MADRID.- Hace ya 75 años que las aguas del Mediterráneo se tiñeron de rojo a la altura del Cabo de Palos,
frente a las costas de Cartagena, cuando una flota franquista y otra
republicana se enfrentaron en la que -a la postre- sería conocida como la mayor batalla naval de la Guerra Civil.
Aquel 6 de marzo de 1.938, y tras la sucesión de una serie de
complicadas maniobras navales, la marina gubernamental logró enviar al
fondo del mar al orgullo de la Armada sublevada: el crucero «Baleares».
Junto a este gigante metálico se hundieron además los cuerpos de casi
800 de sus tripulantes, un número que convirtió la tragedia de este
buque en una de las más reseñables de la Historia española.
Una vez dado el pistoletazo de salida a la revuelta, los ojos de Franco y
del gobierno ubicado en Madrid se posaron temerosos sobre las
principales bases navales españolas. De estas, se pusieron del lado del Alzamiento la de Cádiz (debido, principalmente, a la cantidad de tropas sublevadas llegadas desde África) y la del Ferrol. Mientras, en poder de la República quedaron la de Mahón (ubicada en Menorca) y la de Cartagena.
No obstante, y a pesar de que su flota era significativamente menor,
Franco guardaba un par de ases en la manga:
dos nuevos y modernos navíos que, una vez fueran construidos, marcarían
la diferencia en combate gracias a su polivalencia y a su ingente
armamento. Estos no eran otros que los cruceros «Canarias» y
«Baleares».
El «Baleares», buque insignia de Franco
El «Baleares», incluso antes de ser terminado, se convirtió pronto en uno de los buques insignias de la Marina franquista. «El crucero “Baleares” fue construido en los Astilleros de la Sociedad Española de Construcción Naval de El Ferrol
(…) Fue colocada la quilla el día 15 de agosto de 1.928, al mismo
tiempo que la de su gemelo, el “Canarias”, siendo presidido el acto por
el Excmo. Sr. D. Miguel Primo de Rivera. (…). Su botadura tuvo lugar el
día 20 de abril de 1.932 y su construcción, lo mismo que la del
“Canarias”, se vio muy retrasada a causa de las disposiciones del
Gobierno de la República, encaminadas a disminuir lo más posible los
presupuestos para atenciones militares», señala Manuel Cervera Cabello, uno de los pocos marinos que sobrevivió al desastre de este navío, en su obra «Crucero “Baleares”» publicada en 1.948.
«En julio de 1.936 su construcción, y particularmente el armamento, estaban todavía muy atrasados,
tanto, que muchos dudaron que fuera posible terminarlo en un plazo útil
para que pudiera tomar parte en la contienda. Febrilmente se trabajó
para poner en servicio el buque, superando y venciendo la falta de
piezas y material que debía proveer Inglaterra o las factorías situadas
en la zona roja, y el día 15 de diciembre de 1.936, aunque faltaban
muchas instalaciones, consideradas como indispensables en otros
momentos, tales como dirección de tiro, piezas de artillería, etc., fue
entregado a la Marina de Guerra (…) izándose la Bandera Nacional»,
completa el superviviente del hundimiento del «Baleares».
Este gigante del mar contaba con 194 metros eslora -unos 70 menos que el «Titanic»-, y 19,5 metros de manga. «Su desplazamiento sería de 10.600 toneladas, su potencia de 90.000 caballos, pudiendo desarrollar una velocidad de 33 nudos.
Su capacidad de petróleo sería de 2.800 toneladas, lo cual suponía una
gran autonomía de hasta 10.000 millas en régimen económico. (…) Con 8
cañones de 203 mm, 8 de 120 y 8 de 40, su potencial de fuego era
enormemente superior a la de los cruceros precedentes», señala, en este
caso, el historiador Michael Alpert.
Con todo, este navío no tuvo que esperar finalmente mucho
para surcar las aguas debido, entre otras cosas, a la necesidad
imperiosa de buques por parte de la Armada franquista. «Eran aquellos
unos tiempos difíciles, y por eso mismo las tripulaciones de los buques
se nutrían de voluntarios de todas las provincias españolas. (…) Su
adiestramiento hubiera necesitado meses enteros de constantes ejercicios
y, sin embargo, bastaron pocas semanas de incansable labor y sacrificio
de los profesionales para que su comandante, el
Capitán de Navío D. Manuel de Vierna y Belando,
pudiera considerar que el buque se hallaba en condiciones de salir para
la zona de operaciones. Así, en este estado y con su bisoña dotación,
el
18 de diciembre de 1.936 salió el buque a la mar para hacer su primera singladura, dedicada a pruebas de los servicios y ejercicios de la dotación», completa el militar español.
