y
no quisiera enfadarme con ninguno. Pero, para refutar lo que aquí se
dice serán precisas pruebas y no mohínes. En todo ellos, igualmente, hay
intelectuales que, probablemente, vean cómo la unidad de la izquierda,
de toda la izquierda, es la única posibilidad real de ganar las
elecciones. Pero, siendo orgánicos o enchufados de unas u otras
tendencias, prefieren mantener sus privilegios antes que caer en
desgracia de las jefaturas políticas y económicas que los otorgan,
entrando en controversias que pongan de relieve las maniobras de las
camarillas para conservar sus cargos y evitar una unidad real.
En
esta situación de bloqueo, con una derecha franquista en pleno control
del poder y sus inmensos recursos, legales e ilegales y una izquierda a
la gresca interminable, el resultado más probable de las elecciones
generales del próximo diciembre será un nuevo triunfo del PP que noquee a
la izquierda para una larga temporada o haga algo quizá peor: cooptar a
lo que quede del PSOE en un gobierno de gran coalición con la excusa de
preservar la integridad territorial del país. A pesar de que su ruptura
ha venido propiciada en muy gran medida por la política provocadora,
intolerante, nacionalista y catalanófoba de la derecha franquista.
Sabido
es, antes de esas generales hay unas plebiscitarias catalanas en las
que el resultado, a su vez también probable, será un triunfo holgado del
bloque independentista. Esta previsión pone a las izquierdas del Estado
español antes sendas nítidas alternativas. En efecto: ¿qué hará un
izquierdista catalán coherente? Está claro: votar por la independencia.
¿Y un izquierdista español coherente? Exactamente lo mismo: votar por la
independencia.
La
independencia de Cataluña es lo único que puede sacudir este país,
España, en estado catatónico desde hace más de trescientos años. Un país
que, gracias a los abusos de una derecha franquista que no es
democrática ni nunca lo fue, y una izquierda fragmentada y enfrentada en
estúpidos odios narcisistas se apresta a continuar por la senda del
hundimiento secular.
Estas
izquierdas fracasadas, incapaces de atender al primer y más urgente
mandato del sentido común, que es unirse, andan desgranando promesas a
los catalanes de reformas constitucionales, procesos constituyentes o
referéndums que no estarán jamás en condiciones de cumplir. Y no lo
estarán porque no tienen garantizado el acceso al poder y, por lo tanto,
tales promesas no son meros deseos ingenuos, sino verdaderos intentos
de engaño y fraude.
Por
eso, la opción a corto plazo no puede ser otra que el voto por el
bloque independentista, el triunfo de este y si, en las generales, el
resultado real y tangible permite a la fragmentada izquierda española
hacer alguna promesa creíble, escucharla con educación y cierto
escepticismo.
Entre tanto, amig@s, el peix al cove.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED