MADRID.- Queda poco territorio virgen en la costa española
y la región de Murcia no es una excepción. Sus playas se han edificado
hasta casi el colapso y quien sobrevive en algo medianamente natural
puede sentirse un privilegiado. Les pasa a los residentes en Algameca
Chica, una pedanía de Cartagena nacida a finales del siglo XVIII que
lucha por no ser derribada: su situación –sobre las aguas del mar,
literalmente– incumple la Ley de Costas, pero la peculiaridad de lo que
empezó como un pequeño asentamiento de pescadores y ha ido
transfiriéndose de generación en generación puja por convertirlo en Bien de Interés Cultural (BIC).
Una lucha que sus cerca de 300 vecinos afrontan con la incertidumbre de
una amenaza permanente y con el sosiego que infunde el paisaje, según publica http://www.yorokobu.es.
Pero tendríamos que retroceder hasta el siglo XVIII para comprender
lo que significa este escenario imperturbable. La Algameca Chica, paraje
que algunos apodan ‘la Shanghái murciana’ por su ubicación sobre el
Mediterráneo, comenzó su singladura en 1778 (es más: se cree que su
etimología es la palabra árabe ‘gamek’, que significa «suelo
profundo y húmedo»). En 1881 ya tenía cinco barracas y una tasca, tal y
como estudió Itarra Bastida, autor de un libro que bucea en sus inicios y
que hoy guardan algunos como una pieza autobiográfica.
Entonces no existía decreto que protegiera los mares y por eso su
población fue creciendo hasta las 110 casas actuales. Todavía sin
legislación relativa al daño medioambiental, en 1969 nació la
insuficiente
Ley de Costas, ya aludida. Sus revisiones en 1989 y en 2013 fueron las que pusieron contra las cuerdas a los moradores de la zona.
Rincón de marineros, sus primeras chabolas se adaptaron a la
orografía de las laderas. Precarios muros y maltrechos diques sirvieron
de guarida a los vecinos, que residían sin papeles ni hipotecas. Desde
entonces, descendientes de estos antiguos moradores y gente próxima han
ido dándole un nuevo aire. En invierno apenas hay quien empeñe aquí sus
jornadas, pero en verano la multitud aparca toallas y disfruta hasta
tarde de este pedazo natural, lejos del ajetreo y la autoridad.
Ana María es un ejemplo. Su abuelo la trajo de pequeña y ahora, a los
73 años, lo tiene claro: «El que viniera aquí, no querría irse». Una de
las más veteranas del lugar —«hay dos mujeres mayores que yo», se
excusa— habla con decisión y con una sintaxis algo cervantina. Se para
en el quicio de la puerta. Carga una caja que va a tirar a la basura: un
poste de farola y bidones cortados en forma de cubo. Recuerda cómo
correteaba por las callejuelas hace siete décadas y defiende el valor
emocional e histórico de su ‘pueblico’, levantado de forma alegal y que
se expone o a un derribo o a una protección total.
Estas dos antagónicas posibilidades son entre las que se mueven a
diario sus habitantes. «Estamos huérfanos. Aquí nos han querido echar
desde siempre», afirma Juan Arroyo, un locutor y pinchadiscos local que,
incluso con esa perpetua duda, muestra cómo está adecentando una nueva
terraza y un nuevo embarcadero propio. Su mujer Mari Carmen y él pasan
los veranos y los fines de semana en este rincón, desembocadura de la
rambla de Benipila. A su casa, en un barrio de la ciudad, tardan 10
minutos en coche. «Y dando un paseo serían 40 minutos, no se crea»,
alegan. De la ruidosa rutina se evaden gracias al silencio que se
respira aquí, donde la sombra va cubriendo poco a poco las lomas.
«Encontramos la paz», sintetizan.
«Venimos de una ciudad milenaria y se quieren cargar su patrimonio»,
suspira Pedro Blaya en el patio de una de las viviendas,
‘El Corral de
la Pacheca’. Con varios vasos de digestivos a medio beber, Blaya,
Patricio Gómez y Jesús Vicente –de 79, 68 y 56 años, respectivamente–
coinciden en que la asfixia les viene por cinco bandas: el Ayuntamiento
de Cartagena, el gobierno de Murcia, la
Confederación Hidrográfica del Segura
(que se encarga desde el Ministerio de Agricultura y Pesca,
Alimentación y Medio Ambiente de los planes de agua en la región),
Costas y Medio Marino (de la misma institución) y el Ministerio de
Defensa, el posible propietario al contar con una instalación militar en
su entrada y con una parte del puerto de Cartagena, donde la Marina
construye incluso submarinos.