En 1.938 la Armada gubernamental planeó una operación con la
que elevar la moral de sus hombres y dar un golpe definitivo a la flota
sublevada. Concretamente, el alto mando republicano pretendía atacar la bahía de Palma de Mallorca, lugar en el que, según diferentes informes, se encontraba una buena parte de la flota franquista.
La operación era, ya sobre el papel, dificultosa. En primer lugar, un pequeño grupo de lanchas torpederas rusas recién
adquiridas (unos navíos de escaso tamaño y característicos por su
velocidad, aunque también por su poca resistencia a los ataques)
partiría desde su base en Portman (Cartagena) en dirección al puerto de
Alicante. Allí, estos pequeños buques se encontrarían con la 1ª Flotilla de Destructores,
la cual les abastecería de combustible y les escoltaría hasta la bahía
de Palma, donde, finalmente, realizarían un ataque relámpago contra los
buques franquistas allí fondeados.
A su vez, también se ordenó al grueso de la flota republicana (7 navíos al mando del
Almirante Luis González Ubieta)
que cubriera el avance de la 1ª Flotilla de Destructores y de las
lanchas torpederas navegando a 75 millas (unos 120 kilómetros) del Cabo
de Palos. De esta forma, se pretendía proteger a los asaltantes de
posibles maniobras llevadas a cabo por la flota franquista.
Con el plan establecido,
únicamente quedaba seleccionar la fecha en
la que se abalanzarían sobre sus enemigos a sangre y cañón. «La Flota
republicana, que desde hacía tiempo buscaba su oportunidad de ataque a
los buques contrarios,
la encontró en la noche del 5 al 6 de marzo.
Al atardecer del día 5 (de marzo) se hizo a la mar una Escuadra (el
grueso de la flota) formada por los cruceros “Libertad” y “Méndez
Núñez”, escoltados por los destructores “Sánchez Barcáiztegui”,
“Gravina”, “Lepanto”, “Almirante Antequera” y “Lazaga”. Su misión era la
de proteger a las lanchas torpederas», señalan Ramón y Jesús María
Salas Larrazábal en su obra
«Historia general de la guerra de España».
No obstante, apenas una hora después de abandonar el puerto, Ubieta recibió una noticia demoledora: el mal tiempo había provocado que las lanchas tuvieran que regresar a la base.
Con todo, el Almirante decidió continuar con la operación y ordenó
mantener el rumbo a su escuadra para, de esta forma, proteger la
retirada de la 1ª Flotilla de Destructores (la cual no disponía ya de
objetivos al no tener que abastecer de gasolina a las torpederas).
El movimiento de la flota franquista
Pero lo que no sabía Ubieta era que le aguardaba una sorpresa en el trayecto, y es que, la suerte quiso que aquel día la flota «nacional» tuviera su propia misión.
Concretamente, y en la misma tarde del día 5, los cruceros franquistas
«Canarias», «Baleares» y «Almirante Cervera» habían salido de Palma con
orden de escoltar a un convoy mercante desde Formentera hasta el
Estrecho. Este itinerario se encontraba precisamente en aguas donde, en
ese momento, navegaba el grueso de la flota republicana.
«En la tarde del sábado, 5 de marzo, a las quince horas,
los altavoces retransmitieron el toque de babor y estribor de guardia.
(…) Se trataba de llevar a puerto seguro un convoy de dos grandes
barcos, el Umbe-Mendi y Aiskori-Mendi, que llevaban material de guerra
indispensable y de vital importancia para continuar con éxito la, en
pleno desarrollo, “Batalla del Ebro”.
(…) Una vez más, la Marina debía contribuir en silencio a la victoria
de sus hermanos de los otros Ejércitos», recuerda Manuel Cervera Cabello
–entonces Teniente de Navío a bordo del crucero «Baleares»- en su obra
posterior.
