El reciente y probablemente más grave proceso de contaminación
sufrido por el Mar Menor, en la costa murciana, debido a masivos e
insidiosos vertidos de origen agrícola, plantea importantes problemas
que superan el estricto caso de esta albufera y el del marco
agroeconómico de la región en cuyo litoral se ubica, para situarse en el
marco objetivo del maltrato de recursos naturales esenciales (agua,
suelo, ecosistemas litorales) y en el de la suicida persecución de la
competitividad en la agricultura, concretamente en su variante
“mediterránea”.
Desde que antes del pasado verano grupos
ecologistas calificaran las aguas del Mar Menor como una especie de
“sopa marrón” (eutrofización de las aguas, en definitiva), los
acontecimientos han ido perfilando el complejo panorama de la situación
de este pequeño mar interior, una superficie liquida de 170 km2 que
presenta una línea litoral interior de unos 70 km; y que técnicamente se
trata de una albufera por el estrecho vínculo físico que lo une al mar
exterior, el Mediterráneo, a través de unas pocas comunicaciones
(llamadas golas) existentes en la barra arenosa (geomorfológicamente,
una isla-barrera) conocida como La Manga, y de una extensa marisma en su
sector más septentrional, La Encañizada.
El
escándalo proviene de los excesos cometidos por las explotaciones
agrícolas del Campo de Cartagena, comarca litoral que decae
altitudinalmente hacia la laguna salada, sirviendo así de sumidero
natural para las aguas de escorrentía y los vertidos incontrolados de
todo tipo que a través de ramblas o canales alcanzan la masa líquida.
Estos abusos se han querido justificar con la prolongada sequía sufrida
por estas áreas del Sureste peninsular, que ha obligado a muchos
agricultores –pequeños y medianos, así como grandes empresas– a la
puesta en marcha de numerosos pozos existentes, en buena medida
ilegales, cuyas aguas han de ser desalobradas con dispositivos
particulares que, inevitablemente, generan salmuera, un producto de
fuerte impacto que ha llegado hasta el Mar Menor por cauces no previstos
ni pertenecientes a la extensa red de “salmueroductos” existente
(concretamente, por la rambla del Albujón, cauce principal que desagua
en él); junto a la salmuera se vierten además cantidades inaceptables de
nitratos procedentes del abonado de los cultivos.
Y dado que este
peculiar ecosistema posee en sus orillas interiores una docena de
núcleos de diversa importancia, con miles de habitantes en los casos de
Los Alcázares, La Ribera de San Javier o Lo Pagán, del municipio de San
Pedro del Pinatar, y centenares en poblados y urbanizaciones de la
orilla meridional (Playa Honda, Mar de Cristal, Islas Menores… que es
por donde desemboca la rambla del Albujón), la reacción popular no se ha
hecho esperar, constituyéndose una plataforma, Pacto por el Mar Menor,
que clama contra la degradación de estas aguas
y se une a la tradicional, persistente y bien fundada denuncia de los
ecologistas locales.
El asunto ha alcanzado ya los tribunales, tanto por
parte de las asociaciones de vecinos de Cartagena y su comarca como de
la propia Fiscalía, ya que este caso aúna agresiones contra el medio
ambiente y el territorio así como conductas dolosas e impropias de la
parte de las autoridades que, pese a conocer desde siempre estos
acontecimientos, prefieren ignorarlos o contemporizar con los
agricultores y sus vigorosas organizaciones.
Han consentido en que
se llegara a esta situación límite la Confederación Hidrográfica del
Segura, que tiene entre sus competencias –las de las antiguas Comisarías
de Aguas– el velar por el buen uso de las aguas continentales, y por
supuesto la Consejería de Agricultura que, siguiendo una pauta
político-administrativa procedente de los años 1990, incluye las
competencias de medio ambiente, sistemáticamente minusvaloradas ante el
empuje y la importancia económica de lo agrario.
Estos órganos
político-administrativos no se sienten preocupados por la evidente
insostenibilidad de una agricultura, la llamada “mediterránea”, voraz en
el uso de agua, fertilizantes y pesticidas precisamente en una tierra
donde los recursos hídricos brillan por su escasez, y que depende en
gran medida de los caudales, ajenos, que el trasvase Tajo-Segura le
suministra. Estas características hacen que aguas, suelos y –como el
caso que comentamos demuestra– el ecosistema del Mar Menor, de alto
valor naturalístico además de económico, resulten afectados y
degradados.
Entre los valores de trascendencia económica alcanzados y
perjudicados, agudizando el estatus de incompatibilidad de la
agricultura del entorno, están la pesca interior y el turismo: los
pescadores han protestado, como llevan haciendo en muy diferente grado
desde que el ensanchamiento a principios de los años de 1970 del canal
del Estacio (una de las golas seculares de comunicación con el mar
exterior) modificara la salinidad y temperatura de la albufera,
induciendo cambios, negativos, en las especies y las capturas; y acerca
de las repercusiones sobre la afluencia turística -La Manga, por otra
parte un engendro urbano-turístico de impacto demoledor, recibe cada año
no menos de doscientos mil veraneantes-, las autoridades turísticas han
lamentado, no el drama ecológico de la albufera, sino el perjuicio que
el escándalo haya podido producir en la imagen turística de la zona, sin
duda la principal de la región.
Siguiendo la tradición fraguista,
el consejero del ramo ha considerado oportuno combatir la posible
desafección de futuros turistas zampándose una ración de langostinos del
Mar Menor como prueba irrefutable de que sus aguas están en perfectas
condiciones.
Las resistencias son de envergadura, pero el análisis
de la realidad ecológico-económica del Campo de Cartagena y de las
áreas litorales mediterráneas no deja lugar a dudas: se trata de una
agricultura que de hecho está altamente subvencionada, tanto por el
medio ambiente como por el sufrimiento humano; que llaman competitiva
porque no paga sus costes ambientales y porque somete a sus
trabajadores, en gran medida extranjeros, a niveles salariales mínimos y
que, al haberse especializado en la exportación, deja en el país muy
graves problemas ambientales a cambio de enviar fuera, adherida al
producto, un agua de la que malamente se dispone.
El cuadro
paradigmático de ecología política se cierra y completa con un tercer
elemento iluminador de este modelo agrario –junto con la agresividad y
la insostenibilidad–, que es la intimidación a que las organizaciones
agrarias someten permanentemente a las autoridades y, en buena medida, a
la opinión pública. Arrogándose en definitiva la posesión de las
esencias de la economía regional (que sigue calificándose, falsamente,
de agrícola) muchos agricultores y sus organizaciones exigen una y otra
vez más agua y libertad sin restricciones para irrigar sus campos (en
los que figuran miles de hectáreas ilegales, que son toleradas como los
son los pozos no autorizados); y le han cogido el gusto a amenazar con
movilizaciones si sus peticiones no son atendidas.
Al mismo tiempo, y
como suelen desde hace años, advierten que no van a admitir
restricciones de índole ambiental que perjudiquen esta agricultura (tan
fuertemente depredadora), y así lo han hecho ya frente al Plan de
Gestión Integral del Mar Menor y de la Franja Litoral Mediterránea
murciana, lo que implicará, según muestra la historia regional, que ese
Plan fracase en su nacimiento y que se sigan dilatando las medidas
administrativas sobre ciertas áreas litorales teóricamente protegidas
(como la conflictiva Marina de Cope).
(*) Pedro Costa Morata es ingeniero, sociólogo y periodista