El
vértigo de los acontecimientos por la situación lacerante de España
obliga, sin pausa, a pensar para la acción mientras el tiempo comienza a
jugar, especialmente, contra la Monarquía por muchos sondeos amañados
para difundir, intentando ganar ese tiempo, y la forzada
autocomplacencia del aquí no pasa nada porque el CNI - controlado ahora
por La Moncloa- hace llegar a La Zarzuela informes más, o menos,
relativistas sobre los estados de opinión pública. Así comenzaron a
desmorronarse tantos y tantos reinos y repúblicas plutocráticas a lo
largo de la Historia.
Pero
sí pasa bastante más de lo que parece porque son las clases medias y
profesionales de todo el país las que empiezan a reflexionar,
indignadas, sobre una situación, ya intolerable, ante la falta de
horizonte para ellas y oportunidades auténticas para sus hijos, muchos
convertidos hoy en emigrantes forzosos por mor de una fiebre de
corrupción, que impide en España el normal funcionamiento de la
democracia social y un mercado libre de oligopolios, incluso para
currículos universitarios nunca acumulados por nuestros jóvenes
veinteañeros. Es en ese segmento social donde el Heredero debe trabajar
para buscar su credibilidad como paso previo a su continuidad.
Además,
quien ha sido el mejor embajador de España ya no es visto entre las
potencias como garantía de nada. Sirva de ejemplo el último viaje de don
Juan Carlos a EE UU y el trato vejatorio que le propinaron los grandes
medios de comunicación de Washington y Nueva York. Es un claro aviso de
nuestros principales inversores de que toca pasar página y de que
nuestros últimos amigos, tal vez por interesados, son los dirigentes
árabes porque hasta las monarquías europeas se distancian discretamente
-parentescos aparte- ante la aparición de supuestas princesas alemanas
en la órbita borbónica y la inestabilidad interior de Zarzuela
alimentada, además, por el señor Urdagarín pese a su origen noble belga.
Comienzan,
tal vez por eso, a alzarse ya voces entre lo mejor de la sociedad civil
española reclamando la abdicación normal del rey don Juan Carlos y la
proclamación sin más dilaciones de Felipe VI como nuevo Jefe del Estado
para que se ponga, como un necesario líder, al frente de la inaplazable y
absoluta regeneración a fondo del sistema si no se quiere que la
Monarquía perezca a manos de su propia incuria y el podrido Estado, en
que ha devenido el consecuente de la Constitución de 1978, nos conduzca paradójicamente
a una III República en manos de los mismos responsables de esta
estructura viciada por la corrupción generalizada a partir de la
dictadura de los partidos políticos vigentes, con muy contadas
excepciones.
El
Príncipe de Asturias no puede seguir callado por más tiempo y
apareciendo en actos públicos como si fuese un monigote teledirigido
para leer lo que, sin sustancia, otros le escriben y así conjurar su
espontaneidad e impedir que se conozcan sus propios criterios sobre todo
lo que está pasando, ayudando de esa manera a demostrar la utilidad de
la Corona en tiempos tan díficiles como éstos. Un republicanismo
radical, que se va extendiendo como una mancha de aceite por izquierdas y
derechas, no quiere ese papel para don Felipe y espera, agitando por
doquier, mientras se deteriora la salud del monarca y paralelamente
pierde agilidad mental estando, como está todavía, al frente de la
Nación.
Porque
si la Corona se alinea, además, con gobernantes ineficaces e
ineficientes, algunos de obediencia ideológica exterior inconfesable,
ella misma se pone en el riesgo de ser arrastrada por la condena sumaria
de los españoles y por la necesidad de pasar página con la reforma o
abolición de la presente Constitución. Muy
pocos son los que todavía dan un duro al apostar por don Felipe y la
continuidad tras la desaparición, cuando llegue, de su padre. Pero si
demuestra, de verdad, suficiente sensibilidad con esa mayoría creciente
de españoles en riesgo de exclusión y se los gana en su interior sin
memeces de la prensa del corazón, habrá dado un primer gran paso para
ser un buen rey.
Es
por eso que recoger el testigo dinástico en base a la legitimidad
asumida sería el primer gesto simbólico para consolidar la Institución
antes de pasar a someterla al preceptivo referendo directo de la
ciudadanía en busca de una estabilidad político-constitucional que
garantice todo el sentido de la Monarquía en España, básicamente la
unidad nacional, con una gran carga de legitimidad que la situe al pairo
del debate y el cuestionamiento sistemático desde sectores de la
derecha e izquierda dispuestos a un republicanismo a ultranza.
La
existencia de una persona a su lado, como la princesa doña Letizia,
periodista de profesión y de una extracción social media, es un factor
positivo porque, en el estado de madurez que se le supone al Príncipe a
sus 45 años, es fundamental que destile desde su magistratura todo
aquello que ella recoge de boca de sus excompañeros en contacto diario
con la calle a diversos niveles y generaciones de españoles,
especialmente esa sensibilidad apuntada respecto de situaciones y
personas, en la que demostró ser maestra la recientemente desaparecida
reina madre de Inglaterra tras vivir más de cien años.