Un inesperado encuentro
Unas horas después, en la madrugada del 5 al 6 de marzo, la flota franquista navegaba cerca del Cabo de Palos
bajo un cielo totalmente negro que impedía discernir lo que ocurría a
poca distancia de las cubiertas de los navíos. Fue aproximadamente a las 0:38 cuando ambas armadas se divisaron.
Curiosamente, ninguna tenía constancia de que el enemigo se hubiera
hecho a la mar, por lo que el desconcierto reinó pronto entre los
marineros y oficiales.
«El “Baleares”, (…) el “Canarias” (…) y el “Cervera” (…),
con el contralmirante Manuel de Vierna, jefe de la división, a bordo del
primero, navegaban entre el convoy que escoltaban y la costa, a once
nudos (20 km/h aproximadamente) sin ninguna protección de destructores
ni de submarinos, ignorantes de los movimientos del enemigo. Rumbo
opuesto iba la escuadra enemiga», completa, en este caso, Alpert.
Al parecer, el primero en vislumbrar al contrario fue el destructor republicano «Sánchez Barcáiztegui»,
cuyo capitán, tras calcular que los buques franquistas se encontraban a
menos de 2.000 metros -y aún sorprendido por el increíble encuentro-,
ordenó lanzar contra ellos dos torpedos. No obstante, la premura provocó que los enemigos no fueran fijados adecuadamente y los proyectiles no dieron en el blanco.
Por su parte, estupefacto como estaba por el inesperado encuentro con los barcos republicanos, Vierna ordenó a sus cruceros cambiar radicalmente de rumbo para alejarse de la flota gubernamental.
Y es que, el contralmirante, que sostenía bajo sus hombros nada menos
que treinta años de experiencia en la marina, sabía que la potencia de
fuego de sus navíos no serviría de nada durante la noche, mientras que,
por el contrario, su flota sería blanco fácil de los torpedos enemigos.
Tras el ataque, el convoy gubernamental patrulló durante media hora la zona sin encontrar enemigo alguno.
Por ello, Ubieta, con la sensación del deber cumplido, ordenó poner
rumbo a Cartagena, pues su misión de dar cobertura a la 1ª Flotilla de
Destructores había sido desempeñada ampliamente. «Parecía que ambas
Escuadras habían decidido ignorarse y marchar cada una por su lado»,
añaden los autores de «Historia general de la guerra de España. Sin
embargo, la suerte todavía tenía reservada una última sorpresa para
estas dos flotas.
El error que condenó al «Baleares»
Casi una hora después, a las dos de la madrugada, Vierna decidió volver al rumbo original y completar su labor de protección a los cargueros.
Para ello, cambió el timón de dirección y cayó a estribor con la
intención de adaptar la marcha de su flota a la de los transportes.
Sin embargo, el destino quiso sobresaltarle de nuevo e hizo que vislumbrara, por segunda vez, la figura borrosa de uno de los navíos republicanos
en medio de la oscuridad; y es que, los rumbos de ambas flotas se
habían vuelto a cruzar por jugarretas del destino. Todavía incrédulo por
lo extraño de la situación, Vierna prefirió adelantarse a sus enemigos y
ordenó lanzar varias granadas luminosas para indicar a sus compañeros
donde se encontraban los barcos gubernamentales. No pudo haber cometido
un error más grave, pues el «Baleares» se iluminó en medio de la noche quedando a la vista del convoy republicano. De esta forma, el contralmirante firmó la sentencia de muerte del buque insignia de Franco.
La situación fue bien distinta para el republicano Ubieta quien,
en su marcha hacia la base, se encontró repentinamente y a muy corta
distancia con un iluminado «Baleares». Casi al instante, y sin dudarlo
dos veces, el Almirante se dispuso a llevarse al fondo del mar al
moderno navío y a sus casi 1.100 tripulantes. «El crucero presentaba un
blanco excepcional para los tres destructores “Sánchez”, “Antequera” y
“Lepanto”. Entre las 2:17 y las 2:20 horas lanzaron doce torpedos a una
distancia de entre 2.000 y 3.000 metros», añade Alpert en su obra.
Derecho al fondo del mar
Sin posibilidad de virar, el «Baleares» recibió el estruendoso impacto de dos de los torpedos,
los cuales hicieron que su casco se tambaleara y coparon la clara noche
de esquirlas y restos desvencijados del buque. Minutos después de la
explosión la situación era dantesca: el crucero, anteriormente el
orgullo de los franquistas, se había quedado sin luz y comenzaba a
adentrarse en el mar, hundiéndose sin remedio.
