La monarquía británica vivió en 1997 a raíz de la muerte de Diana de Gales una importante crisis que hizo pensar que la familia real más estable de Europa podía sucumbir a los nuevos tiempos. 

La reina Isabel II no supo reaccionar a la muerte de la denominada princesa del pueblo mientras el país se sumergía en un duelo extraño en que Diana era acogida sin disimulo alguno indistintamente por las clases altas y por los más desamparados de la sociedad como una brizna de aire fresco en la anquilosada monarquía británica. 

No hizo falta que Isabel II pidiera perdón, sino que bastó que cambiara de actitud, aceptara la voluntad soberana del pueblo y se limitara a encabezar el duelo. Fue una crisis sin precedentes que hubiera sido devastadora y que hoy forma parte de los manuales de superación de una crisis institucional entre gobernantes y gobernados.

Quién sabe si, de aquella experiencia, Isabel II y toda su amplia familia extrajeron como lección que sus sentimientos y sus ideas debían quedar a un lado en momentos trascendentales. 

Así, por ejemplo, cuando en otoño de 2014 se celebró el referéndum de independencia de Escocia, la reina intervino. Sin embargo, no lo hizo para defender la unidad británica, sino para recordar que la Corona es neutral y que la votación era un asunto del pueblo escocés.

Oyendo el discurso de Navidad de Felipe VI, su falta de empatía con una Catalunya que en un 80% considera que la monarquía no la representa y cuyo Parlament ha pedido su abolición, uno no puede menos que comparar ambas situaciones y entender muchas cosas. 

Felipe VI sigue empecinadamente inmóvil. Enarbolando las tablas de la caduca Constitución como único camino para salir de la crisis territorial. Un rey inerte que blande la convivencia a gusto del consumidor y que deja fuera de ella a una mayoría cada vez más amplia. El Rey esquiva el problema que está ahí con una cartografia anticuada que ya no resuelve ninguna crisis mientras felicita desde La Zarzuela la Navidad.   

Y, mientras tanto, nueve hombres y mujeres injustamente procesados por rebelión, malversación y desobediencia pasarán estas fechas en las prisiones de Lledoners, Mas d'Enric y Puig de les Basses. En cuatro casos, los de Jordi Sànchez, Jordi Cuixart, Oriol Junqueras y Quim Forn, serán las segundas Navidades privados de libertad por una decisión arbitraria del Tribunal Supremo, que los mantiene en prisión provisional. 

Para otros cinco, Carme Forcadell, Jordi Turull, Josep Rull, Raül Romeva y Dolors Bassa, serán las primeras Navidades alejados de sus familias. Otros tantos, Carles Puigdemont, Toni Comín, Lluís Puig y Meritxell Serret, se encuentran exiliados en Bruselas; Marta Rovira y Anna Gabriel, en Suiza; y Clara Ponsatí, en Escocia. 

En esta situación de clamorosamente injusta prisión provisional, estarán privados de libertad pero esperarán alzados el juicio, y no estarán solos. Tampoco lo estarán los exiliados políticos. Muchos, cientos de miles, algunos millones, estamos a su lado. Invariablemente a su lado. 


(*) Periodista y ex director de La Vanguardia