El rasgo definitorio de cada transformación previa ha sido un cambio en la relación entre gobierno y mercados, y en la que podría llamarse la cuestión fundamental de la economía política: el balance entre las decisiones políticas basadas en un-hombre-un-voto y las decisiones económicas basadas en una-libra esterlina-un-voto. En el capitalismo clásico del siglo XIX, la política y la economía estaban en esferas distintas, donde las interacciones entre el gobierno y la empresa estaban en gran medida confinadas a elevar los fondos militares y a proteger poderosos intereses establecidos.
La segunda versión, de los ’30 en adelante, se caracterizó por una desconfianza hacia los mercados y una fe en un liderazgo benigno y omnisciente. La tercera, definida por la revolución Thatcher-Reagan, revirtió estos prejuicios. ¿Cuál será el carácter de la cuarta?
Versión presente
La última crisis reveló que los gobiernos y los mercados pueden estar, ambos, catastróficamente equivocados. Esto podría parecer deprimente, pero reconocer la falibilidad de los mercados y las instituciones, lejos de ser paralizante, puede ser empoderante. Implica un esfuerzo por sintetizar política y economía, en vez de presumir una oposición entre incentivos de mercado y justicia social. El capitalismo 4.0 estará marcado por un reconocimiento de que las economías de mercado no pueden funcionar sin gobiernos competentes y activos.
Las teorías de los ’80 suponían expectativas racionales y mercados eficientes y dejaban un rol a la política económica del gobierno: tener la inflación bajo control. Pero si se reconoce a los mercados como imperfectos y sujetos a oscilaciones financieras, los gobiernos y los bancos centrales deben aceptar nuevamente la responsabilidad de administrar el crecimiento y el empleo y de mantener la estabilidad financiera. Toda esta participación en la gestión económica y la regulación financiera podría sugerir que las próximas décadas serán una era de mayor gobierno. Pero es probable que sea lo opuesto, al menos por tres razones.
Nuevos gobiernos
La más obvia es que a los gobiernos se les ha acabado la plata. Por las enormes pérdidas de ingresos tributarios debido a la recesión, los compromisos de gastos hechos por los gobiernos se han hecho insustentables. Segundo, la crisis agravó la desconfianza pública hacia los gobiernos y también hacia los mercados. Por ende, un mayor rol del gobierno en administrar la economía debe ser acompañado por la retirada del Estado de otras áreas para mantener un equilibrio entre gobierno y empresa privada aceptable para los votantes escépticos. Tercero, esta reevaluación de la relación entre gobierno y empresas revelará que los estados no pueden satisfacer las demandas de una sociedad avanzada por salud, educación y jubilaciones; y que el dominio gubernamental de precrisis sobre estos sectores es incompatible con la prosperidad y el crecimiento de largo plazo.
Por todas estas razones, y muchas otras, la nueva era del capitalismo 4.0 requerirá que los gobiernos se expandan y contraigan al mismo tiempo. Esto exigirá una reevaluación de las prioridades políticas a una escala no vista desde los ’80. Para que las deudas gubernamentales sean estabilizadas, los impuestos, los subsidios y los servicios del gobierno tendrán que reformarse. No pueden descartarse impuestos más altos ni subsidios reducidos. El público se verá obligado a aceptar que los ingresos del gobierno son insuficientes para pagar por subsidios a la salud y pensiones. En EEUU, el predominio de estos subsidios es tan extremo que, incluso si todo el gasto “discrecional” del gobierno en áreas fuera de la defensa fuera cero, el presupuesto federal seguiría profundamente endeudado. En Gran Bretaña y Europa, la situación es menos aflictiva porque las alzas de impuestos han sido aceptadas. Pero los compromisos con la atención de salud y las pensiones son más altas que las estimaciones sobre la capacidad tributaria de estas economías en el largo plazo.