«En breves momentos se asignaron a cada grupo de gente y Oficiales graves y difíciles misiones (…). Se apagaron incendios en pañoles de urgencia, arrojando sus proyectiles al mar,
algunos de los cuales se encontraban ya envueltos en llamas. Se
destruyeron los documentos secretos. (…) Los Médicos se desvivían
tratando de atender a los innumerables heridos, sin más luz que la de
sus linternas, más agua que la que momentáneamente quedaba en las
tuberías y con el escaso medicamento existente en el puesto de urgencia.
Y así transcurrieron cuatro horas (mortales), durante las cuales los
compartimentos estancos, cediendo uno tras otro, hacían inclinar el
buque cada vez más», destaca Cabello en su texto.
Tras el ataque, los dos restantes cruceros franquistas -el «Canarias» y el «Cervera»- decidieron abandonar el lugar a toda máquina
a sabiendas de que la carga de los mercantes que escoltaban era de
vital importancia para el desarrollo de la guerra en la Península. Por
su parte, y debido al daño que podían sufrir ante el gran armamento de
los cruceros sublevados, los republicanos tocaron a retirada y no persiguieron a los derrotados.
«El “Baleares” se hundió a las 5:00 de aquella mañana. Murieron 788 hombres, incluido Vierna (…),
el jefe de Estado Mayor de la división, el segundo y el tercer
comandantes, el segundo jefe de Estado Mayor y más de 25 tenientes y
alféreces de navío», añade, en este caso, el historiador británico.
Rescate de los supervivientes
Tras la marcha de las dos flotas parecía que los
supervivientes del ataque únicamente podrían esperar hasta que las aguas
hicieran mella en ellos y se fueran al fondo junto con los restos del
crucero. En cambio, recibieron la ayuda del «Boreas» y el «Kempenfeld»,
dos destructores ingleses que, tras observar la batalla, se acercaron
al buque siniestrado para ayudar en las tareas de rescate. Ambos navíos lograron recoger aproximadamente a 470 supervivientes.
A las ocho de la mañana, cuando ya no quedaba del
«Baleares» más que un tenue recuerdo, volvieron al lugar el «Canarias» y
el «Cervera» ya con su misión cumplida. Pero, con las tareas de
salvamento ya realizadas, únicamente pudieron enviar varios mensajes de
agradecimiento a los británicos. Uno de ellos, el que remitió el
«Canarias» al «Kempenfeld», fue recogido por Cabello en su obra: «Thank
you by your humanitarian service. The Spanish national fleet never
forget the kindly behavior of the english fellows».
La República informa de un nuevo ataque por aire para acabar con el «Baleares»
Una vez que los navíos republicanos
informaron del combate, el mando decidió enviar varios bombarderos para,
en primer lugar, acabar definitivamente con el «Baleares» y, en
segundo, asegurarse de que el buque se había ido al fondo del mar. Así
lo informó, al menos, el propio ministerio de Defensa gubernamental:
«Durante el día, aviones de defensa de costa han hecho
varios bombardeos sobre el buque torpedeado por la flota republicana y
sobre otros barcos facciosos que acudieron en socorro, de todos los
cuales se han obtenido fotografías».
«A las 7:18 horas de hoy se efectuó el primero de estos servicios.
Al buque incendiado, del que salía una gran columna de humo, le
rodeaban entonces dos destructores, que se encontraban muy próximos a su
popa, y otros algo más alejados. Muy cerca se hallaba un buque del
mismo tipo y tonelaje, que al acercarse nuestra escuadrilla aérea se
alejó a toda marcha».
«El bombardeo se hizo, en dos pasadas, a 3.500 metros de
altura, cayendo las bombas en un lugar muy inmediato al buque
torpedeado».
«A las 12:40 se repitió el servicio por cuatro aviones rápidos.
Junto al buque cañoneado había a estas alturas otro de igual tonelaje y
otros dos más pequeños. Los aviadores aseguran que algunas de las
bombas de 250 kilos lanzadas por nosotros desde 3.000 metros de altura
alcanzaron al buque incendiado y al otro grande, del que también se vio
salir una columna de humo».
«Posteriormente se han hecho cuatro bombardeos más, cuyos
resultados no pueden precisarse por haber disminuido considerablemente
la visibilidad a causa de la niebla»