Dialogan sobre los moluscos que sacan del mar y sobre cómo se pone la
cala a partir de mayo: «a reventar». Interrumpida su sobremesa, uno de
ellos se acerca a su casa a por un recorte de periódico que ya hablaba,
en 2002, del peligro de derruir La Algameca Chica. Otro muestra la
cocina a oscuras y relata cómo ‘apañó’ el traspaso de la vivienda hace
un par de años. «Aquí no se compra ni se vende. Le llamamos ‘trato’»,
explican.
Si las casas son alegales, claro, ¿cómo van a tener registros
oficiales? «Esto pasa de generación en generación o, con suerte, a algún
conocido. Yo la mía la adquirí hablando con un amigo que la tenía»,
cuenta Arroyo, que muestra cuatro papeles manuscritos plastificados en
una cuartilla tamaño folio. Son los documentos del canje. «La compré por
7.700 euros», dice. Puede que sea una de las más caras: tres
habitaciones, cocina, la azotea que pretende convertir en mirador… Está
justo en la trocha que enhebra la margen derecha. Paso privilegiado
(asfaltado) hacia el final de la cala. A pocos metros del campo de
fútbol que sirve de aparcamiento principal y al lado de dos de los tres
chiringuitos. Uno de ellos cerrado a estas alturas de año, otro
ofreciendo aperitivos de olivas o cacahuetes a un euro y bocatas de
tortilla francesa o atún a dos y medio.
Porque la Algameca Chica se divide en dos orillas. Las comunica un
puente de cemento que ha de reconstruirse en cada riada. Con la sorna
que les caracteriza, llaman a una Sevilla y a otra Triana. La
municipalidad apenas se encarga de la recogida de basuras.
El resto es autogestionado: tanto el agua corriente como la
electricidad dependen de cómo se las ingenie cada uno. Un generador en
la entrada del pueblo es la única fuente de energía compartida. Funciona
solo en verano, unas horas de la noche. De ahí que muchos vecinos
tengan el suyo propio. «Con unos 90 euros pagas tres meses de luz»,
calculan los congregados en torno a estas viviendas, con nombres propios
en baldosines de la puerta. Echan de menos, eso sí, alguna comodidad
más: «Queremos traer tele y radiadores», cuenta la pareja formada por
Juan y Mari Carmen. «En verano hay un calor que agobia. No corre el
aire. Estás fregando y parece que te ahogas, que los pulmones no
funcionan», describe otra paisana, pitillo en labio.
José Manuel de Haro –presidente de vecinos, hoy ausente e imposible de
localizar en su móvil– ha detallado en cada entrevista de prensa la
situación actual. «Las administraciones nunca nos han hecho caso. De vez
en cuando se oía algo, pero se quedaba en nada», rememora. «Queremos
que lo proteja cultura como BIC porque es algo auténtico. Quizás no
bonito en el sentido estricto, pero de gran significado etnográfico». En
un paseo, de hecho, se comprueba el mal estado de algunos inmuebles. La
uralita y la madera son los mayores aliados de sus habitantes, aunque
hay quien le ha dado un remozado.
Como Emilia, de 74 años, que desde hace 59 años ha ido ampliando unas
estancias que compró por 2.000 pesetas (12 euros) para recibir a sus 11
hijos y 15 nietos. O como José Ángel y María Jesús, dueños de ‘La Tasca
Vasca’, único restaurante propiamente dicho de La Algameca Chica. Ella,
de San Sebastián, prepara platos por encargo para quien vaya en estas
fechas. En verano cocina a diario para los turistas, que atiborran una
terraza sobre tablones. En un mapa van pinchando con chinchetas las
nacionalidades que han pasado por sus mesas: australianos, etíopes, de
Bermudas… «Y algunos han repetido», sonríe. Sin TripAdvisor ni reclamos
de neón, que conste. A veces extrañan su fonda del norte y caminan por
Cartagena, con 215.000 almas y mayor trasiego.
Un incordio, el de ir y volver, que trae de cabeza a Isidro y Raquel, de
35 y 38 años. Hace unos meses ‘recibieron’ la última finca del final de
La Algameca Chica. Una cueva cerrada por dos maderos y acondicionada
con tres sillones en forma de u. Ellos querrían olvidarse del trajín y
disfrutar de su «choza», pero los cuatro hijos que tienen les exigen
actividades solo posibles en la ciudad. «Si no fuera por eso, yo
vendería el apartamento y me quedaría aquí», afirma ella en medio de un
‘patio’ de rocas y escombros. El embrujo de este Shanghai chiquito
también hace mella en los jóvenes. Aunque siempre se sostenga entre la
duda del derribo y el orgullo de la conservación.