La única perspectiva de debate estará en la naturaleza y velocidad de las reducciones en el gasto público. Al trazar nuevas líneas divisorias entre gobierno y empresa, los políticos que apelan a ideologías a priori (sea más gobierno o más mercado) serán desplazados por pragmáticos que sigan el llamado de Roosevelt a una “audaz y persistente experimentación”.
EEUU, Europa, Japón y Australia, en lugar de jactarse de sus superiores modelos socio-económicos y criticar a los de otros países, harían bien en estudiar los éxitos y fracasos de ellos. El mayor desafío es reducir los subsidios a la salud, las pensiones y la educación básica que consumen cerca de 70% de los ingresos tributarios. Estas tres actividades representan ya de 20 a 30% del PIB y del empleo en todas las economías avanzadas. En las décadas que vienen, seguirán expandiéndose mientras las poblaciones envejecen. Para mantener un equilibro será necesaria una mezcla más compleja de financiamiento privado y público.
La educación es el área donde es probable que el aporte privado crezca más rápidamente. En la educación superior, este proceso será impulsado por el predominio de las universidades estadounidenses en todas las ramas del conocimiento. Si otros países quieren ponerse al día, tendrán que reformar sus sistemas para hacerlos comparables con el modelo estadounidense basado en tarifas. Para la educación escolar, las perspectivas son menos claras. La enseñanza primaria y secundaria requiere de compulsión y subsidios del gobierno, así como de consenso social en estándares educacionales amplios. Pero el hecho de que la buena educación beneficia a la sociedad en su conjunto no significa que las escuelas debieran ser manejadas por el Estado.
¿Menos educación?
Casi todos los países del mundo creen estar enfrentando algún tipo de crisis educacional. Bajo estas circunstancias, las mejores esperanzas deben venir de diversos mecanismos y experimentos de mercado, donde las escuelas prueben diferentes enfoques y los éxitos se distingan de los fracasos mediante la prueba y error de las opciones del consumidor.
La salud representa el mayor desafío a las finanzas del gobierno y es el sector donde las relaciones disfuncionales han hecho más daño. Está lejos de ser obvio que los británicos tengan razón en considerar a la medicina como un bien público, que el gobierno debe brindar por igual a todos los ciudadanos, o si debiera ser tratada como en EEUU: como una compra privada, no muy diferente del consumo de alimentos, ropa o vivienda. Pero experimenten o no los votantes una conversión en sus actitudes hacia la enfermedad y la salud, EEUU y Gran Bretaña se están haciendo cada vez más conscientes de que sus sistemas son inmanejables.
La respuesta a la crisis fiscal sería que Gran Bretaña, EEUU y la mayoría de las naciones europeas empezaran a reconocer que los compromisos a los envejecidos baby-boomers sobre pensiones y salud no pueden ser cumplidos. Pero éstas son las subvenciones protegidas por los políticos. Si este ordenamiento de prioridades se mantiene, todos los servicios públicos, aparte de los que sirven a los viejos y los enfermos, se resentirán. Multitudes de empleados públicos perderán sus empleos, muchos más hogares se hundirán en la pobreza y la educación se deteriorará. Los progresistas tendrán que optar: si quieren preservar la educación y servicios públicos decentes para la población laboral, mantener una red de protección social para las personas que sufren genuinas privaciones y si quieren servir a los trabajadores públicos fuera de la salud deberán reconocer la inevitabilidad de una reforma.
La izquierda tendrá que empezar a hacer campaña para que la salud se privatice parcialmente. Por su parte, los conservadores serán los que harán campaña en forma más vehemente para defender la responsabilidad del Estado en la atención de salud, utilizando el inexorable crecimiento de estos gastos como caballo de Troya para subvertir los demás programas de gobierno. En la nueva economía política, proteger la salud estatal será la manera más segura de desmantelar el Estado de bienestar y sólo una de las muchas paradojas características de la próxima era del capitalismo.
(*) Economista y periodista en The Times