En
el último mes solamente ha quedado de sobra acreditado que el tiempo de
Juan Carlos I ha pasado ya. Desde el discurso navideño hasta la
oportunista y mal resuelta entrevista televisiva en postproducción con
un jubilado Jesús Hermida, sumado todo a la equivocada o falta de
reacción en palacio ante el devenir de los acontecimientos, demuestra
que esa abdicación por parte de un monarca, con apariciones públicas
cada vez más penosas y lastrantes para el país, debe estar en la agenda
de Zarzuela en espera del momento estratégico más conveniente, una vez
resueltas las cuestiones previas que aseguren su oportunidad.
Los
métodos y planes reelaborados por el staff de palacio tras la
renovación del equipo de la Casa del Rey de nada sirven para los tiempos
que corren, aparte de indisciplinas de don Juan Carlos añadidas a
planteamientos superados y fuera de lugar, porque es la figura del
propio monarca, tal como se pudo comprobar en la última Cumbre
Iberoamericana, en Cádiz, asistido de ortopedia, la que traslada una
imagen pública de fórmula agotada y ya provisional en espera de su
salida natural. Prolongar esta situación de liderazgo, con tanto plomo
en las alas, sólo conduce a que el país vea como aumenta la
desmoralización y se fomentan indeseables caldos de cultivo. Una
política de imagen sin contenido siempre se vuelve en contra por quedar
en mero continente devaluado a tetra brik cuando se raya lo grotesco desde lo patético.
A
semejanza de 1898, España ha perdido pulso, alegría, ilusión y
esperanza. Sólo un cambio en la dirección del viento, y de viento mismo,
alejaría los riesgos crecientes que hoy se aventan para la Monarquía
por hartazgo colectivo del pueblo español. El periódo juancarlista hace
muchos meses que tocó a su fín y lo evidencia que la juventud no siente
apego por la institución porque no palpa su función benéfica en medio de
un mar de incredulidad y falta de valores. Se percibe un claro vacío
que solo el actual Príncipe puede aspirar a llenar con la Constitución
en la mano, reformada o sin reformar. Pero con la Monarquía actual
sometida a un verdadero plebiscito por el nuevo monarca, con un
verdadero compromiso público por su parte, a celebrar cuando la
situación pueda conjurar visceralidades y objetivar su planteamiento
demoscópico.
Y
es ahí donde Felipe VI se juega el cetro y la corona si no es capaz de
retomar la conexión ahora perdida por su padre, como antes la perdió su
bisabuelo Alfonso XIII al devenir la Restauración en el resultado de un
país socialmente muy injusto, y lidera la salida de la crisis moral de
su país para ganarse el respeto y el reconocimiento para seguir en el
Trono. Nadie se lo puede regalar y tendrá que pelearlo convenciendo
primero a quienes, de ninguna manera, serán sus súbditos, a partir de
un periódo de gracia donde demuestre lo que es necesario desmostrar.
Y
para eso ha de tener como interlocutor informal en cada provincia
española, al menos, un líder natural de su generación, que le trasmita
con frecuencia por donde transita la sociedad local y cuáles son sus
principales aspiraciones. Esos líderes sociales son los que le ayudarán a
ser, de verdad, un jefe del Estado y un moderador obligado enmedio de
un país de fuertes tensiones territoriales por muy diverso, estructurado
geológicamente en valles y montañas, aunque lo dominen dos grandes
mesetas, que imprimen carácter para equilibrar las pródigas periferias.
Don Felipe, en palabras de su padre, es el príncipe de Asturias más y mejor formado en toda nuestra historia. Pero son
legión quienes no lo creen capaz de convertirse en un rey del siglo XXI
y vencer las fuertes tendencias republicanas afloradas en el seno de la
sociedad española en los últimos cinco años. Aunque también son muchos
los que están dispuestos a darle una oportunidad de demostrar que la
milenaria monarquía hispánica sabe adaptarse a las exigencias de los
nuevos tiempos y dar respuesta a las necesidades socio-políticas de los
españoles sin trucos, atajos ni componendas.
En caso contrario, la alternativa será más de lo mismo con González, Aznar o Zapatero haciendo ahora honores a la bandera tricolor para que todo siga igual o peor. Una república utópica es lo más difícil de alcanzar por los españoles, al menos en este momento, porque las fuerzas en presencia siguen necesitando, para sobrevivir, un Estado corrupto controlado por las oligarquías generadas desde el comienzo de la mal llamada Transición y que resulta necesario desactivar para alcanzar una democracia real. Ese es el órdago al nuevo rey que le lanza el presente momento histórico, también algo histérico y, por tanto, peligroso para todo aquello que no se percibe necesario para el bienestar de los sufridos y sufrientes españoles.
(*) Editor de 'Monarquía coronada'